
Adolescencia restringida. (Foto ilustrativa)
Por Eugenio Jacquemain (*)
Las asonadas miliares en Argentina se han repetido a lo largo de la historia. Los golpes, pese a la resistencia de aceptarlo, han sido cívicos-militares. Intereses económicos, políticos e ideológicos los han guiado y conducido. Los sectores mas dinámicos de la sociedad han sido castigados y reprimidos de diferente manera en cada uno de ellos, trabajadores, intelectuales y jóvenes fueron el objetivo. Esta historia nos da un pantallazo de la adolescencia a fines de la década del 70, cuando la represión, en forma de tortura y desaparición, no era la única metodología empleada por el régimen para evitar la oposición.
La cola doblaba la esquina, hacía calor, eran las 4 de la tarde y el negocio abría recién a las cinco. Aquellos primeros meses del 76 repetían una y otra vez la escena. Largas colas de abuelos, nietos, hermanos y primos, buscando la tan ansiada bolsita de azúcar, harina o una docena de huevos. La escases de alimentos, producto del agio y la especulación era moneda corriente en el país, y nuestra ciudad no escapaba a ello.
Pero ese marzo había otras prioridades para un gurí de doce años. El gran salto se avecinaba, lo inesperado acechaba a tan solo dos cuadras, el tan temido secundario estaba a la vuelta de la esquina.
La simbiosis del temor y la aventura podrían representarse claramente con la imagen del pensamiento de un novato de secundaria, el desafío de “ser grande” enfrentando a la sensación de abandono, producto del cambio de la seño a un sinnúmero de profes amenazantes de matemáticas, biología y física.
Los primeros días fueron de prueba, había que sondear la actividad en el patio, los compañeros nuevos, los viejos amigos y el problema del baño, si, pasábamos de ser los más grandes de la escuela al último orejón del tarro y el baño era un problema. Los grandes, los de cuarto y quinto lo consideraban su territorio, y si alguno de los más chicos nos atrevíamos a invadirlo podíamos ser “bautizados”, o sea enviados al patio con los pantalones en la mano, delante de todo el resto de la escuela. Luego si, una vez pasada la iniciación, teníamos derecho a ir al baño cada vez que lo necesitábamos. Seria largo enumerar la lista de posiciones y torsiones corporales ensayadas para no hacernos encima durante el recreo, y la alegría cuando un profesor macanudo nos dejaba salir en su hora al vernos transpirar. La distancia entre el aula y el baño era recorrida casi a la velocidad de la luz, de todas maneras, al llegar al baño, se hacia un estudio minucioso del mismo, la posibilidad de los grandes en hora libre siempre estaba latente.
Entre temores y descubrimientos casi había pasado marzo, aquel día, junto con el café con leche humeante de la abuela Sara en la mesa de luz, radio Colonia anunciaba “Comunicado número uno de las Fuerza Conjuntas”. La cara de la abuela no fue la misma, “dieron un golpe, otra vez los militares” dijo con cierto dejo de tristeza y malos recuerdos, luego, ya de grande, entendería algunos miedos de la abu, su casa allanada una y otra vez por “La libertadora” y el abuelo detenido, pero en ese momento “el golpe” pasaba al lado sin molestar el remoloneo del joven estudiante.
La escuela estuvo tensa por varios días “Echaron a la de matemáticas, era peronista” se escuchó en un recreo. Nosotros solo entendíamos de bolitas y autitos con masilla, de la número cinco en la canchita y de las caratulas de Dembo y Santos Lara, los libros de botánica y zoología que nos habían encargado los profesores, ¿qué podíamos saber de golpes de estado, militares, democracia si solo veíamos tele en blanco y negro dos horas al día?.
El nombre del rector era Máximo, una persona de casi dos metros, corpulento, el escaso cabello era platinado, de voz rígida y carácter fuerte, autoritario y soberbio, para su pensamiento, el derecho a réplica o defensa era algo inexistente, su palabra era la única valedera, tanto para alumnos como para profesores. Siempre era el primero en llegar y el último en irse, las leyendas escolares decían que dormía en el “cielito”, especie de altillo del colegio al cual no teníamos acceso, de otra forma era inexplicable su permanencia continua en el edificio escolar durante los tres turnos.
Los “asaltos” de la primaria, donde la gaseosa era llevada por los chicos y la comida por la rama femenina se habían convertido en matineé los domingos por la tarde, el acceso a las confiterías, boliches de aquella época, era restringido si no tenias 18 años, incluso algunos te exigían algunos mas y documento en mano, imposible flanquear la entrada si no ostentabas esa condición, y si te atrevías a violar la regla, la posibilidad de una requisa policial estaba latente, mas de una vez, algún padre piola, terminaba retirándonos a todos de la jefatura, luego de delinquir escuchando música y tomando gaseosa en uno de esos “locales nocturnos”, templos del vicio y la perdición para adolescentes.
De a poco fuimos ganando terreno en el colegio, pasábamos de un año a otro no sin esfuerzo, las exigencias eran muchas y los perdones pocos, nuestra escuela era un fiel reflejo del país, de aquella época, un señor de bigotitos presidia el país sin ser elegido, y eso se trasladaba hasta el último lugar de la sociedad. El uniforme obligatorio, la media falta si llegabas con el pelo tocando el cuello de la camisa en los hombres o sin atar en las chicas, la incipiente barba debía ser eliminada radicalmente, la hoja de papel al rozar nuestra cara no debía producir ruido alguno, caso contrario la sanción estaba ahí cerquita, en un abrir y cerrar de ojos.
La grata sorpresa fue el cambio de turno, se desdoblaba la secundaria, hasta tercero de tarde y cuarto y quinto de mañana, pasábamos a ser “los grandes” ese año, de un plumazo nos convertíamos en los dueños del baño. Nunca le encontramos la gracia a repetir lo que habíamos sufrido tan solo un par de años antes, nos contentábamos con un grito amenazante o pararnos en la puerta en actitud intimidatoria, pero no recuerdo que hayamos humillado a nadie frente al resto de la escuela.
Nuestras compañeras comenzaban a cumplir 15 y empezaban las fiestas, ahí sí, por lo menos hasta las 2 o 3 de la mañana, desafiábamos la veda musical que imponía el régimen, si bien eran casas de familia y muy rara vez una confitería, el sabor era el mismo, estábamos bailando en la madrugada, no era la matineé dominguera.
Dicen que uno es preso de su ignorancia y quizás eso sucedió en nuestra secundaria, no conocíamos otra cosa que lo que podíamos disfrutar, veíamos como algo normal el no poder salir a bailar, eso es “solo para grandes” nos repetíamos una y otra vez, ya nos iba a tocar crecer también a nosotros. Nunca imaginamos el pelo largo, la camisa sin corbata y un jean o vaquero para ir al cole. Aceptábamos una y otra vez las palabras de los profesores como la santa verdad sin derecho a cuestionamiento. ¿Quién de nosotros hubiere imaginado la posibilidad siquiera de una tertulia hasta las 3 o 4 de la mañana frente a la puerta de nuestras casas?, ¿o una previa antes de bailar ingiriendo alcohol?. La dictadura nos cercenó derechos que nunca conocimos, que no sabíamos de su existencia, lo que es peor, nos obligó a normalizar esas reglas, internalizando como normales cada una de ellas.
El ser humano es como el agua, no puede pasar por un lado pero al momento busca otro resquicio por el cual colarse. Y así fuimos como adolescentes, los discos de los Olimareños, escondidos por un padre previsor, eran escuchados a bajo volumen cuando nos quedábamos solos en alguna casa, quizás las letras de Guaraní eran repetidas mecánicamente en algún asado de amigos al igual que “la marchita”, pero sin conocer todo lo que contenía cada una de ellas, quizás era un pequeño gemido de libertad que se nos escapaba, aún sin saberlo nosotros.
Ese tercer año nos encontró en pleno Mundial 78, sin saber que nuestros gritos de gol, tapaban otros de dolor a pocos metros de donde se jugaba. Las revistas del momento, Para Ti y Gente, traían hermosas postales del país con la inscripción “Los argentinos somos derechos y humanos” entre otras, y la tentación de completarlas con las direcciones del exterior que se proporcionaban y la posibilidad del envío gratuito, tentaba a más de uno de nosotros que desconocía la realidad.
Los goles de Kempes, Luque y Bertoni tapaban el miedo a la “subversión apátrida y marxista” que intentaba instaurar el “sucio trapo rojo” en nuestros mástiles reemplazando al tan querido pabellón nacional, en el país comenzaba a vivirse la paz, la paz de los cementerios como luego se la llamó.
El “algo habrá hecho” era moneda cotidiana, pero nunca, desde nuestra visión adolescente, llegamos a imaginar la dimensión de lo que estaba sucediendo delante nuestro, ser amigo de la hija del Jefe del Regimiento local era todo un beneficio, tardes de tenis y pileta para culminarlas en el casino de oficiales bebiendo una gaseosa eran esperadas para después comentarlas con quienes no tenían esa posibilidad. Si hasta festejamos el cumple de 15 en ese lugar, alegres, divertidos, ajenos a todo lo que estaba sucediendo en el país.
Luego del78 vino el juvenil de Maradona, El Diego se había quedado fuera el año anterior de la selección mayor, pero un año después, allá en Japón, levantaría su primera copa con la albiceleste. Los partidos eran de madrugada, la casa de la abuela. A dos cuadras de la escuela, se había convertido en en el aguantadero de los vagos de cuarto año, en esa época, los días de los partidos, podíamos ir y venir a cualquier hora, no había problema, todo estaba permitido, “que bueno era el régimen, nos autorizaba a disfrutar del futbol” ironizaba en la actualidad mi gran amigo Cacho, fiel compañero de madrugadas mundialistas y siestas de picado en la canchita de la escuela.
Dos mundiales seguidos borran o esconden cualquier problema, aún los que están escritos con letras rojo carmesí, el señor de bigotitos inauguraba un puente con el Uruguay, decenas de banderitas argentinas repartidas convenientemente, se agitaban en manos de estudiantes de primaria y secundaria de la ciudad al paso del auto presidencial camino a Puerto Unzué, ya no había problema de alimentos y había “seguridad”.
Los casi hombres de cuarto año se resistían a crecer, los goles en el potrero, con posterior grito en la cara del arquero vencido, eran cotidianos. Las fintas dibujadas a pura cintura de Chichi, emulaban a Maradona o Ramón Díaz, los vuelos del arquero competían con el silencioso volar del cóndor andino, ninguno de nosotros llegó al profesionalismo, tan solo marcamos el césped en alguna oportunidad en un torneo local, pero para ese entonces, la revolución estaba en la número 5 y el jugo de naranja.
Bolívar y Maipú, esquina emblemática si la hay en nuestra ciudad, inauguraba la primera discoteque, boliche o confitería, “Bárbaro Disco”, y los Bee Gees con las noches afiebradas de sábado, comenzaban a marcar la agenda. Nos arriesgamos alguna vez a ir, con un guiño cómplice del portero entramos para conocer, luego, cuando los domingos por la tarde se reanudaban las matineé, éramos expertos guías de compañeros que nos seguían admirados en el recorrido por el local. John Travolta marcaba una época, el cine era el lugar donde, con ojos bien abiertos cual dos de oro, tratábamos de memorizar cada paso para poder repetirlo luego cuando bailemos en la disco.
El último año se nos vino encima, parecía ayer que escapábamos de la vergüenza de los baños al hoy donde ostentábamos el título de más grandes de la escuela. El patio ya no era el mismo, sus añejos árboles, otrora senderos inalcanzables al cielo, parecían simples gajos erguidos, el baño había pasado a ser el cómplice que te permitía una par de pitadas del Chesterfield o el BigBeng mentolado. La primera novia, el primer beso, el ir por las calles tomados de la mano hasta una cuadra antes de la escuela, porque si Don Máximo se enteraba eras sancionado, había que esperar el viaje a Bariloche y la complicidad de los profes que te acompañaban, y ahí sí, te asistía el derecho a “andar de novio” o “ponerte a chapar” en un Cerebro o Grisú cómplices de pequeños gritos de libertad adolescente en los fines de los 70.
A Cachito lo conocí en el 76, ni bien empezamos la escuela, era un gordo bonachón y tímido, el apelativo le quedó por siempre pese a que la gimnasia y una dieta estricta que cambió su silueta. ¿Cómo olvidar los buñuelos de Rosa, su madre esos días de lluvia? El carácter rígido de su padre que con el tiempo descubriríamos que ocultaba por dentro un corazón de oro y una sonrisa o una palabra de acompañamiento que siempre salía a tiempo. Nunca pensamos en esa época que nuestra amistad, con vaivenes, picos y valles como cualquier otra, nos acompañaría por decenas de años, que nos entenderíamos con solo mirarnos sin siquiera hacer un gesto, que su mate, siempre listo, estaba presto a escuchar cada problema que podríamos llevarle, y que su frase “Yo no quiero que te enojes conmigo pero sabes como pienso” era clásica en cada charla. Los recuerdos de Bariloche son inolvidables, el ascenso al Catedral, la nieve por vez primera, la rotura de la botella de whisky que se deslizo sigilosamente por dentro de la campera hasta estrellarse en pleno piso de la catedral barilochense, el ahorro en todo porque nuestras familias si apenas alcanzaron para cubrirnos los gatos del viaje y unos pesos para chocolate.
Con Cachito y El Flaco fuimos socios los dios últimos años de la vuelta del cole, esas largas cuadras que nos separaban del almuerzo tan esperado después de la larga y dura mañana escolar, solo tenían el paleativo de la galleta con salame o mortadela que nos daba de pasada mi abuela, era un pequeño oasis, era nuestro caviar adolescente, su sabor igualaba al mejor jamón serrano o langosta dominicana, el paladar se enriquecía quizás tanto como con los buñuelos de la Rosa, era el combustible necesario que nos permitía divertirnos el trayecto que nos quedaba. Niños en envase grande nos bautizaron una vez, a la vuelta del cole, cuando alguno de los tres se descuidaba, otro quitaba de su poder una regla o carpeta, la cual velozmente era arrojada dentro de una cancel abierta y al mismo tiempo, violando todas las leyes físicas, se hacía sonar el timbre del domicilio al grito de “Don, se le colan, lo están robando!!!” y mientras dos corrían, el perjudicado el asaltado, se avergonzaba ingresando a buscar su propiedad en una casa, con el riesgo del reto o sorpresa del dueño de la propiedad. Luego, al alcanzar a los otros dos, la sonrisa se multiplicaba, el sabía que mañana, a más tardar otro día, le tocaría reír desde el otro lado del “robo” y todo volvería a reiniciarse.
Terminaba el año, el llanto de las chicas y el orgullo que impedía el de los varones, estaba a flor de piel, egresábamos, los caminos se iban a bifurcar. De nuestra promoción salió lo más variado, abogados, arquitectos, ingenieros, médicos, profesores, diputados, kinesiólogos, maestras, cuentapropistas, nutrimos a la sociedad de lo que necesitaba, fuimos un popurrí de vocaciones que muchas de ellas se plasmaron y otras, quizás las menos, debieron resignarse por muchos motivos. Seguíamos bajo un régimen estricto, pequeñas libertades por ser de quinto eran autolimitadas por temor, no estábamos acostumbrados a disfrutar cosas nuevas, nos habían inculcado el temor, y las picardías juveniles no pasaban de ello, simples picardías.
Mi primera novia y mi frustrado intento de estudiar periodismo me depositaron en Ingeniería, aún no logro explicar ese verdadero absurdo teológico-pedagógico que me llevó a eso. Quizás, cuatro años después, cuando decidí regresar con la carrera inconclusa, me di cuenta del aprendizaje, agradeciendo a mis viejos la oportunidad de crecer, aún creyendo que ellos siempre supieron el final de esa historia.
Universidad arancelada, exámenes y cupos de ingreso, era el panorama en el país. A ese mundo restringido nos enfrentábamos jóvenes adolescentes de 17 años que apenas salíamos del cascarón en un pueblito del interior. El primer año pasa rápido, los exámenes, algunos no tan favorables, marcaban la diferencia con la secundaria. “Es la falta de experiencia de rendir” usábamos como excusa para justificar los aplazos.
El tiempo mimetiza los meses y años del almanaque, se forma el centro de estudiantes, algo desconocido, era el ocaso de la dictadura y comenzaban los brotes democráticos, restringidos, no abonados, pero brotes al fin. Ese año. Aun en la dictadura hubo huelga por los parciales eliminatorios, raro para la época pero quizás, el desconocimeinto del contexto real de los últimos años, ayudó a la sinvergüenzada y atrevimiento. Un ignoto gualeguaychense de primer año era el que leia, en pleno patio, los comunicados de la comisión interna, la huelga se diseminó por los escasos medios de comunicación de la época y ese mismo adolescente, aun contrariando la recomendación de sus padres, también fue vocero en los de la ciudad. La huelga se ganó, se sacaron los parciales de la Universidad de Perón, la de los trabajadores, la UTN. Nunca supimos si eso se repitió por uno y otro lado del país, no había Facebook ni Twitter.
La dictadura se caía, el señor de bigotitos había dejado paso, con algunos intermedios, a los vapores del whisky y el vodka de otro “General de la Nación”. Malvinas había sido recuperada y, nuevamente, la industria cultural, mediante la propaganda y tácticas publicitarias, avanzaba sobre las masas. Días después de una brutal represión, la plaza de Mayo, epicentro nacional de la lucha, estaba nuevamente llena, era 2 de abril, un momento donde la bipolaridad argentina se mostraba a flor de piel.
Fueron más de 60 días de solidaridad y valentía, el orgullo argento, de la mano de un loco, iba a golpear a una generación de adolescentes. Realistados y voluntarios, se dirigían a ese recóndito lugar de nuestro país donde muy pocas veces ha flameado la bandera, nuestros pechos inflados desafiaban, a la distancia, a modernas aeronaves del primer mundo, potencias que no iban a lograr vencernos, ametralladoras contra arcos y flechas.
La derrota precipitó la caída del régimen, el dolor de los chicos de la guerra se mezclaba con brisas de democracia, unas locas de pañuelos blancos que giraban alrededor de una plaza empezaban a conocerse, poco a poco, el velo comenzaba a caer, tristemente, sobre nuestros corazones.
La historia comenzó a sucederse rápidamente, un general de transición, la multipartidaria integrada por los partidos aceptados por un sistema conservador, y una fuerza juvenil importante, canalizada principalmente en el partido que luego resultara ganador, pero con ramificaciones en otros y en facultades y organizaciones sociales.
Una vez que se abrió la compuerta de la participación, la marea fue imparable, militancia, fuerza, solidaridad con la verdad que día a día se iba conociendo, y sobre todo, un intento, de niños de veinte años, tratando de recuperar la adolescencia perdida.
Es difícil comprimir en un par de páginas aquello que se vivió, miles de anécdotas podrían incluirse en estas líneas, los sentimientos encontrados se cruzan con lo vivido, con lo desconocido, con el dolor de un amigo que hoy no está pero que nos acompaña.
La más cruel dictadura que se recuerde en el país reprimió de diversas maneras, recordarlas sería inútil ya que han quedado grabadas en nuestras mentes y corazones, pero poco se dice de la represión silenciosa, la que no fue física, la que hacía, no solo desaparecer las ideas y las ilusiones de un adolescente, sino que también se le ocultaba su existencia. Esa represión fue la que sufrimos el resto, los que quedamos hoy para contar otra historia, la verdadera historia, la que no escriben los que ganan, que como dice esa hermosa letra. “Quien quiera oír que oiga”
Nota a Lorenzo
¿Cómo viviste la adolescencia?
Eran épocas de dictadura, no teníamos idea que pasaba, la vida nuestra pasaba por corretear detrás de una pelota o guardar bien escondido nuestro primer amor.
¿Qué te hizo comenzar la TPD?
Era una deuda pendiente, soy maestro, profe de ciencias políticas y me gusta todo lo que sea ciencias sociales, esta era una oportunidad que no iba a desperdiciar, un amigo se inscribió y me convenció, lamentablemente tome horas en superior y no pude seguir, veremos qué pasa más adelante.
¿Nunca sospecharon lo que sucedía?
La máquina propagandística del régimen era fenomenal (en cuanto a su capacidad), no nos enterábamos de nada, y cuando Malvinas nos encolumnamos detrás de esa propaganda, nos la creímos todos ¿qué mas íbamos a pedir, si no conocíamos otra cosa?
Luego de Malvinas se empezó a visualizar mucho de la realidad
Si, obviamente, el mundo se nos vino encima, igual tuvimos espoleta de retardo, un delay dirían ahora, de aceptar la realidad, nos costaba, nosotros éramos los vivos y ahí nos dimos cuenta que en realidad éramos bien boludos. Imaginate, delinquir era tirar la regla de un compañero dentro de una casa, un ring raje, coleccionar los Gráfico y mirar las “modelos” en bikini de las Para Ti, re jodones éramos (ríe)
Te opacaron la adolescencia, te la robaron
Si y no, desconocía muchas cosas que hoy se de su existencia, pero la viví a mi manera, mis viejos a mi lado, mis amigos, la pelota, las figuritas, la secundaria, la pelea por los buñuelos de mamá con vos (me mira y se ríe) y poder vivir cada cosa. Perdimos muchas seguramente, pero vivimos otras, no es conformismo, es adaptación a la realidad, de todos modos, fuimos beneficiados, hoy podemos relatar la historia.
(*) Docente y periodista de Gualeguaychú. Artículo publicado en la Fanpage Camino a la Tecnicatura en diciembre de 2018, y recordada en esta fecha por el autor.