La patria y el honor de ser valiente

Sobre distintos episodios de la historia

Por Rogelio Alaniz

 

Disfruto de los pequeños episodios de la historia. Esos episodios que encarnan una visión del mundo o expresan en su minimalismo las contradicciones entre lo que pensamos y deseamos. Una de las virtudes de Sarmiento es precisamente esa capacidad de contradecirse. Le repugna todo lo que representa Facundo, pero sin proponérselo termina rindiéndole un conmovedor homenaje a esa personalidad sin duda extraordinaria, como alguna vez lo calificara un jovencísimo Alberdi. El inicio de “Facundo” es uno de los mejores párrafos de la literatura nacional. “¡Sombra terrible de Facundo! voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! ¡Tú posees el secreto! ¡Revélalo!”.

A Sarmiento lo exasperan ciertos hábitos del gaucho, pero nadie escribió páginas más nobles que él evocando al rastreador, al baqueano, al payador. Capítulo aparte, merecen los párrafos de la campaña del Ejército Grande expresando su sorpresa y su consternación por esos soldados que obligados a sumarse a las tropas de Urquiza siguen admirando a Rosas. Es de noche. Las tropas descansan alrededor del fuego. Sarmiento observa a un grupo de soldados de chiripá rojo y porte federal. Entonces escribe: “¿De cuántos actos de barbarie inaudita habrían sido ejecutores estos soldados que veía tendidos de medio lado, vestidos de rojo, chiripá, gorro y envueltos en sus largos ponchos de paño? Fisonomías graves, como árabes y como antiguos soldados; caras llenas de cicatrices y de arrugas. Un rasgo común a todos, casi sin excepción, eran las caras de oficiales y soldados. Diríase al verlos, que aquella mañana, había nevado sobre las cabezas y las barbas de todos ellos. La mayor parte de los cuerpos que sitiaban hasta hace poco antes a Montevideo, habían salido de Buenos Aires en 1837 y desde entonces ninguno, soldados, clases ni oficiales, había obtenido ascenso o recompensa alguna. ¡Qué misterios de la naturaleza humana! ¡Qué terribles lecciones para los pueblos!.

He aquí los restos de diez mil seres humanos que han permanecido casi diez años en la brecha, combatiendo y cayendo uno a uno, todos los días, ¿por qué causa?, ¿sostenidos por qué sentimientos?… Los ascensos son un estímulo para sostener la voluntad del militar pero aquí no hay ascensos, a pesar de que todos podemos ver esos cuerpos de tropa sin jefes y aún, sin oficiales. Por todas partes había claros que llenar y no se llenaban. Y los mil postergados, nunca trataron de sublevarse !!. Nunca murmuraron.

Estos soldados y oficiales, durante diez años carecieron del abrigo de un techo y nunca murmuraron. Comieron sólo carne asada en escaso fuego y nunca murmuraron !!. La pasión del amor, poderosa e indomable en el hombre como en el bruto, la que perpetúa la sociedad, estuvo comprimida diez años y nunca murmuraron !!!. La pasión de adquirir, como la de elevarse, no fue satisfecha en soldados ni oficiales subalternos por el saqueo, ni entretenida por un salario que llenase las más reducidas necesidades y nunca murmuraron !!. Los afectos familiares fueron extinguidos por la ausencia interminable. Los goces de las ciudades casi olvidados; todos los instintos humanos atormentados y nunca murmuraron !!. Matar y morir: he aquí la única facultad despierta en esta inmensa familia de bayonetas y de regimientos y sus miembros, separados por causas que ignoraban, del hombre que los tenía condenados a este oficio mortífero y a esta abnegación sin premio, sin elevación, sin término, tenían por él, por Rosas, una afección profunda, una veneración que disimulaban apenas.

¿Qué era Rosas para estos hombres? O, más bien, ¿qué seres había hecho de los que llevó a sus filas, convirtiéndolos en máquinas indiferentes al sol, la lluvia, las privaciones, la intemperie, los estímulos de la carne, el instinto de mejorar, de elevarse, de adquirir y sólo activos para matar y recibir la muerte?. Y aun en la administración de la sangre había crueldades que no sólo eran para el enemigo. No había ni hospitales ni médicos. Poquísimos son los inválidos que se han salvado de entre estos soldados. Con la pierna o el brazo fracturados por las balas, iba al hoyo el cuerpo, atacado por la gangrena o las inflamaciones. ¿Qué era Rosas, pues, para estos hombres?, ¿qué sentimientos de lealtad y de amor a una causa les había inspirado?. Pasados muchos años, aún estas preguntas no han tenido respuesta: Qué fue Rosas para estos hombres?. Cuál fue la fuerza de la pasión que les inspiró?. Será cierto que el amor a la Patria, puede postergar cualquier otro sentimiento y que el hombre no ha sido capaz de comprender razones, que el corazón, si comprende”.

No me consta que el coraje sea una virtud, pero está claro que cuando va unido a una causa noble o cuando en el plano de la más estricta individualidad expresa una pasión generosa, el coraje es fatalmente seductor. Pascual Pringles, guerrero de la independencia, decide enfrentar con quince hombres a su mando a un regimientos de más de quinientos soldados realistas. Esto sucede en Perú, en Chancay. Los jefes españoles no pueden creer lo que están viviendo. Le reclaman la rendición a quince soldados criollos y en lugar de acatarla, Pringles ordena a sus tropas atacar a degüello. Un primer encontronazo donde los realistas no saben muy bien lo que está pasando. ¿Son locos o se hacen? Después de la primera arremetida, Pringles y su puñado de soldados están ante una encrucijada de hierro: o insisten en otro ataque o se arrojan al mar desde un peñasco de más de seis metros. Otra vez el reclamo de rendirse. Pringles arenga a sus soldados: “Hemos venido a luchar por la patria no a rendirnos”. Y en el acto la orden: “Lanzarse al mar”. A caballo y envueltos en banderas. El coraje contagia. Los soldados españoles que hasta unos minutos antes no hubieran vacilado en degollarlos parados al borde del acantilado los aplauden. El general Valdez los captura cuando salen del mar, pero admirado por su coraje decide perdonarles la vida y, además, no estarán obligados a revelar secretos o entregar documentos. Semanas después son canjeados por otros prisioneros realistas. San Martín honra a Pringles y a su puñado de soldados con una medalla, una medalla en la que está inscripta la leyenda: “Gloria a los héroes de Chancay”.

El mismo Pringles años después, en el mes de marzo de 1831, es emboscado en la provincia de San Luis por una avanzada de las tropas de Facundo Quiroga. Acorralado exige rendirse rendirse solamente ante Quiroga. El oficial que está al mando de la tropa le dispara al estómago. Mal herido es tomado prisionero. Durante dos días cabalga con las manos atadas y una herida por la cual se la va la vida. Cuando llegan al campamento de Quiroga, Pringles está muerto. Facundo ya está al tanto de todo. Él siempre estaba al tanto de todo. Sabe que Pringles fue asesinado y Facundo respeta el coraje de su enemigo. Ordena que se presente el oficial autor del disparo. El cuerpo de Pringles está a su lado. De Quiroga lo que más intimidaba eran sus ojos oscuros que en los momentos de furia parecían brasas. ““ ¡Por no manchar con tu sangre el cadáver del valiente Pringles -le dice- es que no te hago pegar cuatro tiros ahora mismo!. ¡Cuidado otra vez miserable cuando un vencido invoque mi nombre!”. Facundo se ha sacado su poncho, el poncho que lo acompañó en tantas batallas y que lo protegió del frío y de la lluvia, de la soledad y de las derrotas. Se ha puesto de rodillas. Los hombres miran en silencio como con una delicadeza que ninguno de sus soldados conocía, cubre el cuerpo del bravo coronel Pringles. Imposible un homenaje más justo y más digno.

Facundo derrota a Lamadrid en la batalla de Ciudadela. En el acto ordena fusilar a todos los oficiales enemigos. De los tres y tres oficiales treinta y uno son pasados por las armas. Uno se escapa y el otro ahora está conversando con Facundo. Es el coronel Lorenzo Barcala, el negro Barcala, el único negro en nuestra historia que llegó a ese grado con todos ascensos ganados en los campos de batalla. Facundo algo sabe de la fama de ese negro guerrero y valiente. Y decide ponerlo a prueba. “Coronel, ¿qué haría usted en mi lugar?”. La respuesta para Facundo es la previsible: “Perdonarlo”. Sin embargo, Barcala sin deja de mirarlo a los ojos le contesta: “Fusilarlo”. Facundo se acomoda los bigotes; sus ojos brillan por debajo de las cejas negras y espesas. Después le dice a uno de sus colaboradores: “Soldado, a partir de este momento el coronel Barcala es mi ayudante de campo”.

El general Paz, el manco Paz, fue la sombra negra de Quiroga. Lo derrotó en dos batallas: Oncativo y La Tablada, Y lo derrotó con la solvencia de un jugador de ajedrez. Pero años después, para referirse a los soldados de Facundo, reconocerá en sus memorias: “Me he batido con tropas más aguerridas, más disciplinadas, más instruidas, pero más valientes, jamás”.

Quiroga y Lamadrid nunca se quisieron. Siempre fueron enemigos y jamás negaron esa condición. Eran muy diferentes o tal vez muy parecidos. Vaya uno a saberlo. Sin embargo, sin dejar de odiarse, en algún punto se respetaron. Es Quiroga el que le escribe a Lamadrid después de una de las tantas batallas: “Adiós mi general, hasta que nos podamos juntar para que uno de los dos desaparezca, porque esta es la resolución inalterable de su enemigo Juan Facundo Quiroga”. Lamadrid después se entera de que Quiroga ha respetado a su familia y le ha permitido que viajara hasta Bolivia. Entonces le contesta: “ Usted general podrá ser mi enemigo cuanto quiera, pero el paso que ha dado de mandarme a mi familia la cual espero con ansia, no podré olvidarlo jamás”. Así se trataban los viejos guerreros de entonces.

En la batalla de Don Gonzalo, batalla celebrada en las cuchillas entrerrianas en diciembre de 1873, las escenas de heroísmo las protagonizan los soldados con independencia del color de sus uniformes, con independencia de la condición de jordanistas o porteños. Las guerras serán injustas, crueles, innecesarias, pero lo que está fuera de discusión es que las encaraban hombres valientes. Ponderar esa virtud reclama un mínimo de prudencia, sobre todo porque se corre el riesgo de transformar al arte de matar en un atributo moral. Así y todo, y con independencia de las evaluaciones políticas o morales que hagamos del caso, el coraje ha sido una virtud respetada a lo largo de la historia. El hombre que juega su vida en el combate es un valiente y la valentía es la flor principal que engalana a los héroes desde los tiempos de la tragedia griega a la actualidad.

En Don Gonzalo se destacó el mayor Nicolás Levalle. Al frente del llamado “Quinto de fierro” avanza con sus tropas desobedeciendo las órdenes del general Martín Gainza. Levalle es italiano, con lo que se prueba que la valentía no tiene nacionalidad. Ha llegado a la Argentina siendo muy joven y ha participado en la Guerra del Paraguay. Más adelante será uno de los héroes de la campaña del desierto y uno de los jefes militares que derrota a los sublevados en la llamada “Revolución del noventa”. Ahora insiste en seguir peleando. Gainza le envía una orden tajante. “Desista del ataque o le mando pegar cuatro tiros”. Todo en vano. Levalle no retrocede, ataca seguido por sus soldados y conquista una posición estratégica. En el camino ha sido herido en la rodilla y cuando regresa a la retaguardia lo hace en camilla porque ha perdido mucha sangre, está debilitado y no puede caminar. No obstante, cuando se hace presente el general Gainza le dice con las escasas fuerzas que le quedan “Señor, vengo a que me peguen los tres tiros que faltan, porque al cuarto me lo dieron en batalla”.

Los jordanistas también tejen para la historia su propia épica. Justamente el inglés Ignacio Fotheringham lo señala en sus memorias. El relato merece transcribirse porque además de heroico es bello. “En medio del combate desigual -dice el inglés-, un muchacho, gallardo mozo, de no sé de dónde ni se sabrá nunca, montado en hermoso caballo moro, se largó solo sobre el 10 de línea pasando al lado de la caballería de Undanarrena; se golpeaba la boca, hizo caracolear su cabalgadura y descargó su pistola regresando de donde vino. No he visto audacia e insolencia igual. Un hermoso acto y por hermoso quedó impune, pues no quise que le hicieran fuego los granaderos que ya le iban a hacer una descarga. Y se fue. Sombrero negro de cinta roja, traje de terciopelo, la cola del caballo hecha nudo entrelazada con cintas rojas ¡Qué curioso tipo! No sé si era un loco, pero si lo era, era un loco sublime”. Cuando el coraje se junta con la belleza y la insolencia, hasta la célebre impasibilidad inglesa se da por vencida.

Desde mi adolescencia admiré a los “Tres mosqueteros”. Después supe que personajes parecidos estuvieron en nuestra historia. Los conocemos como “Los héroes de Tambo Nuevo”. O “Los tres sargentos”. Algunas plazas, algunas calles, los recuerdan. No mucho más. Los tres vienen de abajo. No sabemos el nombre de sus padres, de sus mujeres. Casi anónimos. Se llaman Mariano Gómez, Santiago Albarracín y Juan Bautista Salazar. Son muy jóvenes. El mayor tiene dieciocho años. Son jóvenes, divertidos, descarados y de un coraje a prueba de todo. Estamos en el mes de octubre de 1813. Belgrano le solicita a Lamadrid que explore los movimientos de las tropas enemigas. Lamadrid cumple la orden y en cierto momento le ordena a los tres muchachos que avancen e informen si esa zona está o no ocupada y regresen, Los muchachos cumplen la orden pero hacen algo más. Observan que hay un campamento realista acampado, pero en lugar de regresar a dar el informe deciden atacarlo. Tres hombres reducen en la noche a quince soldados. Lamadrid no puede creer lo que está viendo. Enterado Belgrano, decide ascenderlos delante de toda la tropa al cargo de sargentos. Y escribe: “Para enseñar a los tiempos venideros que cuando un ejercito está dominado por grandes pasiones hasta los simples soldados tienen la inspiración de héroes”. Mientras tanto, nuestros tres mosqueteros continuaron haciendo locuras; desobedeciendo órdenes no para escapar o esconderse sino para jugarse la vida. Y siempre alegres y, siempre atorrantes. Murieron en los campos de combate. Salazar perdió la vida en las inmediaciones de Salta; Albarracín en otro enfrentamiento militar. Mariano Gómez es tomado prisionero por el general realista Saturnino Castro, quien le ofrece perdonarle la vida y darle un ascenso si se suma a su regimiento. Mariano se niega. Lo tienen detenido dos días y cada tres o cuatro horas le renuevan la oferta. En algún momento se harta y les dice que se dejen de joder con tantas dulzuras y que lo fusilen de una buena vez y que si no se animan a hacerlo que le den un sable o una lanza que él está dispuesto a atropellarlos a todos. Finalmente lo fusilan. El oficial a cargo del piquete le ofrece vendarle los ojos. Lo rechaza sin vacilaciones. Muere con los ojos abiertos y mirando de frente a sus enemigos. Los tres sargentos. Los héroes de Tambo Nuevo. No sé si están olvidados o si los homenajes que le han hecho alcanza. Si no es así, ojalá este relato contribuya a recuperarlos. Se lo merecen. Y se lo merecen porque pasarán los años y ellos seguirán allí, galopando cabellos al viento por valles y cañadas, con su eterna juventud, con su garbo y su insolencia, su desfachatez y su risa, eternamente jóvenes, eternamente nuestros.

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