Memoria Frágil y las víctimas de Diciembre del 2001

Víctimas

Cómo fue el violento diciembre de 2001 en Paraná.

De ANÁLISIS

Todo era un caos en diciembre de 2001. La mayoría de los empleados públicos hacía tres meses que no cobraba y los jubilados no recibían sus haberes desde agosto. No había dinero en plaza y el Estado solamente emitía bonos federales, que eran aceptados en pocos supermercados. “Tenemos hambre”, repetía la gente en cada uno de los lugares a los que iba a pedir algo para comer. Mientras tanto, en vez de adelantar la entrega de bolsones de alimentos a los más necesitados, los funcionarios de Acción Social del gobierno de Sergio Montiel optaron por mantener los tiempos previstos y respetar el cronograma.

El estallido no se hizo esperar. Primero explotó Concordia y a las pocas horas el caos llegó a Concepción del Uruguay, donde se desvalijaron comercios por primera vez en la historia. El efecto cascada hizo que Paraná se convirtiera luego en el centro de los saqueos de la provincia. Algunos pudieron entrar y llevarse comida de esos supermercados que nunca quisieron aceptar federales. Otros recibieron sólo balas de goma y gases lacrimógenos de los mismos policías que el día del estallido cobraron un alto porcentaje del salario de octubre.

La reacción no se produjo solamente en las capas más humildes, sino que abarcó a sectores sociales superiores.

El gobernador Montiel estaba feliz por la dimisión del titular del Palacio de Hacienda, Domingo Cavallo. Tres días antes había manifestado que vislumbraba “un positivo panorama para el año 2002”. Y esa misma noche del 20 de diciembre, pese a los continuos saqueos y desórdenes en la provincia, dijo que la situación en Entre Ríos era “de tranquilidad”, aunque aseguró que había numerosos policías heridos y más de cien detenidos.

“Había una gran tensión social, política y económica”, recordó Enrique Carbó, ex ministro de Gobierno. Dijo que los estallidos de 19 y 20 de diciembre no fueron algo “espontáneo” sino premeditado. “Los saqueos fueron algo dirigido”, subrayó. “Había gente con necesidades y gente que iba a producir lo que estaban buscando. Lo dijo en 2012 Cristina Kirchner cuando reconoció que fue una ingeniería del justicialismo. Enfrentamos un proceso de destitución”, definió.

Alejandro Sologuren, dirigente de la Corriente Clasista y Combativa (CCC) recordó que “el gobierno no abría las manos”. “Es más, declararon el estado de sitio. Corrían rumores que entregarían bolsones pero eso no sucedió”, lamentó.

Hasta el décimo piso del edificio donde vivía, en pleno Parque Urquiza, no llegaba el sonido seco de las itakas de los policías reprimiendo en los supermercados, aunque tal vez desde lo alto Montiel podía apreciar que los fogonazos en la zona de Wal Mart no tenían relación con la cercana fiesta navideña. Afuera era un caos como nunca se había vivido en Entre Ríos en los últimos veinte años.

La bronca fue creciendo con el correr de los días, alimentada por la constante falta de respuestas. El gobernador minimizó primero lo planteado por los intendentes del norte provincial. Tampoco le dio demasiada importancia a los reclamos del intendente de Concordia, Hernán Orduna (PJ). En esa ciudad la situación social explotó, pero Orduna nunca obtuvo la atención de los integrantes del gobierno entrerriano. Nadie quiso saber demasiado y sólo hubo algunas declaraciones circunstanciales, como para tranquilizar por unos días las aguas turbulentas en una población que en los últimos años siempre tuvo una desocupación que rondó el treinta por ciento, aunque el Instituto Nacional de Estadística y Censo (Indec) nunca le reconoció más de veinte.

“Fue un diciembre sangriento, trágico. La situación desde el punto de vista socioeconómico era muy grave. De tarde nos enteramos que una nena del Maccaronne fue herida y estaba en el hospital. Nosotros integrábamos la Multisectorial en Defensa de Entre Ríos y su Pueblo. Nos movilizábamos a diario en contra de las políticas de hambre, ajuste y represión. Iba a las comisarías donde había chicos, nenas y ancianos detenidos y golpeados. Eso ocurría en Paraná. Incluso los trabajadores que nos movilizábamos fuimos reprimidos”, describió el abogado de Derechos Humanos, José Iparraguirre.

El ex presidente de la Cámara de Diputados, Julio Rodríguez Signes, contó que elaboraron un documento de respaldo al gobierno provincial. “Habíamos firmantes de todos los partidos con representación legislativa”, acotó. “Eso fue a la tarde y de tardecita había manifestaciones en toda la ciudad”.

Carbó descartó que alguien haya dado instrucciones de reprimir. “Cómo sucedió el hecho, es una cuestión importante en su magnitud política. Cargamos con muertes y eso es algo que nos pesa a todos. El día 20 de diciembre estaba en Buenos Aires con el gobernador Sergio Montiel, porque ante la gravedad habían convocado a todos los gobernadores y ministros”.

Los saqueos empezaron en Concordia y resultaron incontrolables. Primero fueron los supermercados, pero cuando no alcanzó la mercadería se avanzó sobre los pequeños almacenes, donde la crisis se siente como en las casas de quienes saqueaban. A las pocas horas se contagió la tranquila Concepción del Uruguay, donde no quedó ni un supermercado sin desvalijar en la madrugada del martes. También se aprovechó una situación: buena parte de los policías estaban vigilando el corte de la ruta 14, donde protestaban los productores a los que el gobierno tampoco quería escuchar. “Ahora vamos por los mercaditos”, fue la advertencia de la gente, por lo cual el Centro Comercial salió a pedir el estado de sitio mucho antes de que el Presidente Fernando de la Rúa firmara el decreto correspondiente. Prefectura Naval y Gendarmería Nacional tuvieron que hacerse cargo del control de la ciudad, por expresa solicitud del intendente, José Eduardo Lauritto (PJ), que horas antes de los saqueos había pagado los sueldos de noviembre; es decir, con menos atraso que el gobierno provincial. Gualeguaychú no estuvo al margen, pese a las cuentas equilibradas y a veces superavitarias que logró su jefe municipal, Emilio Martínez Garbino (PJ). Las concentraciones se produjeron en los supermercados de la cadena Norte. Hubo balas de goma hasta que a los policías se les terminaron las municiones. La instancia de negociación hizo que se entregaran trescientos cincuenta bolsones de alimentos, aunque casi nueve horas después de los hechos. Pero hubo un grupo que no quiso transar; fueron los que llegaron hasta la zona céntrica de la ciudad y rompieron varias vidrieras, por lo cual terminaron treinta personas detenidas y cerca de diez policías heridos.

Más allá de los dichos de Montiel, la espontaneidad de los intentos de saqueo y de los saqueos en sí fue una constante en Paraná. No quedó supermercado sin gente en la puerta, pugnando por ingresar. Hubo una característica común: en ningún momento apareció dirigente o funcionario alguno para mediar en las situaciones. Tal vez, temían algún tipo de reprimenda, ya que los hombres de la clase política fueron los más fustigados a la hora de buscar responsables.

En cada uno de los supermercados, primero se le prometía a la gente que si tenía “paciencia” iba a llegar “de un momento a otro” un camión del Ministerio de Acción Social de la provincia para entregar bolsones de alimentos. La información de los bolsones siempre la comunicaba personal policial a cargo de los operativos de control que se hacían, pero la mercadería nunca llegó. Los hombres del oficialismo, de alguna manera, se despreocuparon y dejaron el problema para resolución de los supermercados, donde no existen gerentes zonales, sino que, por pertenecer a grandes cadenas, simplemente se reciben órdenes desde Capital Federal o Rosario. En algunos casos, la actitud omisa sonó a vendetta. Muchas de las empresas atacadas fueron -salvo Coto- las que no aceptaban los bonos federales emitidos por el gobierno, lo que provocó un particular desagrado en buena parte de la población, que únicamente giraba en sus operaciones hogareñas en torno a la moneda dispuesta por el Poder Ejecutivo entrerriano.

Coto fue también uno de los lugares más custodiados, no solamente por la Policía, sino por personal de seguridad privada que se apostó en los techos. Pero hubo una particularidad: la mayoría de los empleados hombres, a puertas cerradas, estaban provistos de largos palos para resistir, si era necesario, ante cualquier ataque externo. Al poco tiempo, fueron despedidos más de veinte trabajadores por el plan de ajuste. El supermercado que menos problemas registró fue Plaza Vea, de la cadena Disco. Apenas se emitieron los bonos federales, la empresa firmó un acuerdo con el gobierno para venderle al público con las letras entrerrianas y lograr un rápido cambio por pesos. Claro que nadie controló el sobreprecio aplicado en cada uno de los productos de góndola, pese a que lograban convertir los bonos a las pocas semanas. El hecho motivó incluso que surgieran versiones sobre las supuestas relaciones de negocios de algunos hombres cercanos a Montiel con los dueños del supermercado, lo que explicaba los privilegios

La Policía contuvo buena parte de las avalanchas en busca de comida, pero en algunos casos miró para otro lado, tal como sucedió en el supermercado Norte de avenida Don Bosco, donde familias enteras ingresaron y se llevaron la totalidad de la mercadería de las góndolas y los depósitos. No pudieron avanzar demasiado en Wal Mart -donde ayudó el cerco perimetral, que fue tumbado en gran medida-, como así tampoco en Los Hermanitos de la intersección de las calles General Galán y José María Paz. Ese lugar, ubicado en pleno corazón del barrio San Agustín, se convirtió en uno de los más conflictivos. En principio, habían aceptado el acceso de la gente para retirar comida, pero la sorpresiva irrupción de una bandita de muchachones, comandada por el conocido Gabriel Massat (uno de los delincuentes con más frondoso prontuario en Paraná e involucrado en el crimen de la abogada Dalma Otero, ocurrido en 1997), rompió los códigos y por ende fueron sacados a los tiros limpios por el personal policial, apostado con itakas y balas de goma.

La situación se puso tensa cuando la banda se replegó y comenzó a producir una verdadera lluvia de piedras, algunas de las cuales terminaron de destrozar los vidrios del supermercado, donde también se apostaron policías y efectuaron numerosos disparos desde adentro. La gente utilizaba como escudo cada camión que pasaba por la esquina, para así atacar. Muchos formaron una barricada y no tenían problemas en orinar los gases lacrimógenos cuando llegaban al terreno delimitado.

La guardia de Infantería –todos con chalecos antibalas- reprimió con disparos de goma y gases, mientras toda la situación era controlada por el helicóptero Bell Ranger de la Policía. Por lo menos en esa zona, los uniformados trataron de moverse con cuidado; se reprimía el ataque solamente y siempre con balas de goma, a una distancia superior a los sesenta metros. La única excepción la constituyeron las actitudes alocadas e inconcebibles de integrantes de la División Investigaciones, quienes cada tanto pasaban en un Fiat Duna color rojo y efectuaban disparos sobre la muchedumbre. Incluso, cerca de las 22.30 de ese 20 de diciembre, cuando sus propios camaradas estaban negociando la entrega de bolsones, descendió uno de los agentes de civil de Investigaciones y comenzó a gatillar sin control y a corta distancia -desde calle Galán- sobre hombres, mujeres y niños, y no dudó en hacer alarde de su actitud.

La negociación no avanzó más, producto de irracionalidades de parte de algunos activistas -que rompían vidrios mientras se trataba de lograr algún acuerdo-, como así también de determinados policías, que utilizaban su arma con una impunidad inconcebible, sin importar quién estaba delante. Muchos de esos activistas no eran vecinos barriales, sino infiltrados de la propia fuerza, que estaban allí para fogonear los saqueos y justificar la represión indiscriminada. La noche siguió entre corridas. Paraná era lo más parecido a una ciudad sitiada en la madrugada del jueves. Autos y carros policiales iban y venían por diferentes barrios, detrás de los saqueadores que, ante el control de los uniformados en los grandes supermercados, optaron por atacar los pequeños comercios. Hubo mucha bala de goma, especialmente en inmediaciones al puente de Avenida de las Américas. Varios policías estaban agotados de tanto gatillar. Seguramente nunca en su vida efectuaron semejante cantidad de disparos. La mayoría no dormía desde la noche del 18; estaban mal alimentados y un gran lote de agentes provenía del interior.

Las muertes del 20 de diciembre

Eloísa

Pero empezaron a aparecer las otras víctimas. Las reprimidas y asesinadas. El golpeado barrio Maccarone fue el primero en estar de luto. Ese viernes 21 de diciembre, a las 3.30 de la madrugada, el joven padre recibió el cuerpo de su niña y casi se descompuso de dolor. Como consecuencia de la bala calibre 9 milímetros que le atravesó la cabeza y por la autopsia realizada en la morgue de Oro Verde, el rostro de la chica estaba morado.

Eloísa Paniagua había cumplido trece años hacía poco más de cinco meses. Su pequeño cuerpo tenía aún las manchas de sangre en el pantalón gastado y en la remera blanca de hilo. Entre sollozos y preguntas sin respuesta, la chica fue llevada hasta su pequeña casa, casi pegada a la barranca, en el conocido barrio paranaense donde a diario conviven la marginalidad, el hambre, el dolor y el desempleo. El olor a muerte impregnó de nuevo las paredes de la vivienda. Dos años antes se había ido la madre de Eloísa, como consecuencia de un cáncer, y la pequeña se hizo cargo de sus cinco hermanitos, de entre tres y cinco años. Su padre miró al cielo como pidiendo compasión y buscó desesperado algunos ojos cómplices, que esta vez no pudo encontrar. No fue como antes, cuando las lágrimas de Eloísa le dieron la fuerza suficiente para sepultar a su joven mujer, Rosa Valenzuela, y seguir adelante.

“En la radio de un dirigente justicialista estaban diciendo que darían bolsones y nada que ver”, recordó Julián Paniagua, papá de Eloísa. “Nos dijeron que en el Parque Berduc habían baleado a un pibe. Fuimos y ya la habían cargado a Eloísa”, agregó. “Cuando llegamos al hospital y me dijeron eso, se me cayó el cielo encima. No entiendo mucho qué pasó en el cuerpo de ella”.

La abogada Rosario Romero, representante legal en ese entonces de Julián Paniagua, describió cómo fue la violenta situación que terminó con la vida de la niña de 13 años.

“Traumatismo de cráneo encefálico”, fueron las frías palabras escritas por uno de los médicos. “Un proyectil de arma de fuego, que labró en el cerebro un túnel amplio con desgarros del tejido noble cerebral, acompañado de fracturas de huesos del cráneo”, fue el resultado de la locura y la irracionalidad de un hombre de la fuerza policial entrerriana.

Eloísa estaba en el féretro con su pantalón nuevo. Se lo había regalado su padre luego de ver las notas de la escuela. Hasta tenía un diez en Formación Ética y Ciudadana. La chica nunca pudo disfrutar ese jean; lo iba a estrenar en Navidad y sólo alcanzó a probárselo un día antes de morir.

El desfile de amigos era incesante en el barrio. Nadie podía creer lo que había ocurrido. La pequeña era un ejemplo para todos. No sólo cuidaba a sus hermanos desde que se levantaban hasta que se acostaban, sino que, además, se hacía tiempo para ayudar al padre Alejandro en la parroquia, donde servía la leche a cada uno de los chicos que concurren a diario. A la misma hora en que la estaban velando, los representantes del poder –los mismos que felicitaron a la Policía por su accionar represivo contra los saqueadores- salieron raudamente, triunfantes, de la Casa del Partido de la Unión Cívica Radical. Tomados del brazo, avanzaron desafiantes en una marcha a pie. Estaban a no más de diez cuadras del dolor de los Paniagua. El grupo avanzó rodeado de policías de civil que se habían apostado en horas previas en las adyacencias de la sede radical. Montiel hizo la marcha -como dijo en la rueda de prensa- en “defensa de este partido, de este gobierno, esta democracia, estas instituciones”. Era la forma de repudiar la quema de la puerta de la Casa Gris -a manos de militantes de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE)- y de demostrar que su gestión aún estaba viva; que la caída del Presidente Fernando de la Rúa era un episodio que ni siquiera rozaba a la administración entrerriana.

Eloísa tenía otra actividad esa semana, pero prefirió no cumplirla: debía viajar a Buenos Aires con un grupo de la parroquia del barrio y no fue porque no quería descuidar a sus hermanitos. Sus compañeros iban a regresar el jueves 20 a la noche. La chica se levantó temprano ese día. La mayoría de la gente del barrio -hombres, mujeres y niños- había partido minutos antes hacia el supermercado de calle San Juan, que alguna vez perteneció a la familia Abud, porque en una radio de Paraná estaban diciendo que repartían bolsones de comida. Ni ella ni los otros niños que la acompañaban llegaron hasta el supermercado, distante a no más de siete cuadras del barrio en que vivían. Cuando estaban a doscientos metros, se asustaron por los tiros que se escuchaban -provenientes de la guardia de Infantería de la Policía- y las corridas de los vecinos. Los habitantes del Maccarone que llegaron hasta las inmediaciones del supermercado fueron interceptados por personal de la Comisaría Octava. Concurrieron en dos oportunidades al lugar. La primera vez fue después de las ocho. En ese grupo estaba Julián Paniagua, padre de Eloísa. Fue a las once y media cuando los habitantes del Maccarone escucharon por una emisora local que había “un camión en calle San Juan, cerca de la feria, repartiendo alimentos”. Se reorganizaron y retornaron a la zona del supermercado Norte. El comisario Dreise los interceptó y les dijo que era “una falsa alarma”. Los insultos se volvieron a escuchar.

Los vecinos dispusieron que todos se sacaran las remeras para que los policías comprobaran que ninguno llevaba armas en la cintura, pero el clima estaba cada vez más tenso. Era casi el mediodía y desde temprano escuchaban que en diferentes puntos de Paraná y la provincia se estaban organizando para repartir comida y aquietar el grave conflicto social suscitado en distintos lugares. Fue en ese marco que llegó un camión de Gendarmería Nacional, del que bajaron numerosos efectivos, con largos bastones. Enseguida pusieron en foco al grupo del Maccarone. Hombres, mujeres y niños comenzaron a correr desesperadamente, más cuando se sumaron los gases lacrimógenos arrojados por policías. Gendarmería actuó por pedido expreso del ministro de Gobierno, Enrique Carbó, al secretario de Seguridad de la Nación, Enrique Mathov, ante el desborde de la situación.

Con esa gente que huía se encontró Eloísa, en inmediaciones de la Feria de Salta y Nogoyá. “Las mujeres y los chicos, al Parque Berduc; los hombres, por calle Salta, Moreno y luego al barrio”, fueron las directivas. Se trataba de un método que usaban los vecinos cada vez que se producía una razzia. El objetivo era que los policías siguieran solamente a los hombres, pero un reducido grupo de efectivos de la Comisaría Octava optó también por ir tras los más débiles. Mujeres y niños habían ingresado corriendo al Parque Berduc por la puerta principal, para desde allí acceder rápidamente al Maccarone, ya que el predio no tiene cerco perimetral.

Cuando llegaron a la pista de atletismo del lugar observaron que ingresaba un Fiat Duna color blanco, perteneciente a la Octava. Una sola persona iba adentro. El policía detuvo la marcha de su vehículo, se bajó y se acomodó para tirarle a la gente. La escena era patética: el uniformado estiró su brazo derecho, lo sostuvo con el izquierdo y comenzó a apretar el gatillo de su pistola reglamentaria 9 milímetros, como si estuviera en una práctica de tiro al blanco. Todos corrían de espaldas al policía, a unos quince metros de distancia. Había que llegar a la barranca, ubicada a no más de diez metros, y saltar para salir de la línea de fuego.

Eloísa dio algunas volteretas –consecuencia del impacto- se precipitó de boca y no se movió más. Se había retrasado un poco esperando a su hermano Brian. El cuerpito de Eloísa quedó desparramado sobre la pista de atletismo, en proximidades al cajón de salto. Su tío Lázaro -que los había acompañado en el trayecto, ya que no siguió la estrategia de los hombres del barrio- fue el primero en llegar a socorrerla; de hecho, según su cálculo, la bala rozó su frente y luego hirió a Eloísa. Cuando la dio vuelta se encontró con el rostro ensangrentado de la niña. Le salía sangre de la parte superior de la cabeza y también por la boca.

El cabo Silvio Martínez recién tomó conciencia de lo que había provocado cuando vio el cráneo destrozado de la niña, que ya prácticamente no se movía. Incluso, se bajó la visera de la gorra, como para que no lo reconocieran los familiares directos, que únicamente pensaban en ver cómo le salvaban la vida a la pequeña. El policía no tuvo margen: se subió al automóvil y llevó a Eloísa hasta el hospital San Roque, el mismo lugar en que la niña había nacido, en junio de 1988. Dreise se quedó en el Berduc, junto al cabo Jesús Nazareno Acosta. El y Martínez estaban de guardia desde las ocho de la mañana de ese día. Eloísa falleció a las ocho de la noche del jueves 20 de diciembre.

Romina

La ciudad estaba conmocionada por lo ocurrido. La adolescente del barrio Maccarone no era la única víctima.

Ese mismo día murió Romina Iturain, de quince años, quien fue alcanzada por una bala perdida en la zona de Wal Mart. Allí la Policía reprimió duramente los intentos de saqueo, que se repitieron en buena parte de los supermercados de Paraná y la provincia. Y en el Comité Provincial sabían de las dos muertes antes de realizar la cuestionada marcha política hasta la Casa Gris.

Romina Iturain llamó a su prima a las 10.20 de ese jueves, para avisarle que le llevaría un regalo por lo que le ayudó en la escuela, para pasar a tercer año de la Escuela 91 de La Baxada, según le dijo a su padre, Mario Iturain, empleado de la Municipalidad de Paraná, siempre conocido por ser quien mantenía con sumo cuidado el reloj del frente del edificio comunal. Ir a lo de su prima era lo más parecido a un día de campo para ella. La humilde casa, en la zona de Bajada Grande -un lugar con sectores muy pobres-, estaba rodeada de un maizal y una pradera, a no más de 600 metros del inmenso local de Wal Mart. El clima estaba un poco denso en la zona, pero ellos se sentían tranquilos por la distancia con el hipermercado de origen norteamericano, que había cerrado sus puertas y desplegado su gente de seguridad. Muchos custodios estaban ubicados en los techos, provistos de armas largas.

Nadie tomó conciencia de que en las inmediaciones había una verdadera batalla campal. En la zona estaban desplegados más de cien efectivos de diversas comisarías, el Comando Radioeléctrico, el Grupo de Operaciones Especiales, la Policía Montada e Investigaciones. Era el operativo de mayor magnitud desarrollado en un sector de Paraná y se le sumaba la seguridad privada de Wal Mart, conformada por un total de diecisiete personas pertenecientes a la empresa Segu Car.

Los vecinos del barrio esperaban respuestas desde las siete de la mañana de parte de los gerentes del supermercado. Apenas se podían ubicar a cien metros del cerco perimetral que tiene el predio, que se encuentra a unos doscientos metros de la planta cubierta. Las respuestas nunca llegaron. Cerca de las 15.30 alguien dio la orden de reprimir. Comenzaron los tiros desde los techos de Wal Mart -donde había personal policial y de seguridad privada-, pero también disparaban los efectivos que se desplegaron en las adyacencias. Hubo quienes trataron de hacerles frente, arrojando piedras, pero la mayoría comenzó a correr en forma alocada, tratando de sobrevivir a la fuerte embestida. Andrea, la prima de Romina, alcanzó a ver que las primeras que llegaron desesperadamente hasta la zona de su casa fueron unas veinte mujeres. A los pocos segundos, también se sumaron algunos jóvenes. La Policía los había cercado de tal manera, con patrulleros, móviles y caballos, que prácticamente no les dejó salida. Los uniformados no paraban de disparar, pese al pedido de los vecinos. Las balas -muchas de ellas provistas por los directivos del supermercado, como apoyo a la causa- pasaban silbando por cada una de sus casas y cabezas.

La gente empezó a ingresar por todas partes al predio de los Iturain. La gran mayoría se arrojaba al maizal, tratando de salvar su vida. Carlos, hermano de Andrea, alcanzó a ver un chispazo sobre la mesa colorada, pero no le dio demasiada importancia. Ingresaron raudamente al living y se sorprendió con las gotas de sangre que vio. Todo fue en una ráfaga de segundos. Romina, que iba delante de ella, se cayó al suelo y quedó debajo de un espejo.

Romina alcanzó a mirarla fijo, con los ojos desorbitados, como pidiéndole auxilio, pero no le contestó. Ya no podía emitir sonido. Andrea vio que le salía demasiada sangre. Allí entró en razón de que una bala la había herido gravemente. El proyectil, de una pistola calibre 9 milímetros, le atravesó el pulmón y quedó incrustado en el ladrillo hueco de la vivienda, según se pudo determinar minutos después. La joven empezó a pedir ayuda a los gritos. Carlos fue el primero que llegó para asistirla. Tomó a Romina con los brazos, para levantarla, y le ordenó a su hermana que llamara a una ambulancia. El teléfono daba siempre ocupado. No esperó más y salió alterado, tratando de encontrar algún vehículo que pudiera llevarla hasta el Hospital San Martín. Con los únicos que se encontró fue con unos policías. Uno de ellos se apiadó de la situación. Se puso unos guantes descartables, le tocó el cuello para ver si tenía pulso y le dijo que ya llegaba una ambulancia. Suavemente, puso a Romina sobre el asfalto. A la joven no le dejaba de salir sangre por la boca y la nariz. A los pocos minutos llegó la ambulancia; su hermana se había podido comunicar. El policía ayudó a cargar a la chica. Cuando llegaron al hospital se encargó de bajarla y la dejó en la camilla de una salita. Romina no llegó viva: la bala de la muerte había provocado demasiadas heridas y derivó en una hemorragia.

“Éramos un grupo de abogados que circulábamos por las comisarías en busca de la gente detenida. En el caso de Eloísa, al contacto me lo hizo una periodista. En el caso de Romina me contactó directamente Mario Iturain, el papá. Desde ahí me convertí en la persona que los representó legalmente”, contó Rosario Romero.

Mario Iturain no encontraba consuelo. Pocas horas antes, su hija le había estampado un beso y quedaron en que la iba a buscar a la tardecita. Iturain sacó fuerzas de algún lugar, buscó un teléfono y se comunicó con su exesposa, en Buenos Aires, para contarle lo ocurrido. La madre de Romina ya había escuchado la noticia por la televisión. Paraná, con sus dos muertes trágicas -específicamente la de dos pequeñas-, ya era una de las ciudades del interior del país con mayor número de víctimas como consecuencia de los hechos del 20 de diciembre.

Los primeros que reaccionaron fueron los dirigentes y militantes de ATE-Entre Ríos. La desazón por las muertes era muy fuerte. Se juntaron en la puerta del gremio y fueron marchando hasta la Casa de Gobierno. La columna de ATE, de no más de doscientas personas, llegó hasta la puerta de la Casa Gris. Desde algunos vehículos bajaron cubiertas, las encendieron y se lanzó una bomba molotov. La puerta comenzó a arder intensamente. Del lado de adentro del edificio había no menos de cien policías formados. Ninguno hizo nada para apagar el incendio. Recién comenzaron a movilizarse cuando pasaron por el lugar el fiscal de Estado, Sergio Avero, y el entonces asesor de Montiel, Miguel Rettore. Avero quedó pálido. Los intentos fueron en vano: la mayoría de los extinguidores no funcionaban. La puerta se quemó, fundamentalmente, por la apatía de policías y bomberos, que recién trataron de sofocar el fuego cuando el daño era irreversible. La guardia de Infantería llegó al lugar y comenzó a dispersar a los manifestantes con balas de goma y gases lacrimógenos. La corrida fue la respuesta. Muchos terminaron escondiéndose en la Parroquia San Miguel, pese a los reclamos de los curas, que les pedían que abandonaran de inmediato el lugar. Otros, se guarecieron en el Automóvil Club Argentino o en determinados lugares de la plaza Alvear.

Que Romina Iturain había sido muerta por los manifestantes y no por los hombres de la fuerza, fue lo primero que señaló la Policía. Más de un funcionario abonó incluso esa versión. La bala asesina fue una de las primeras cuestiones que la entonces jueza de Instrucción Susana Medina de Rizzo aclaró, porque delante de ella, el mismo día de la muerte de la pequeña, un oficial de la fuerza encontró el proyectil 9 milímetros incrustado en un ladrillo hueco de la casa de los Iturain. Pero cuando pidió la investigación de las armas, le enviaron un detalle de más de cien pistolas que habían participado en el operativo y la pericia resultó imposible. Incluso, no se tuvieron en cuenta las armas sacadas del Servicio Penitenciario de Entre Ríos y utilizadas en la represión, tal como lo denunciaron, al poco tiempo, exguardiacárceles dejados en disponibilidad. A los pocos días, el jefe de Policía, Victoriano Ojeda, recibió una carta de directivos de Wal Mart. En la misiva –que estaba dirigida al comisario general Jorge Cabrera- se agradecía “la diligente e idónea tarea” desarrollada en inmediaciones del hipermercado, “evitando poner en riesgo la vida del cliente y empleado de la compañía”.

“Después de conocidas las muertes de Eloísa y Romina, hicimos una marcha a la Casa de Gobierno. Se quemó la puerta. Hubo seguidamente una marcha política de la Casa del Partido Radical a la Casa de Gobierno. No hubo respuesta por las muertes, ni siquiera lo que la corrección política indica”, evaluó Edgardo Massarotti, ex secretario general de la Asociación Trabajadores del Estado (ATE).

José Daniel

Sergio Montiel no podía creer la noticia que le daban desde la Policía, el 31 de diciembre de 2001. Apenas habían pasado las 21 cuando le avisaron por teléfono que habían encontrado el cadáver de José Daniel Rodríguez, a quien se había visto por última vez en la revuelta del 20 de diciembre, cuando los vecinos intentaron ingresar al predio de Wal Mart, para obtener alimentos. El joven, de 25 años, apareció casi momificado en un pastizal del nuevo Parque Urquiza. El cuerpo estaba debajo de tres cubiertas de automóvil y tenía dos disparos cerca del tórax. Lo encontró un ciclista que pasaba y sintió el olor. Es decir, lo que no percibieron los patrulleros que diariamente recorrían el lugar en esos días de convulsión. El cuerpo de Rodríguez se halló a no más de doscientos metros de donde lo vieron con vida por última vez.

José Daniel Rodríguez vivía en la precaria casa de su amiga, Carina Salcedo, en barrio Mosconi. La mujer le hacía dado una habitación para que pudiera dormir, después de las changas que realizaba en la zona o de las tareas nocturnas de cirujeo que hacía para sobrevivir. Había llegado a Paraná en 1998, procedente de Buenos Aires. Allí vivió varios años con una especie de familia sustituta que también le dio su lugar. Venía de una infancia dura, ya que fue abandonado de pequeño por sus padres, pero nunca mostró resentimiento. Al contrario: siempre tenía la mano extendida, el abrazo presto y la sonrisa en los labios.

Apenas llegó pudo llenar las planillas para cobrar un Plan Trabajar y luego se enroló en la Corriente Clasista y Combativa. El miércoles 19 de diciembre se lo vio integrando el grupo que llegó a la mañana a las puertas del supermercado Abud, de calle Irigoyen. Hasta allí se había trasladado bastante gente e incluso empleados del Hospital San Martín y delegados gremiales de ATE trataron de hacer algunas gestiones para lograr alimentos. El jueves José Daniel apareció en la zona de Wal Mart. Era uno de los que corría desesperadamente, en un grupo de alrededor de doscientas personas asustadas por los tiros cruzados de la Policía y del personal del supermercado.

“Cuando José Daniel conseguía bolsones los llevaba a la casa de Carina Salcedo que tenía muchos chicos. A la noche del 20 nos movilizamos a Casa de Gobierno. Esa es la última vez que lo vemos a José Daniel. Después de eso, todas las tardes y noches se concentraba frente a WalMart. El sábado fue el último día de entrega de alimentos frente a WalMart y la última corrida donde sabemos que lo matan es el sábado 22. Lo corrieron con un móvil de la Comisaría Quinta. Le dieron un Itakaso. Lo levantaron herido y lo subieron al móvil. El 25 nos juntamos en el barrio La Floresta. Presentamos un Hábeas Corpus. Todos hablaban de un muerto más. Esperábamos información de los que se habían ido a la isla escondidos. El 30 o 31 nos enteramos que habían encontrado un cadáver cerca de WalMart tapado con gomas de autos y aparentemente era el de José Daniel”, recordó Alejandro Sologuren de la CCC.

Los uniformados estaban decididos a tumbar gente como muñecos. Habían matado a una niña de quince años y era como si nada. También le incrustaron veintiocho balas de goma en el cuerpo al delegado gremial de la Universidad Nacional de Entre Ríos (UNER), Adrián Meynier, en su casa de Larramendi 1.597 e incluso no les importó herir a su mujer. Les dispararon desde tres metros y un metro de distancia, como reprimenda por los gritos de Meyner, quien solamente reclamaba que no cometieran locuras y dejaran de tirar alocadamente. Cuatro policías ingresaron a su vivienda, lo sacaron al jardín y lo acribillaron contra la pared, tras lo cual lo llevaron detenido a la Comisaría Quinta. Cuando regresó se encontró con los mismos efectivos en su domicilio: buscaban elementos para tratar de demostrar que era él quien los había intentado agredir y no al revés. La casa de Meyner estaba en la misma zona en que corrieron a los vecinos e hirieron a Rodríguez, quien tenía alguna dificultad para moverse, como consecuencia de una malformación de nacimiento en su hombro izquierdo. Su condición lo obligaba a trasladarse un poco inclinado y los dos disparos lo tumbaron. Ya tenía balas de goma en su cuerpo, pero los otros impactos lo terminaron por quebrar. “Sigan ustedes que me dieron”, alcanzó a decirles a sus compañeros, que estaban desesperados por esconderse en algún rincón, tratando de que no los alcanzaran las municiones.

En ese momento, según los testigos, llegaron raudamente tres vehículos: un auto, una camioneta policial y una Traffic color blanca, sin ningún tipo de identificación. José Daniel habría ido acompañado de otro joven cuando, desde el coche, comenzaron a disparar con balas de goma y de plomo. Cayó y lo levantaron los individuos que iban en el vehículo. Incluso, una mujer observó claramente cómo la camioneta blanca trataba de cubrir la escena. El otro joven fue visto por una menor, que iba en compañía de su madre. Al parecer, los tres móviles se trasladaron hasta la Comisaría Quinta -ubicada en una zona del populoso barrio de San Agustín- y allí habría sido ingresado Rodríguez, aunque el dato fue desmentido por las autoridades policiales. Cuando el juez de Instrucción Jorge Barbagelata ordenó el secuestro del libro de guardias no encontró el ingreso de José Daniel -quien no tenía antecedentes-, pero era sabido que no existirían mayores novedades con la obtención de ese elemento.

Las pericias demostraron que José Daniel recibió dos balazos provenientes de una escopeta 12,70 -utilizada por la Policía y también por personal de seguridad de Wal Mart- y que los disparos se hicieron desde una determinada distancia, aunque en principio se pensó que habían sido a quemarropa. Pero resultó imposible individualizar la escopeta por la perversidad del plan, en el que pocas cosas quedaron al azar: la munición prácticamente no dejó huellas, ya que se usó un arma de cañón liso. Los únicos rastros estaban en el cadáver momificado de José Daniel, con sus veinticinco años y su mueca de dolor. Ya no pedía comida con ese gesto. Tal vez imploraba piedad. Pero no lo escucharon. Como tampoco oyeron a las otras víctimas del diciembre trágico de 2001. Hubo tres muertos y una sola condena, por el crimen de Eloísa Paniagua. Nunca más se avanzó en ámbitos judiciales y la impunidad volvió a ganar buena parte de la pelea.

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