Pandemia y soja

Vacío. El apurado paro del campo hizo poco caso al diálogo oficial y al impacto del coronavirus.

Vacío. El apurado paro del campo hizo poco caso al diálogo oficial y al impacto del coronavirus.

Por Beatriz Sarlo (*)

 

Marx escribió: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen dos veces. Pero se olvidó de agregar una vez como tragedia y la otra como farsa”. Es casi una frivolidad ocuparse de las protestas de los productores rurales cuando todos estamos electrizados por las noticias sobre la expansión del coronavirus.

En los días anteriores a que la peste fuera una amenaza verosímil en la Argentina, las protestas y “casillazos” de los rurales ocuparon las primeras planas. Por eso la cita de Marx: esto ya lo vivimos en el año 2008.

Sin embargo, Buzzi, uno de los dirigentes de entonces, ahora tomó distancia para no ser estrella en la farsa. Dijo que ha habido “bastante buena voluntad por parte del sector oficial”, a diferencia de la reacción belicosa del gobierno kirchnerista que entonces comandaba la hoy vicepresidenta Cristina.

Para el caso argentino, la frase de Marx parece imprecisa. Las cosas no se repiten acá como farsa sino como exageración del pasado. Frente a un gobierno que ofrece conversar, los rurales agitan la hipérbole de un paro. En 2008, el ministro Martín Lousteau y la presidente Kirchner respondieron con una insultante intransigencia. Alberto Fernández aprendió la lección.

No abandonó el proyecto de subir un 3 por ciento las retenciones, pero convocó a un diálogo que los rurales todavía no aceptaron. Poco les importa a los insumisos sojeros que los pobres sean más pobres que en 2008 y que la responsabilidad sea compartida por tirios y troyanos.

Otros tiempos de vida y muerte. Frente a una muerte posible o probable, nos atraviesa una obsesión más poderosa que tres puntos de retenciones a la soja. La jerarquía de los problemas se reconfigura. Se altera nuestra percepción del tiempo.

Experimenté este sentimiento durante los peores años de la dictadura militar, cuando comer con amigos o ir al teatro podía significar una última vez. Seguramente lo experimentaron quienes se exiliaban, cuando, envueltos en el miedo, dormían su última noche en Argentina.

Vale la pena recordar esos momentos extremos, porque muestran la fuerza necesaria para atravesarlos y, luego, para que el recuerdo no se vuelva enloquecedor sino la prueba de que seguimos vivos. Otros muchos murieron. En un país donde hubo decenas de miles de muertos y desaparecidos, con solo 26.400.000 habitantes, la pandemia del terrorismo de Estado fue la más fuerte e incontrolable. En marzo de 1871, durante la presidencia de Sarmiento, la epidemia de fiebre amarilla dejó miles de muertos. Buenos Aires tenía menos de 200.000 habitantes.

En palabras de Ricardo Rojas, “en marzo se anotaron 4.800 defunciones; en abril, 7.500; más de 13.000 en 145 días, y a veces 500 por día, en una población todavía pequeña. Hasta los médicos alejáronse con horror; y una comisión popular formada por iniciativa del poeta Carlos Guido y Spano y el periodista Héctor Varela tomó a su cargo la asistencia de los enfermos y el entierro de los cadáveres, sin que dieran abasto las farmacias ni los cementerios”. Durante la epidemia de poliomielitis de 1956, todos los chicos andaban con pastillas de alcanfor colgadas del cuello, imaginando que si les tocaba la polio no irían nunca más a ninguna fiesta. Pero nada tenía esta dimensión mundial, de la que nos enteramos porque existen los medios de alcance planetario. En el pasado, todo transcurría en espacios cercanos que parecían ilusoriamente controlables. Las cosas han cambiado. Hoy, un partido de fútbol de cualquier copa tiene dimensión mundial como tienen esa dimensión los noviazgos de actores y actrices locales o internacionales de cuarta línea.

El planeta es nuestra patria imaginaria, en sus bendiciones y sus maldiciones, como esta pandemia. The Times de Londres tituló el viernes que el coronavirus regresará los próximos años y los británicos suspendieron todos los partidos de fútbol hasta el 3 de abril. En Francia se prohibieron las reuniones de más de cien personas. En Alemania, el responsable y serio Frankfurter Allgemeine afirma que, llegando mayo, la peste causará un lleno total de las plazas hospitalarias. Podría seguir hasta llenar páginas y páginas con noticias y datos similares. Mejor detenerse a pensar, porque las informaciones no faltan.

Camus, Camus, Camus. Desde mi punto de vista, los disparos teológico-metafísicos solo tienen densidad intelectual cuando se sostienen sobre pensamientos anteriores que conozcan ese registro como baqueanos. No fue sorprendente que Albert Camus escribiera La peste, como no sorprendería que Juan José Saer, de estar vivo y elegir hacerlo, escribiera una representación detallada y objetivista de la subjetividad atravesada por el miedo. Camus estaba entrenado en ese registro. Había escrito El extranjero, una novela donde la subjetividad se abruma hasta la anulación ante el mundo objetivo.

Sin citar tanto a Camus, como parece ser la moda local, Le Monde tituló: “Coronavirus, el mundo se encierra”. Un título si se quiere irónico, porque justamente en épocas donde la globalización nos había acostumbrado a pensar un mundo interdependiente más que nunca en la historia, de pronto, la peste nos pone otra vez frente a los límites físicos y materiales de nuestros cuerpos. Pensemos entonces en la muerte, en nuestra propia muerte. Algunas cosas se redimensionan. Por ejemplo, parecen empequeñecerse los argumentos de quienes protestan por los tres puntos de suba de la retención a la soja.

Es común que todos a quienes se sube la alícuota de un impuesto expongan desordenados argumentos de esta índole:

1) Que con “nuestro trabajo” construimos la riqueza de este país.

2) Que el Gobierno malgasta lo que nos saca.

3) Que somos un pilar de la Argentina.

La miseria y el egoísmo auto centrado de estas razones es evidente si pensamos en el contexto pavoroso de la pandemia, en los peligros que acechan a las familias más pobres y a quienes viven muy lejos de un hospital sin ser propietarios de una cuatro por cuatro, en la debilitada condición de los ancianos, en las necesidades de un sistema de salud al que no le sobra plata, ni camas, ni instrumental. Pero ¿por qué las razones mezquinas caen solo ante la amenaza de la muerte? ¿Por qué nos resulta imposible aceptarlas salvo cuando padecemos condiciones extremas? La pandemia puede ser una oportunidad para aquellos que no vamos a las iglesias, pero que necesitamos, tanto como los fieles, motivos que trasciendan los propios intereses para darle sustancia a la dimensión moral de nuestras vidas y actuar para que esa moral quede expresada en actos públicos y privados, si es que existen actos privados sin consecuencias. No lo creo.

 

(*) Este artículo de Opinión de Beatriz Sarlo fue publicado originalmente en el diario Perfil.

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