El periodismo como factor de civilidad en la sociedad de castas

Por Fernando J. Ruiz (*)

Sergio Massa y Javier Milei coinciden en su desdén hacia el rol del periodismo, aunque ambos son expertos en aprovechar sus ventajas. Si bien Massa es tolerante en público de las críticas que recibe desde la prensa, tiene la estrategia pringosa en su relación con los medios que suelen tener los políticos profesionales con la que tienden a controlar esas críticas. Milei, por su parte, no disimula su furia ante las críticas, a pesar de sentirse heredero del filósofo inglés Jeremy Bentham, quien fue nada menos que el redactor del primer texto parecido a una ley de libertad de prensa en la América colonial. Se lo había pedido en 1808 el mismísimo Francisco de Miranda, el venezolano considerado el precursor de la independencia de nuestra América.

Las reacciones de Milei son difíciles de superar. Como cuando se enojó al aire con el periodista Carlos Gabetta: “No te pasés de salame, no te pasés conmigo que te estropeo, ignorante, vení a partirme la nariz, viejo acabado”. Es justo pensar que el auténtico Milei, que si gana nos representará en el mundo, está más cerca de esas reacciones que de la moderación actual, hija de su éxito que lo puso ante todos los focos.

Si lo hubiera escuchado otro de sus admirados en el panteón del liberalismo, Juan Bautista Alberdi, le habría preguntado: “¿Podrán ser Franklin en el gobierno quienes que son Quiroga en la prensa?”.

En sus referencias internacionales, ambos candidatos también están sospechados. Si bien él tiene otra visión del mundo, hay en el partido de Massa adoradores de enemigos de la prensa, como los gobiernos de Venezuela, Nicaragua, Cuba, Rusia o China; mientras, los líderes internacionales cercanos a Milei son denigradores seriales de periodistas. Trump enfrentado a The Washington Post y The New York Times, Bolsonaro contra la Folha de Sao Paulo o Bukele contra El Faro son una luz roja evidente.

Por eso, es legítimo que los periodistas tengan cierta prevención con los candidatos. Nada de esto es muy explícito en estas semanas, porque en las campañas electorales existe lo que los diplomáticos llaman ambigüedad constructiva. Los candidatos necesitan suturar discursos que tengan la dosis de ambigüedad necesaria para hacer votar juntos a los muy distintos.

Pero los periodistas no esperan recibir elogios de los políticos. Su rol es más bien ratificar que “el carácter de la democracia es llamar a los hombres y a las cosas por su nombre”, como decía el periodista Camille Desmoulin durante la Revolución Francesa.

El periodismo realiza una cierta defensa de la realidad y de las palabras, frente a los relatos cruzados de las campañas electorales, que son como la camanchaca, la densa neblina costera que a veces azota a las rutas chilenas.

Pero el periodismo populista también agrega niebla. La característica principal de este periodismo es que todo ratifica la inutilidad o perversidad del enemigo, no importan los detalles que moderan la contundencia de una afirmación, el argumento no tiene matices ni claroscuros. Es un periodismo de ratificación. Para hacer legible la realidad, el periodista populista la simplifica tanto que la oculta. En los principales canales de noticias, y en varios medios, los editoriales y las columnas parecen cada una un fragmento de una misma y monótona homilía.

Es curioso, pero el periodismo populista suele tener como objetivo principal la crítica a los partidos populistas. Es un periodismo moralista en el peor sentido, el de demonizar a personas y grupos sociales. Genera desconexión moral entre distintos sectores. Nos hunde en la polarización ideológica y nos empuja a la polarización afectiva: ya no solo pensamos lo opuesto, sino que además nos despreciamos. La sociedad, entonces, está dividida contra sí misma.

Es también un periodismo que odia a la política. El recientemente fallecido periodista Mario Wainfeld repetía que mientras los periodistas deportivos aman el fútbol, y los de espectáculos aman el teatro o el cine, muchos periodistas políticos desprecian la política.

Las víctimas favoritas de los populistas son los moderados. Y eso nos lleva a vivir tiempos crispados. Si en política se hace virtud del desprecio, es normal que gane el rey de la selva. Milei surgió en un debate público similar a “Titanes en el ring”, y a su alrededor emergieron más luchadores. De alguna forma, al estilo guerrero del discurso kirchnerista le salió un contradiscurso kirchnerista de derecha. Esto quiere decir que es evidente que hoy en política y en el periodismo el que se enoja gana. Sintoniza mejor con el clima colectivo. Pero el consejo del pensador indio Amartya Sen hubiera sido este: “La indignación puede usarse para motivar el pensamiento, no para reemplazarlo”.

Nuestro éxito en convertirnos en un país en acelerado proceso de subdesarrollo, en tiempos de paz, genera una angustia que envuelve tanto a los que más tienen como a los que menos. Por eso, es evidente que nuestro proceso público de resolución de problemas no está funcionando. El resultado final es que en la Argentina no hay una sola casta. Hay varias. Al romperse la movilidad social ascendente, las posiciones sociales tienden a ser estáticas, lo que nos acerca a una sociedad de castas. Corporaciones, privilegios, desigualdades brutales naturalizadas, hacen que nadie esté satisfecho.

Pero el populismo hipnotiza, arrastra, nos lleva hacia abismos desconocidos. Un populista en jefe como Juan Domingo Perón decía en una entrevista con Canal 13, en 1973: “Este es un país politizado, pero sin cultura política”.

Ahora la línea del horizonte es fluida. El riesgo de un gobierno de Massa es caer en los mismos laberintos paralizadores del gobierno de Alberto Fernández. Como dice, frustrado, un personaje en la serie danesa Borgen: “Llevamos cien días en el gobierno y ya nos parecemos al gobierno anterior”. Si se desacelera el ímpetu de la gestión, queda solo la estrategia de poner defensas perimetrales alrededor de un gobierno para que pueda terminar. Además, los casos Insaurralde y Chocolate no son aislados. Se presiente que son un pequeño fragmento de una estructura que aún esperamos que el Poder Judicial y el periodismo revelen, y que está en el núcleo de un gobierno de Massa.

Por su parte, el gran riesgo de un gobierno de Milei es espiralizar la crispación a niveles que nos mantengan bloqueados. Prepararse para gobernar es entrenarse para una jineteada de cuatro años, no apenas para un inicial despliegue de planes con una soleada foto de gabinete. Con los corcoveos iniciales, un programa puede quedar de lado. Fíjense nomás cómo ingresaron a su mandato los presidentes recientes Gustavo Petro y Gabriel Boric, y cómo están ahora.

Ante estos riesgos, el rol del periodismo en el país que viene es esencial. Su foco es convertirse en una fuerza de civilidad y moderación, obligada a no perder centralidad, aunque sea difícil conectar con una audiencia enojada. Vivimos en estas semanas procesos falaces de demonización simétrica por parte de periodistas con gran capacidad de comunicación. Pero es un momento de aguante, de resistencia, de no ceder en el respeto a las normas profesionales. Como diría quien fue gran editor de The Washington Post, Martin Baron, “no estamos en guerra, estamos trabajando” (we are not at war, we are at work). Es posible que luego las audiencias, que hoy dan la espalda a los moderados, agradezcan por haber persistido en el periodismo de calidad que es, en esencia, una fuerza moderadora.

En definitiva, los buenos periodistas saben que los medios no son el lugar donde se fabrican las religiones políticas. Los medios son en la vida pública más andamios que templos. Son los lugares del ensayo y el error, donde se prueban las ideas, donde los debates nunca terminan, donde conversamos, no donde rezamos. La fuerza del periodismo está en que se consume porque se duda, no porque se cree. Y si los periodistas no dudan no son periodistas.

 

(*) Profesor de Periodismo y Democracia de la Universidad Austral. Publicado en La Nación.

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