Una mirada sobre Macri y su alrededor

Edición: 
1058
Anticipo del nuevo libro de la periodista Laura Di Marco

Por Laura Di Marco

—Mirá, te voy a decir la verdad: yo estaba enojado con vos —lanza el Presidente, anclando la mirada en un punto fijo de la pared, en su despacho de la Casa Rosada.

La frase me desorientó. Había visto a Mauricio Macri tres o cuatro veces en mi vida cuando era jefe porteño y solo para intercambiar saludos formales y alguna que otra pregunta sobre la coyuntura política.

Me resultaba difícil imaginar qué podría haberlo enojado porque, hasta aquel momento, mi vínculo con él —o, mejor dicho, mi falta de vínculo con él— era similar al de cualquier ciudadano.

—Me enojé un día escuchando la radio, cuando hablaste sobre mi mujer. Y dijiste que
Juliana era un adorno…

La frase sonó como un martillazo, que instaló un incómodo silencio en el despacho presidencial. Por un momento, sentí que peligraban las eventuales futuras entrevistas, imprescindibles para esta investigación.

Pero Macri siguió, concentrado en su disgusto.

—Porque, ¿sabés qué? Mi mujer es sagrada. Mi mujer es una sabia emocional…
Entonces, cuando te escuché, me pareció machista lo que dijiste y me di cuenta de que yo tenía procesado y resuelto absolutamente todo lo que dijeran de mí, pero que no tenía para nada elaborado lo que dijeran de ella… Entonces, cuando supe que ibas a escribir sobre mí, me senté aquí —dice lentamente, señalando el sillón de la antesala de su oficina—, reflexioné y… —hace una pausa estratégica, entrecerrando sus ojos azules— decidí perdonarte.

Cuando era el jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri tenía de coach a Alberto “Tito” Lederman, un consultor de altísimo nivel del empresariado argentino. Se trata de un judío polaco, capaz de leer una personalidad con la agudeza de un sacerdote carismático, quien, con frecuencia mensual o semanal, logra algo extraordinario: reunir en un mismo espacio a los dueños del poder económico, político y mediático de la Argentina. En la práctica, las reuniones funcionan como una gran terapia grupal del establishment, aunque Lederman las llama “seminarios”.

En estos laboratorios emocionales vip —allí donde los que mandan desnudan el alma—, circula una hipótesis: el Presidente está rodeado de asesores, que aprovechan la inseguridad personal que le generó un padre descalificador para ganar espacio dentro del gobierno. Esos apóstoles tienen nombre apellido y funcionan en sincronía. Se trata del poderoso y ascendente Marcos Peña y del consultor ecuatoriano Jaime Durán Barba.

“Si Franco Macri siempre lo subestimó, ellos lo ensalzan. Y de ese modo, logran influencia y poder. Son los que siempre lo impulsan a sobreactuar autoridad”, circula en las reuniones del prestigioso experto polaco, que Macri frecuentó durante varios años junto con las principales espadas del Pro.

Mientras estoy sentada en la antesala del despacho presidencial, me pregunto si aquella teoría sobre la psicología de Macri tendrá algo de verdad. Miro a Anita Moschini, la histórica secretaria de los Macri, que revuelve papeles a pocos metros de donde espero, y se me ocurre una analogía: salvando las distancias, Franco Macri tiene algo del padre de Kafka.

Hay un aire de familia en la influencia oscura que ejerció sobre sus hijos; en Mauricio, el mayor, sobre todo. Fue Franco quien lo involucró en los manejos empresariales que hoy están en la mira, esos que atraviesan el polémico origen de una riqueza personal amasada en una sola generación y que, a fines de los noventa, arañaba los 730 millones de dólares.

El Presidente, sin embargo, dará a entender que esas sospechas en torno a la riqueza de su padre fueron construidas por un grupo en particular: En el ambiente de él, la gente sabe quién es. La sospecha va más por el lado de Verbitsky, Página/12 y toda esa caterva, que logró instalarlas en la clase media. Sobre todo, cuando papá levantó su perfil, post secuestro mío, y empezó con toda esa cuestión de los romances y esas cosas que aparecían en las revistas. Pero, más allá de eso, en un país que siempre se ha ido achicando, que venga alguien de afuera y pase a ser el empresario número uno del país, como era mi viejo hacia el final del gobierno de Alfonsín, no te hace muy simpático para los demás.

Los Panamá Papers, que revelaron la participación en empresas offshore del actual presidente, son apenas una muestra de aquellos muertos en el placar. Un punto de inflexión que, en mayo de 2016, lo llevó a enfrentar a Franco en la Justicia para que le entregara la documentación que probaría, según Mauricio, que no cometió un ilícito al figurar en la sociedad offshore Fleg Trading Ltd. Su argumento: nunca tuvo ganancias de esa compañía porque no fue propietario, ni accionista. “Pero el viejo es terrible; no quería entregar los papeles… y le tuvimos que hacer un juicio”, contaría más tarde para este libro uno de los abogados de Macri, encargado de llevar adelante el juicio civil.

Anita, a quien Mauricio define como su “segunda madre”, se mueve de aquí para allá.

De bajísimo perfil, esta mujer pequeña, de un metro cincuenta de estatura, custodia con celo quién entra y quién sale de la oficina presidencial. Para anunciar que una entrevista terminó, ingresa sigilosa a la oficina de Macri con un cartel manuscrito con el nombre del próximo visitante. Esta es la contraseña de que la charla llegó a su fin. No tuvo hijos y los últimos cincuenta años de su vida se los dedicó a los Macri, padre e hijo.

Ya había decidido jubilarse después de una larga carrera como secretaria personal de Franco en Socma (Sociedades Macri) pero, en febrero de 2008, Mauricio volvió a llamarla para que lo asistiera en su nuevo rol de jefe porteño.

“Mauricio se queja, pero usa todo lo mío”, murmuró una tarde Franco, cuando fue por primera vez a visitar a su hijo a las oficinas de Bolívar 1, donde entonces funcionaban las oficinas del gobierno de la Ciudad.

La tensa historia entre el patriarca y su delfín, criado para ser el heredero natural del Grupo Macri, es fácilmente rastreable en los archivos periodísticos de los últimos treinta y cinco años.

Yo creo que debía tener seis, siete años, y me pasaba horas en reuniones en idiomas que no entendía. “Vos escuchá, escuchá, escuchá, tenés que aprender”, me decía el viejo. Después, desde que asumí en la empresa, se metía él en todas mis reuniones y todo lo que yo hacía era una pelotudez. Me ponía al frente de todo; de pronto, yo tenía 25 años y era el presidente de la constructora más importante del país. A los 32, lo mismo con Sevel. Ya los dos días, estaba rodeado de tipos que mandaba él a ver cómo fracasaba.

(Más información en la edición número 1058 de la revista ANALISIS del jueves 11 de mayo de 2017)

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