Por Fabiola Claret
El día anterior a la fiesta empezamos con los preparativos de la buseca. Mi viejo daba las indicaciones y los ayudantes cortábamos la verdura y los trozos de carne: mondongo, chorizo, variadas menudencias. Los ingredientes se iban mezclando en la olla de hierro, perfumando el aire del Club Bancario con la mística del encuentro. Papá lo condimentó sin mezquinarle, sabroso, bien picante y largó un comentario que quedaría resonando en su neurosis por mucho tiempo: ojo que no reviente algún viejo después del segundo plato.
El domingo, los preparativos empezaron temprano. Había que armar las mesas y decorarlas un poco, bricolaje casero y carteles de ocasión. Una Boda de Oro no se celebra dos veces en la vida. Casi todos los asistentes habíamos viajado varios kilómetros hasta el pueblo. Las familias tienen un principio y un desarrollo y ésta había comenzado 50 años antes en un caserío con variadas religiones e ideas extranjeras, tramado de inmigrantes llegados de los más diversos rincones del mundo.
El abuelo era descendiente de catalanes. Su madre, Rosa Amoros, había sido educada con modales anarquistas, a tal punto que antes de morir pidió que no la velaran en Urdinarrain porque los tanos copaban los velorios y te encomendaban a Dios aunque fueras ateo.
La abuela, en cambio, había nacido y crecido a pocos kilómetros en la colonia italiana, en la casa que la familia recuerda como la casa de los 40, porque albergaba a 40 personas de tres generaciones, vaya uno a saber en qué condiciones de higiene e intimidad pero con una profunda y arraigada fe católica que les aliviaba la carga de cualquier penuria.
Se conocieron en un baile en Parera. La abuela ya estaba un poco grande y encontrar un hombre en esa oportunidad tal vez fuera la última que tendría de casarse y tener hijos, como dios manda. Casados, se instalaron en Urdinarrain, donde les nacieron tres.
Cinco décadas después, el abuelo quiso una fiesta en la que lo más importante era que estuviéramos todas las personas vivas que él apreciaba de alguna forma, y supongo que la abuela también. Y la familia se organizó para cumplirle ese sueño. Poco a poco fue cayendo gente al baile: parientes de acá y de allá, los Tomassi de Concordia, los de Maciá, los nietos que estudiábamos en Paraná o en Santa Fe, el hijo del exilio en Suecia, familia y amigos de toda la vida. El día era un espectáculo, comimos a reventar y tomamos mucho vino. Hubo entusiastas números artísticos de dudosa calidad y algún recitado, regado con whisky.
A la siesta estábamos picantes, de sol y vinito. Algunos armamos un partido de fútbol, mixto, intergeneracional e internacional, amagando con bastante poca habilidad a la pelota. Más tranquilas, las señoras se ponían al día, intercambiando chismes y mates de té.
Che, vengan para las fotos, gritó Liliana y apuró la Norma. Habían armado una mesita con las tortas en un rincón soleado y protegido del viento. El abuelo, con saquito azul, pintaba una sonrisa radiante, seguramente feliz de habernos juntado a todos una vez en la vida.
¡Amontonate un poco más que no salís! ¡Vení Pochi, vení que te toca a vos! !Ahora los hijos, después las nueras! ¿Dónde están los nietos?. Un momento de oro, el viejo con esa sonrisa y al lado, prendida a su brazo la abuela chocha de la vida.
Y justo ahí, con toda la comitiva a punto con feliz aniversario en la punta de la lengua, el viejo se va cayendo al piso en cámara lenta, muerto de sopetón, el corazón conmocionado y la sonrisa firme en la boca. Por un instante el tiempo se detuvo y medio borrachos, no atinamos a nada. Alguien reaccionó al grito de ¡un médico! llamen a la ambulancia!
Recuerdo verlos a papá y a Horacio sentados en el piso, recostados en una de las columnas que sostenían el quincho. Se agarraban la cabeza para disimular el impacto, o quizá para que no les viéramos el llanto. Carlos no sé, estaría tratando de ponerle un poco de imposible sensatez al asunto. El médico sostuvo un rato las maniobras de reanimación hasta que tiró la toalla y nos dijo que vayamos llamando a lo de Fernández, para que apronten el servicio fúnebre. Alguien saco a la abuela de esa escena. Los demás, de a poco nos fuimos yendo a lo de algún pariente para componernos para lo que se venía. No recuerdo quién sugirió lo de cortar con la música, que el horno no estaba para bollos.
En un par de horas nos volvimos reunir los mismos en la sala velatoria. Llegaron las flores, “Con mucho pesar, fulanito de tal y familia”. “Querido esposo, padre y abuelo”. Llegaron los vecinos asiduos los velorios.
Fue la primera vez que transmuté de la euforia alegre de la fiesta a la pesadumbre incomprensible de las despedidas inesperadas, a la inoportuna irrupción de la muerte, inapelable, definitiva. ¿Inoportuna para quién? Qué mejor que morirse así de contento, viejo ladino, con el público para su último acto, despedido de todos y cada uno con el suvenir de su última feliz imagen con vida. Después del entierro cada uno fue volviendo a su vida con el recuerdo de una anécdota imborrable.
Quizás esa noche la abuela lloro apretando el rosario, para que le hicieran al viejo un lugar digno en el cielo, pese a las blasfemias y el ateísmo terco que se encargó de sembrar en la descendencia.
El abuelo se retiró con una jugada maestra, un pase de magia, un dos por uno indoloro, rápido, sin darnos tiempo para digerir el guisado de emociones que se cocinó ese día, una tras otra, del feliz feliz en tu vida al responso del sacerdote del pueblo que alguien considero oportuno llamar cuando las palabras del pariente que siempre se creyó cura pero nunca fue, empezaron a derivar por carriles sin sentido y a provocarnos risa. No es cuestión que se desmadre, comento la Chicha.
Gracias viejo loco por regalarme esa temprana visión de que entre la vida y la muerte suele anidar un instante eterno de felicidad.
Aclaración: debe haber tantas versiones de este hecho como testigos del mismo. Esta es una. Los invito a sumar sus recuerdos antes de que sea demasiado tarde.