Si yo pudiera

Edición: 
667
Documento exclusivo: la última carta de Amanda Mayor, a un mes de su muerte

Amanda Mayor (*)

Miro hacia atrás lo que he vivido y siento mis días plenos, completos de objetivos cumplidos hasta ahora. Creo que cada minuto fue un eterno lapso para llenar con hechos que dignificaron el sentido de mi existencia, pero es largo el camino y queda mucho más por hacer.

No sé si es un deseo de trascender, de quedar en la memoria de los que estén cuando me haya ido o de decirme: “Debo seguir, debo realizar, debo dar, debo sentir que puedo”. Quizá sea para rendir cuantas a Dios o a mí misma, como un continuo desafío existencial de agradecimiento por gozar tantas riquezas otorgadas, y de poder valorarlas. Es como una obligación para merecer cada día regalado, cada día ganado, cada prueba superada, para dar sentido a las horas, para llenar vacíos del corazón, para demostrarme que soy capaz. Sé que es una necesidad el lograr todo aquello que me propongo y lograrlo bien, sé que cada ser puede, que yo puedo, no porque soy omnipotente, sino porque soy un pequeño objeto flotando en el universo que ve las maravillas de la creación, las aprecia, y trata de merecerlas, luchando para lograrlas. En ese largo caminar por la vida, tuve una niñez desbordante de paisajes, entre árboles, flores, animales, un lago y la simplicidad e inocencia que sueña con hadas y milagros. Una adolescencia donde los poemas brotaban inquietos en un despertar de ilusiones, de proyectos inventados por la imaginación y nuevas apetencias que hacían vibrar mi cuerpo transformado ya en casi mujer. Una juventud plena, bella, enamorada, que me hacía sentir el vuelo de sueños conquistados.

Una madurez en que los pasos fueron andando la tierra del camino, fueron descubriendo escollos, fueron tropezando, sangrando, superando, aprendiendo que el dolor existe, pero también, que todo se puede atesorar como un alimento para crecer.

Quizá nunca hable de la vejez, porque el que sigue soñando, creando, haciendo, aprendiendo, permanece en la madurez. Quizás, si algún día dejo de pensar y ser yo misma, otros hablen de mi vejez, pero nunca lo sabré.

La madurez es el período más largo de mi existencia. Madurar significa dar sazón a los frutos. Significa lograr resultados al esfuerzo. Algunos he logrado, pero es largo el camino, mucha la ignorancia, lento el proceso, la templanza a veces no se alcanza para aplacar las pasiones, las decepciones debilitan, la impotencia detiene, la soledad desampara, la ambición de transformar otras mentes desequilibra, la ansiedad por recibir perturba, la necesidad de ser comprendida desubica, el aislamiento cierra el entendimiento.

Todas estas sensaciones son obstáculos que hay que ir venciendo cada día, firmes, seguras, sabiendo que detenerse significa retroceder, que creer que todo has logrado significa morir. El objetivo aparentemente inalcanzable de lograr equilibrio, templanza, coherencia, dejando de lado el odio, el enojo, la soberbia y el egoísmo, es una lucha constante en el trayecto interminable de la vida cotidiana, pero es un desafío prometedor.

En ese largo recorrido de la madurez, encontré muchas cosas, pero las que cambiaron mi existencia fueron las rejas de la represión y los fusiles que asesinaron. Sentí mi propia sangre derramarse en un abismo de fuego sin razón, y un hijo, mis propias vísceras desgarradas, se hizo nube que riega la tierra para hacerla reverdecer en un diálogo mudo de esperanza. Esas rejas abrieron un sendero nuevo donde encontré a otras madres, otros dolores, otras manos descarnadas, que comenzaron a llenarse con preguntas sin réplicas, con soledad, con rechazos, con verdades despiadadas. Fue un despertar trágico, fue una fruta madura que cayó sola del árbol porque ya había caído el verde de su piel, para convertirse en fuego nuevamente, ese fuego que quema por dentro y que lastima.

Debo aceptar con naturalidad que un día no supe, que otro no me preocupé, que al siguiente no creí y continué con la indiferencia de los ignorantes, tratando de no abrir los ojos para escapar a la responsabilidad de enfrentar heridas deformantes que podrían acuciarnos y sacarnos de la protección hogareña. Sé que nos ocurrió a muchos ese largo proceso de despertar a la realidad devastadora y cuando abrimos los ojos, nuestros hijos ya no estaban. ¡Cuando nos tocó, ya era tarde!

Debo seguir peleando a los cobardes, a los que callan, a los que miente, a los que deforman las verdades, a los soberbios que pretenden burlarse del llanto que provocan, a los gobernantes que desde su visión todopoderosa, cuidan su partido y su figura para mantenerse en lugares de privilegio, donde repiten los errores de soberbia y de poder, a los jueces que no se juegan con valor por la justicia, a la sociedad que discrimina y separa egoístamente a los pobrecitos desvalidos, cabecitas negras, a los religiosos que envueltos en sus posiciones jerárquicas, se olvidaron que hubo un Cristo humilde que quiso cambiar el mundo envilecido, ofrendando su martirio como ejemplo de amor hacia esa humanidad que sigue con una venda de egoísmo cegando su esencia de amor con la que fue dotado. A todos los que también olvidaron que los Cristos se multiplicaron como el pan de los milagros, más jóvenes que Aquél pero también escupidos y crucificados. ¡Nuestros desaparecidos!

(*) La carta fue escrita por Amanda antes de viajar Buenos Aires para ser intervenida quirúrgicamente, y fue encontrada por sus hijos días atrás en su computadora.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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La música se fusionará con la exploración del entorno natural urbano en una experiencia única.