Escuelas cerradas: la dificultad de comprender lo que hace el Presidente

Por Ernesto Tenembaum (*)

Los anuncios que hizo el presidente Alberto Fernández el viernes por la mañana incluyen, como se sabe, un componente político muy conflictivo: la decisión de mantener clausuradas las escuelas de la ciudad de Buenos Aires. Esa postura tiene una rigidez extrema. No admite matices, ni situaciones especiales. Entre el todo y la nada siempre hay alternativas. Acá no. Podría haber suspensión de clases presenciales en algunas edades y en otras no. Podría haber una reducción de la cantidad de horas y días que los alumnos asisten a los colegios. Podrían aplicarse regímenes distintos por zonas o por escuelas. Se podría salvar de las medidas a los niños que hayan manifestado especial dificultad para aprender durante el último ciclo lectivo, o a los más vulnerables en el terreno afectivo o privilegiar a las escuelas cuyos alumnos tengan menor acceso a la conectividad, establecer un régimen de una sola vez por semana, para que los niños tengan al menos un respiro o prohibir la asistencia a las escuelas a aquellos que vivan a más de diez cuadras, y no tengan otra opción que el transporte público. Cada una de esas medidas, o la combinación de todas ellas, reducirían fuertemente la circulación, que es, supuestamente, el bien a preservar.

Sin embargo, la decisión ha sido taxativa y tajante.

Las escuelas se cierran.

Todas.

Sin más.

Sin excepciones.

Esa decisión, la de no encontrar matices, sería fácil de entender si fuera congruente con el resto del enfoque sanitario. Eso sucedió, por ejemplo, en los comienzos de la pandemia. La inmensa mayoría de los negocios estaban cerrados. Las obras de construcción estaban paradas. Ahora no. Para entrar a un supermercado había que hacer largas colas. Ahora se ingresa libremente. Hay largas colas pero bajo techo en lugares semicerrados. Y eso frente a cepas que, como se sabe, son más contagiosas y letales. En aquellos tiempos los bares y restaurantes no podían atender a nadie, ni siquiera al aire libre, los colectivos y los trenes viajaban prácticamente vacíos, no había tránsito porque nadie tenía adónde ir, las plazas y los parques estaban clausurados, la policía era muy visible en las calles. Nada de eso ocurre en estos días. Así las cosas, en el día de ayer, un sábado hermoso, cualquiera pudo ver en las plazas, en las canchas de fútbol, en los bares, en los restaurantes –de la ciudad de Buenos Aires y también del conurbano—a millones de personas mezcladas de manera despreocupada. Los partidos de fútbol de todas las divisiones se jugarán normalmente. Pero el lunes, si se obedece lo que plantea el Presidente, las escuelas estarán cerradas.

El desafío que le plantea el crecimiento de los contagios al gobierno es indiscutible. La manera en que lo enfrenta, en cambio, no tiene una lógica tan clara. Durante los comienzos de la pandemia, el Presidente lideró un proceso muy largo de confinamientos sucesivos. Luego, cuando los casos bajaron, se relajó como el resto de la sociedad. Así, se sucedieron hechos simbólicos muy fuertes, como la despreocupación durante el velorio de Diego Armando Maradona o, la semana pasada, durante la despedida en Junín a Mario Meoni. Se tomaron decisiones económicas como la de gastar 60 mil millones de pesos en trabajadores en blanco y con salarios medios, cuando ese dinero podía haber sido necesario para financiar nuevos confinamientos. Se permitieron manifestaciones masivas. Volvieron las horas pico en el transporte. Nadie recordó que tal vez convenía invertir en que las ventanillas de los colectivos pudieran abrirse para ventilar. Se suspendieron las comunicaciones periódicas sobre la pandemia entre el Presidente y la población. La pandemia había cedido su lugar en la agenda a otros temas.

Hasta que, a fines de marzo, con el número de casos ya disparado, el gobierno tomó la increíble decisión de permitir que cada uno hiciera lo que quisiera en Semana Santa.

Es decir, hubo un Presidente que lideraba conductas muy restrictivas. Luego, vino otro que relajó fuertemente. Cuando, después de la inverosímil decisión de Semana Santa, la curva estalló, el Presidente volvió a cambiar. Pero ya no era el del principio. Ahora, hay un Presidente que, depende el área, es rígido, matizado o completamente flexible. Por poner sólo tres ejemplos: rígido cuando se trata de la escuela, matizado cuando se trata de bares y restaurantes, flexible cuando se trata de la industria de la construcción. Esa progresión, ¿refleja un error, una fijación o una escala de valores donde la economía está antes que la educación?

En toda esta seguidilla hay un asunto de compensaciones. Si todo lo demás permanece abierto, o casi abierto, es lógico que haya que cerrar completamente las escuelas. En cambio, si en el resto de las actividades se impusieran restricciones más severas, tal vez algunas aulas, menos veces por semana, para niños que viven cerca, o que tienen problemas serios de aprendizaje, o que no tienen conectividad, podrían permanecer abiertas. El cura villero Pepe Di Paola explicó, por ejemplo: “La presencialidad en nuestros barrios es esencial; la brecha educativa ya es demasiado grande”. ¿Hay alguna respuesta para ese planteo? Para las familias afectadas por la falta de educación de sus hijos es difícil de entender el contraste entre plazas llenas y escuelas vacías. ¿Qué entenderán los niños que ven cómo las personas comen pegadas en los restaurantes pero no pueden reunirse con sus amigos en los patios de las escuelas aunque más no sea un par de horas por semana? Más aún si se agrega que durante todo el año pasado, independientemente de la curva de evolución de los casos o de la cantidad de nuevos casos cada 100 mil habitantes por semana, las escuelas permanecieron siempre, todo el tiempo, cerradas, por disposición del gobierno nacional y en contra de la opinión de algunas jurisdicciones.

El contraste entre la rigidez en el área educativa y la flexibilidad en el resto habilita a preguntarse acerca de las razones por las que esto sucede. Una manera de entenderlo es que la decisión de cerrar las escuelas puede tomarla un gobierno muy fácilmente: se cierran y ya está. En cambio, no puede impedir que la gente se junte a jugar a la pelota en las plazas o viaje para ganar algo de dinero. Entonces, prohíbe lo que está a su alcance. Otra razón es que simplemente se trate de un conjunto de medidas que no fueron analizadas lo suficiente: le sucede a muchos gobiernos frente a un desafío tan dramático. Un tercer motivo obedecería a una escala de valores donde la economía está por delante de la educación.

En la peor de las hipótesis se podría incluir el cálculo político. Los políticos suelen atar el desempeño electoral a la situación económica. En los últimos meses, el gobierno se esperanzó con que el rebote económico, más potente de lo que se preveía, cambiaría el ánimo de una sociedad muy golpeada. Entonces, se resiste a imponer restricciones que desinflen esa recuperación. Pero tampoco puede dejar que todo siga igual en medio del desastre sanitario: entonces, las víctimas serían las escuelas. Finalmente, hay un elemento que no puede descartarse. Horacio Rodríguez Larreta es un adversario político de magnitud. Tal vez la decisión de cerrar las escuelas, y casi exclusivamente las escuelas, obedezca a la lógica de la provocación: buscar un conflicto –uno más—con Horacio Rodríguez Larreta para echarle finalmente la culpa de una tragedia que parece difícil de evitar.

Este recorrido tan errático conspira contra una virtud muy relevante del Presidente. Después de la inexplicable medida de Semana Santa, cuando la curva tomó una velocidad que parecía imparable, y las terapias intensivas empezaron a desbordar de pacientes, Fernández fue el único dirigente político que pegó un barquinazo y le dio una señal clara a la población sobre el peligro al que se exponía. Probablemente ese barquinazo haya sido tardío e insuficiente. Ya todos los países de la región sufrían el castigo de las nuevas cepas. Pero lo dio. El jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, en aquel momento, manifestó su desacuerdo incluso con la medida que limitaba la circulación durante la madrugada. Fernández luego tomó la decisión de forzar nuevas restricciones. No lo acompañó nadie. El resto de la dirigencia se opuso a los aspectos más conflictivos de la decisión, o, simplemente, calló. Ese barquinazo de Fernández, en alguna medida, evitó que las cosas fueran aún peores.

Un presidente es la pieza clave del funcionamiento de un sistema político. Fernández no es el hombre de “incansable” vocación por el diálogo, como le gusta definirse, ni tampoco un provocador y un patotero, o un sometido, como lo pintan sus detractores. Entre una cosa y las otras, hay un personaje más complejo. Ese personaje no ha logrado que la política articule una respuesta coherente frente a la dramática situación sanitaria.

Una guerra frívola e insensata continúa, mientras cientos de familia despiden, cada día, a sus seres queridos.

(*) Publicado en Infobae

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