La forma en que crece el liderazgo de Alberto Fernández en medio de una tragedia horrorosa

Alberto Fernández junto a jefes militares

Por Ernesto Tenembaum (*)

En estos días terribles, en los Estados Unidos, la principal potencia del planeta, hay un debate violento sobre la capacidad de liderazgo de Donald Trump. Como se sabe, Trump subestimó el crecimiento de la pandemia semana tras semana, transmitió información falsa, acusó a los medios de comunicación y a la oposición de exagerar los riesgos para debilitarlo y decidió no escuchar a los expertos. “América necesita un líder: pero tiene un patán”, escribió, por ejemplo, Charles Blow en una columna de tapa del The New York Times.

La clásica verborragia del líder norteamericano -en la que siempre hay un enemigo presente: los latinos, los chinos, los demócratas, los periodistas- se reproduce en otros lugares del planeta. El británico Boris Johnson, por ejemplo, resistió al máximo las medidas de cuarentena hasta que, tras la escalada de contagios y muertes, se resignó a lo que parecía inevitable desde hacía semanas. Más cerca de la Argentina, Jair Bolsonaro parece decidido a potenciar al máximo los efectos letales del virus: organiza marchas en las que se abraza con sus seguidores, festeja cumpleaños multitudinarios de dos días de duración, cuando en el mundo ya hay un enfoque homogéneo sobre los efectos de esas bravuconadas.

Trump, Johnson y Bolsonaro tienen algunas características comunes. Ante muchas amenazas de la realidad, los tres reaccionan al contraataque, interpretan muy rápidamente que existe una conspiración contra ellos, combaten permanentemente a periodistas y opositores, desconfían de los expertos independientes. Son líderes que exacerban: no son líderes que calman. Ese método puede servir para resolver rencillas políticas cotidianas, y a veces ni siquiera eso. Pero su torpeza queda expuesta de manera muy cruel cuando hay una amenaza real. El enfoque del presidente argentino, Alberto Fernández, en los primeros dos meses de crisis ha sido diferente. Durante todo el mes de febrero hubo un debate interno en el gobierno sobre la gravedad de la crisis que se avecinaba. Como se sabe, el ministro de Salud, Ginés González García, era el más escéptico. Esa discusión se saldó con la convocatoria a un amplio grupo de epidemiólogos y virólogos que, en contacto con la comunidad científica mundial, y luego de la instalación del foco infeccioso en el Norte de Italia resolvieron apresurar la aplicación de medidas restrictivas extremas.

La relación con la oposición fue armónica durante toda la crisis. Ese tono fue reflejado en dos momentos clave. El domingo pasado, cuando Fernández anunció por cadena nacional las primeras medidas, rodeado de Axel Kicillof y Horacio Rodríguez Larreta, y el jueves, cuando dio inicio a la cuarentena. Los cuatro jefes de distritos que escoltaron a Fernández en ese momento histórico fueron el cristinista Kicillof, el macrista Rodríguez Larreta, el peronista conservador Omar Perotti, y el radical Gerardo Morales.

Para entender el significado simbólico de ese momento, basta comparar con lo ocurrido el día de la victoria del Frente de Todos, cuando Cristina Kirchner impidió que subieran al palco los gobernadores de su propia fuerza con quienes mantenía aun enconos. En este caso, en cambio, la amplitud fue máxima. Morales es un hombre odiado por un sector del Frente de Todos, porque fue quien impulsó la detención de Milagro Sala. Esa misma tarde, la Policía de la Ciudad, que responde a Rodríguez Larreta, había detenido a Juan Grabois. Fernández privilegió la relación institucional por encima de otras consideraciones. Mientras él hablaba, las cámaras difundían insistentemente la imagen del cordobés Juan Schiaretti, el único gobernador peronista que no apoyó a la fórmula de los Fernández.

Eso mismo ocurrió con los medios de comunicación. Fernández recibió en Olivos a los directivos de medios que, hasta hace poco, estaban enfrentados violentamente por la grieta. Entre los asistentes a la reunión estaba Jorge Fontevecchia, líder de editorial Perfil, con quien Fernández mantiene un conflicto personal desde hace 15 años.

-Quiero dar vuelta la página -dijo el Presidente.

Unos días después de esa reunión, se produjo una curiosidad: Página 12, Clarín y La Nación publicaron la misma tapa.

Es tentador explicar que todo esto es producto del miedo. Pero si una situación de angustia social es liderada por un energúmeno, como ocurre en los Estados Unidos o en Brasil, tal vez estas cosas no sucederían y todo tendería a agravarse rápidamente. ¿Cómo podría un presidente que humilla permanentemente a quienes no lo quieren convencerlos de que acepten una orden tan drástica como la cuarentena? ¿Por qué confiarían en el criterio de quien los trata como enemigos despreciables?

Esa pregunta, naturalmente, se extiende a Mauricio Macri y Cristina Kirchner, los dos presidentes que antecedieron a Fernández. De no ser por el drama que atraviesa al mundo, que la coloca en un lejano segundo plano, la conducta de la vicepresidenta en estos días merecería un debate muy serio sobre sus privilegios, su insensibilidad y sus obsesiones. Fernández, por ahora, gana por contraste con ellos: parece una persona normal, que está preocupada más por el destino de los habitantes de su país que por el suyo propio, o por lo que tal o cual periodista dice de él o por cumplir con extraños dogmas.

En cualquier caso, hay algunas preguntas que quedan muy atrás y otras nuevas, que marcarán la situación política en los próximos meses. ¿Quién manda: Cristina o Alberto?, no parece ser el interrogante del momento, como lo era hasta hace 15 días. ¿Qué se debe priorizar: el cuidado de la economía o la salud?, es otro de los dilemas que, con criterio o no, la humanidad resolvió a favor del segundo objetivo.

Pero hay muchas otras, y muy dramáticas. El viernes por la tarde, el gobierno tenía serias evidencias de que en algunas áreas del país, muy pobladas, la cuarentena había tenido un éxito muy parcial. Dadas las circunstancias, eso era un fracaso. ¿Hasta dónde el gobierno está decidido a usar las fuerzas de seguridad para que la sociedad entera obedezca? Si esa conducta no se logra eliminar con argumentos, no bastará con establecer el estado de sitio: tarde o temprano, la policía deberá aplicar algún tipo de fuerza. ¿Cuánta? Ese tremendo dilema será compartido por Fernández, Kicillof y Sergio Berni, un hombre extraño, que no pertenece a la categoría de los líderes que calman sino todo lo contrario.

La humanidad va hacia lugares poco explorados. El parate general obligará a los Estados a emitir cantidades gigantescas de dinero para que cada una de las personas en cuarentena tenga acceso a los bienes mínimos de subsistencia. Para que ese operativo funcione, esa emisión no debería trasladarse a los precios de alimentos y remedios. Los distintos gobiernos del mundo irán explorando medidas atípicas y formas de establecerlas: ingresos universales, precios máximos, castigos ejemplares a quienes los infrinjan, aplicación de leyes de abastecimiento que, en algunos casos, incluirán la expropiación de empresas. El economista Fernando Navajas recordó esta semana a John Galbraith, el economista canadiense que impuso medidas en esta dirección durante la presidencia de Franklin Delano Roosevelt en la Segunda Guerra Mundial.

Esas alternativas son parte de las que analiza el gobierno argentino, como la mayoría de los gobiernos del mundo occidental. Algunas de ellas ya se están aplicando y otras se aplicarán en diversa graduación. El Estado vuelve a estar presente como nunca antes. Difícilmente, esas exploraciones no tengan alguna consecuencia a largo plazo. No son pocas las personas que miran con horror, por ejemplo, el comportamiento que tuvo el mundo financiero en estos días. Se suponía que esos mercados eran buenos reguladores de la dirección del ahorro y la riqueza: al contrario, no dejan de causar desastres, uno tras otro, hasta el infinito.

Los sociólogos más optimistas han destacado, en los últimos años, que la humanidad había disminuido sensiblemente la pobreza, el analfabetismo, las grandes hambrunas, la frecuencia de las guerras de dimensión mundial y que había dejado atrás las pestes que devastaban sociedades enteras. No está claro aún si el coronavirus derrumbará este último logro: tal vez sea frenado a tiempo. Pero mientras se devela ese drama, las fronteras se han cerrado, la libertad de movimiento se ha terminado, policías, gendarmes y militares patrullan las calles de las democracias del mundo.

Por más calmo que permanezca un Presidente, está claro que su destino, ni el de los habitantes de su país, depende de sí mismo.

(*) Publicado en Infobae

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