La justicia y las serpientes sólo muerden pies descalzos

Por Alejandro Slokar (*)

 

Todo 24 de marzo guarda para el país la especial sensibilidad de una letanía. A corazón abierto ganamos las calles para aborrecer, de modo expreso y para siempre, el golpe genocida. También esta jornada transcurre en el planeta como “Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas”, en reconocimiento de la ONU a San Romero de América, canonizado por nuestro papa Francisco.

Desde el 24 de marzo de 1980, se evoca el martirio de monseñor Oscar Arnulfo Romero, ejecutado mientras oficiaba misa en un hospital para niños enfermos de cáncer en El Salvador. Un disparo le impactó en el momento preciso del ofertorio y su sangre se derramó en el altar mientras consagraba el pan y el vino, fruto de la tierra y el trabajo humano. Antes había denunciado que el pueblo sufría el arrebato del salario y la quita del empleo, a la par de implorar y hasta ordenar el alto de la violencia estatal. En advertencia a cualquier indolente, nunca es difícil conjugar los verbos oprimir y reprimir, cuando se entrecruzan poderosos y verdugos.

El criminal acecho fue el pretendido modo de acallar el grito de los silenciados, los que sin derecho al derecho siempre quedan a la intemperie. Y también de ocultar la palabra de Dios frente a la miseria humana y el desprecio por la dignidad de la dictadura militar que gobernaba el país centroamericano. Romero lo tuvo que asumir apenas su vigésimo día de arzobispo en 1977, cuando el asesinato del sacerdote jesuita Rutilio Grande junto a dos campesinos por manos de las milicias. Casi “borgeanamente” un mártir dio vida a otro mártir, que dará vida a otros mártires: el padre Ignacio Ellacuría y los jesuitas masacrados por el régimen casi una década después.

Paradojalmente, nadie esperaba mucho del recién nombrado arzobispo Romero. En medio de las líneas de renovación impulsadas desde el Concilio Vaticano II y la Conferencia de Medellín de 1968, en cambio solía comulgar con la oligarquía y hasta combatía a la “Teología de la Liberación”. Pero aquel homicidio estatal todo lo cambió.

Comenzó entonces a denunciar estructuralmente la opresión de la ley y la corrupción de la justicia: “Cuantos crímenes se cometen en nombre de la legalidad”, porque “No es el hombre para la ley, sino la ley para el hombre”. Y culpó directamente a la Corte Suprema: “Jueces que se venden! ¿Dónde está el papel trascendental en una democracia de este Poder, que debía estar por encima de todos los poderes y reclamar la justicia a todo aquel que la atropella?”.

Un “Socorro Jurídico” formado por jóvenes abogados y estudiantes instituyó como instancia oficial de la arquidiócesis para asesorar a organizaciones sociales y sindicatos, de modo de aliviar los sufrimientos por el ataque a sus derechos y combatir por justicia. En su discurso con motivo del doctorado Honoris causa conferido por la Universidad de Lovaina dijo: “En esta situación conflictiva y antagónica, en que unos pocos controlan el poder económico y político, la Iglesia se ha puesto del lado de los pobres y ha asumido su defensa”.

En su célebre “Homilía de fuego” del domingo 23 previo a su muerte, llamó a los policías y soldados a la resistencia pasiva, o sea, la desobediencia legítima por motivos de justicia: “¡Una orden inmoral nadie tiene que cumplirla!” exclamó, inscribiéndose en la tradición del naturalismo de Tomas de Aquino y los teólogos Mariana y Suárez. Asumiría Enrique Dussel que Romero supo manejar la tensión dialéctica entre el misterio establecido y el carisma innovador: conservar la tradición e institución, pero discerniendo el momento histórico de su pueblo humillado y vejado.

La vida de Romero se fue junto con la de 80.000 mil salvadoreños. Se trata, en definitiva, del extermino que asumen los modelos neocoloniales en nuestra América. Mientras los responsables han muerto sin sanción, en sus camas, las secuelas son casi infinitas y, cual farsa y tragedia simultáneas, se expresan en el experimento neoliberal deshumano de la burla a la Constitución, el bitcoin, el extractivismo y la demagogia punitiva que convergen en la lamentable “bukelización” actual.

La fecha nos impone la necesidad de que todos nuestros esfuerzos democráticos estén dirigidos a detener la larga cadena de injusticia, odio y violencia que atraviesa nuestra historia del último medio siglo. En tanto, San Romero nos recuerda que deben dejar de morder pies descalzos.

 

(*) Alejandro Slokar es juez de la Sala I de la Cámara Federal de Casación Penal. Esta columna de Opinión fue publicada originalmente en el diario Página/12.

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