
El exministro Ginés y los privilegios de un sistema de vacunación vip.
Por Antonio Tardelli (*)
En El tercer hombre, el novelista británico Graham Greene se ocupó de contar una historia y se preocupó por denunciar un clima de miseria moral.
Ese ambiente contaminado se respiraba en la Viena de posguerra.
Era una Viena que, al igual que Berlín, estaba controlada por los ejércitos aliados que acababan de imponerse en la contienda bélica.
Era una ciudad cuatripartita: inglesa, francesa, estadounidense y soviética.
Un despreciable tráfico de penicilina era la canallada que imperaba en esa ciudad compartimentada.
Ese negocio despreciable era, sin más, la distancia entre la vida y la muerte.
Contando, Greene denunciaba ese clima perverso.
¿Acaso no es una tentación pensar en esos términos (en términos de miseria moral) el espectáculo en el que el poder administra la salud y la enfermedad distribuyendo vacunas mientras relojea el padrón de simpatizantes?
Es posible que, al fin y al cabo argentinos (lo que es decir, gobernados por gobiernos argentinos), hayamos naturalizado la discrecionalidad y la arbitrariedad.
Ninguna persona medianamente atenta puede sorprenderse de que los gobiernos repartan favores o pesares conforme arraigados criterios de mezquindad.
Lo impactante es que se haga, también, con una vacuna.
Sabíamos que ocurría con los subsidios, con la obra pública, con la publicidad, con los empleos.
Impacta descubrir, o corroborar, que también se hace con una medicina que puede marcar la distancia entre un futuro posible y el sepelio.
Desde allí, tras ese primer gran descubrimiento, emerge una segunda dimensión.
Lo hizo un gobierno que, aunque no se reconoce como de izquierda, exhibe algunas veleidades afines.
Proclama un aire de familia con administraciones latinoamericanas que sí se consideran, o se consideraron, de izquierda.
No deja de ser curioso para la Argentina pues abreva el peronismo en otras tradiciones.
Pero en el último tiempo los justicialistas (incluso los más ortodoxos de ellos) no sólo se han asociado con referentes de izquierda sino que algunos, además, se han animado a definirse de izquierda, o de centroizquierda, o de algo que podría bautizarse como cercadelaizquierda.
“A mi izquierda está la pared”, supo decir alguna vez la Vicepresidenta hoy a cargo de la Presidencia de la Nación.
La simbiosis entre peronismo e izquierda siempre fue compleja.
En principio porque presenta algunas dificultades el declararse de izquierda desde una tradición cristiana y católica.
También es difícil ser de izquierda desde un apego considerable a los esquemas corporativos.
Además es complicado reivindicarse de izquierda cuando se duda –incluso con cierto espanto– del avance que en la historia de la humanidad supuso la irrupción de un liberalismo político con el que el peronismo no se lleva bien.
Ninguna de esas cosas –ciertamente– es imposible.
No lo es.
Pero es difícil.
El peronismo pudo, al menos, pese al peso de los ortodoxos más pesados, presentar de ese modo su más reciente fisonomía.
Ahora bien: la variante principal que distingue a la derecha de la izquierda, y a la izquierda de la derecha, es el posicionamiento frente al valor igualdad.
La diferencia original, por supuesto, tiene que ver en principio con una postura ética ante el mundo.
Por lo general el sujeto de derecha es un defensor del orden establecido.
Un individuo de izquierda, en cambio, promueve los cambios.
Siempre hablando dentro de los parámetros democráticos (o sea entre personas que admiten la diversidad inherente a las sociedades plurales), un sujeto de derecha probablemente sacrifique la igualdad en aras de la libertad.
En ese mismo escenario, por el contrario, una persona de izquierda aceptará y hasta alentará restricciones a la libertad si el imperio de esa libertad obstruye el acceso a un horizonte de igualdad.
La variable decisiva es, pues, la igualdad.
Igualdad que puede ser definida de múltiples maneras.
Pero que en el fondo comporta la supresión de los privilegios.
La inexistencia de privilegios.
El sujeto de izquierda detesta los privilegios.
La persona que es auténticamente de izquierda los deplora.
Los rechaza y los censura.
Porque, si en verdad es de izquierda, experimenta repugnancia ante los privilegios que desigualan.
Da la sensación de que en la Argentina el ejercicio del poder es más fuerte que las ideologías.
La concepción del poder pesa más que las doctrinas, que las plataformas, que los marcos teóricos.
Comprobamos que se pueden resignar las ideas, los programas, las tradiciones, pero difícilmente los gobiernos argentinos renuncien a un modo distorsionado de ejercer el poder.
Se prefiere la discrecionalidad a la norma.
La arbitrariedad al criterio.
La decisión del hombre al imperio de la ley.
Además de advertirnos que de ahora en más toda muerte asociada al covid podrá ser reprochada no sólo a un virus o a un murciélago sino también a un ejercicio inescrupuloso del poder, lo que deja en claro el vacunagate es la imposibilidad gubernamental de ser fiel a la norma, apegado al criterio y respetuoso del sagrado principio de igualdad.
Ello, el sagrado principio de la igualdad, es lo que se ha violado en el escandalete del vacunatorio VIP.
El gobierno lo ha hecho trizas.
Igualdad es lo que reclaman, con la intransigencia de los justos, quienes auténticamente son de izquierda.
Las políticas de izquierda rinden honor a la idea de igualdad.
Jamás serán de izquierda quienes denuncien alguna forma de desigualdad al solo efecto de imponer otra.
No lo serán quienes censuran determinados privilegios únicamente para establecer otros.
Con su larga lista de arbitrariedades, y con sobrados antecedentes en el procedimiento de decidir según criterios apartados de las normas, difícilmente el gobierno kirchnerista (y todos los que con él comulguen en su extendido estilo) pueda ser considerado de izquierda, de centroizquierda o de cercadelaizquierda.
La política nacional alberga una larga tradición de denuncia de las arbitrariedades ajenas que rápidamente, al momento de acceder al gobierno, muta en ejercicio arbitrario del poder.
Porque lo que en verdad molesta no es la arbitrariedad sino la imposibilidad de administrarla.
Porque lo que en rigor perturba no es la arbitrariedad sino que sea otro quien la dosifique.
Porque lo que ciertamente fastidia no es la arbitrariedad sino, en fin, carecer del poder que permite gobernar en clave arbitraria.
No detestan la desigualdad.
Simplemente pretenden definir sus términos.
(*) Periodista. Especial para ANÁLISIS.