
Sobre la descomposición de la clase media argentina.
Por Sergio Dellepiane (*)
Para Argentina, no cabe duda, su pasado inmigratorio fue generador de progreso. No precisamente por los antecedentes de la gran mayoría de los arribados a estos lares. No contaban ni con estudios, ni con recursos económicos. Ni siquiera hablaban el idioma nativo.
Sin embargo, gracias a su esfuerzo personal, ahuyentando sus propios fantasmas y alejados de afectos directos, se convirtieron en uno de los principales motores del desarrollo nacional. Dieron origen a la potente clase madia, equilibradora de extremos, pues se forjaron como incansables constructores del ascenso social, al menos para una buena parte de sus descendientes.
Lejanas y extrañas al sacrificio cotidiano y de contracción al trabajo, aparecían las fantasías totalitarias que habían sido impuestas en otras geografías. Moneda fuerte, ahorro interno, mérito individual, familiar y colectivo, fueron los pilares sobre los que se asentó el crecimiento y evolución del país que los cobijó hasta mediados del siglo pasado.
En base a los datos crudos y duros que las estadísticas, oficiales y privadas, nos proporcionan; desde algún momento de la década de 1950, la canción que pudiera representar el derrotero seguido por nuestro país, bien podría denominarse “barranca abajo”. Precisamos reconocer períodos de excepción, más bien escuetos y esporádicos, que no deben ausentarse de ninguna regla general que se precie de ser tal.
La parte de la película que vemos actualmente nos muestra un contexto de desinversión y desempleo formal que no puede sorprendernos. El vocabulario habitual del sector privado se reduce a términos, que aluden a restricciones, cepos, controles, congelamientos, regulaciones, trabas, y todo tipo de zancadillas burocráticas; impropias y extrañas para cualquier actividad productiva.
Connotaciones absolutamente negativas y diametralmente opuestas a la esencia del emprendedorismo avasallante, germen de la “revolución tecnológica” vigente en la mayor parte del planeta.
La suma de una actividad productiva privada encorsetada por regulaciones administrativas y tributarias asfixiantes, más la “presencia” de un estado insolvente por donde se lo mire; con moneda sin respaldo, sin acceso al crédito externo y con niveles de confianza por el piso; impulsará, cualquiera sea el tipo de asistencia que se intente al sector que se le ocurra, una transferencia de mayores limitaciones y carencias a los ciudadanos, que recién podrá ser verificada, al final del proceso o cuando se interrumpa.
Si el Banco Central, que por su propia naturaleza constitutiva debiera ser absolutamente independiente de cualquier ideología gobernante, se somete a los dictados del poder de turno; y en conjunto, sólo consiguen ahogar el motor de la nave que naufraga; la epopeya presentará un final conocido: el derroche de recursos destinados a “desarrollo social” buscará sacar a los náufragos intentando subirlos a un bote que se hunde. Hace tiempo que el agua ingresa por todos lados.
También están los que advierten lo que pasa y adquieren sus propios salvavidas. Muchos de los empresarios más relevantes que supimos generar se han mudado al exterior. Buscan preservar y multiplicar sus talentos y capitales. Lo mismo ocurre con jóvenes que recurren a bisabuelos salvadores por origen, a fin de obtener sus pasaportes que les otorguen ciudadanía en otras latitudes, a las que quizás nunca han ido aún. Reversión de orígenes.
En los hechos parece no haber lugar para la “clase media”. Se la intenta deseducar, exiliar y/o empobrecer. Doce años llevan los indicadores económicos y sociales en rojo furioso. El retroceso no es sólo estructural, se ha vuelto persistente y resistente. Impermeable a cualquier tipo de alquimia mágica que se presente como redentora de todos los males que nos aquejan.
En un contexto de desinversión privada creciente, no puede sorprender que demasiados integrantes de la otrora clase media pujante, caigan bajo el umbral de la pobreza. Ya orilla la desconsoladora cifra del 46% de la población.
Ningún estado puede permanecer indiferente ante tamaño desatino de una crisis que angustia. Todo programa social que se implemente debe ser únicamente un componente transitorio del programa político, económico y social que se muestre transformador de realidades acuciantes y que, ante todo, permita devolver a cada ciudadano la dignidad que, como persona única e irrepetible, nunca debió perder.
En cualquier comunidad organizada es el estado el que otorga derechos, pero es el mercado el que provee los recursos genuinos que permiten hacerlos viables y que no se malogre su disfrute. Cuando se cercenan los derechos de propiedad, no se respetan los contratos ni rige la seguridad jurídica con división e independencia de los poderes consagrados por la Constitución Nacional; entonces, la Casa de la Moneda y su máquina impiadosa de estampar formas y colores a papeles sin valor, convierte a todos y cada uno de esos derechos, prometidos o adquiridos, en ilusiones vanas. Sufre el conjunto, lo padece la clase media.
Nunca fuimos lo que pudimos ser. ¿Infierno o Paraíso?
(*) Docente.