Antonio Tardelli
Entre la dirigencia con responsabilidad institucional es cosa asumida que la proximidad con el gobernador o el Presidente acarrea dividendos. Las ventajas del acompañamiento serán mayores cuanto más disciplinadora sea la instancia superior, en este caso la Presidencia de la Nación, que incurre en una práctica que apenas disimula su componente extorsivo. Esa regla de juego, naturalizada por quienes terminan aceptando que “las cosas son así”, se extiende sin frenos al discurso público. Los gobernadores que explican de ese modo su seguidismo, o los intendentes que justifican de esa manera sus súbitos amores por mandatarios que hasta ayer eran perfectos extraños, construyen en el sentido común la distorsionada idea de que buena gestión y obediencia son asuntos que van de la mano. Lo saben los dirigentes; lo aprendió la ciudadanía. Se hizo carne la convicción de que un dinero, una obra o un beneficio guardan relación con el comportamiento sumiso del mandatario de menor jerarquía. El gobernador y el intendente serán buenos en tanto digan que sí a todo lo que desde arriba venga. Lo serán en tanto no hagan olas. Razonada o intuitivamente, el electorado conoce el mecanismo. La distorsión, hija de la extorsión, ha penetrado en el ideario colectivo.
Sin embargo, no siempre emerge triunfante. No genera automático respaldo la noción –expresada incluso por los regímenes de facto– de que los dineros del pueblo vuelven al pueblo en forma de obras. Los gobiernos caen en la tentación de autoelogiarse con formulaciones de este tipo. Evalúan sus cualidades según la cantidad de ladrillos pegados. Pues bien: todos los porteños sabían, a tenor de una práctica que el kirchnerismo explicita abiertamente, que únicamente Filmus obtendría los favores de la Casa Rosada. Les importó un comino. Votaron a Macri. O, si no les importó un comino, pusieron en la balanza otros elementos que terminaron inclinando su decisión. En ese plano, el comportamiento del votante porteño es altamente significativo. Si no fuera porque el triunfador, Macri, está lejos de cualquier cosa parecida a una epopeya, si no fuera porque su perfil sigue siendo más el de un gerente que el de un líder heroico, se podría postular que el pronunciamiento popular fue una expresión de rebeldía. Una contestación digna. ¿Que no vas a ayudar a Buenos Aires si te voto en contra? No me importa nada. Te voto en contra.
¿En qué medida el fenómeno es trasladable a otras instancias electorales? ¿Puede trazarse alguna semejanza entre ese comportamiento colectivo y la realidad entrerriana? ¿Un intendente sólo capitaliza políticamente las obras que inaugura? ¿O una elección pone en juego otros asuntos? ¿Los candidatos a intendente deben prometer fidelidad a las jurisdicciones superiores o tienen que mantenerse fieles, en caso de ser opositores, a su instinto de confrontación? ¿Qué es mejor para la ciudad? ¿Qué les conviene a ellos?
Es difícil saberlo. En todo caso, en la realidad más cercana también está presente la estrategia de convocar al engarce de lo local con las esferas provincial y nacional. En la capital se expresa a través de la candidatura de la senadora nacional Blanca Osuna, opositora en Paraná, oficialista en Entre Ríos, oficialista en el país. Magnificadas o minimizadas por las partes, los gobiernos de Sergio Urribarri y José Carlos Halle, que va por su reelección, trasladaron sus diferencias políticas al plano de la gestión. El gobierno de Entre Ríos y la Municipalidad de Paraná recorren caminos divergentes. Replicaron así un escenario que no es inédito: las opciones políticas alejan al gobernador de Entre Ríos del intendente de Paraná. Es un clásico que históricamente ha aparejado costos para la ciudad y sus vecinos.
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