Por Juan Carlos Arralde*
El artículo obliga a todo funcionario o empleado a quien se impute delito en el desempeño de sus funciones a “acusar para vindicarse, bajo pena de destitución”. En buen romance, la manda constitucional pone en cabeza de cualquier funcionario imputado de un delito nada menos que una obligación -es decir, no un derecho o una facultad que podría o no ejercer, sino un liso y llano deber legal-, de acusar a su denunciante para reivindicar su buen nombre y honor y defender la corrección, rectitud y legalidad de su medida, gestión o hecho imputado. No se trata de una obligación más. Se trata de una manda que debe presentarse en la Justicia, bajo pena de destitución del funcionario.
Según esta ignota disposición, ni Sergio Urribarri, ni su hijo Mauro, ni su cuñado Juan Pablo Aguilera, ni el presidente del Consejo General de Educación (CGE), José Luis Panozzo, ni Martín Fernández el gerente general del Instituto Autárquico Provincial del Seguro (IAPS), ni Diego Valiero, actual miembro del directorio del Nuevo BERSA S.A., ni el ex interventor de Vialidad, Jorge Rodríguez, ni a los actuales diputados provinciales José Ángel Allende y Pedro Báez, todos ellos con procesos judiciales aún en trámite podrían exceptuarse de esta obligación constitucional de acusar para vindicarse, reafirmando una inocencia y transparencia en su proceder que abone el moderno concepto de “una buena administración”.
A fuerza de sinceridad, esta obligación -introducida allá por el año 1903 en la vieja Constitución-, volvió a reiterarse en el artículo 17 de la Constitución derogada del año 1933, cuyos convencionales la mantuvieron con el argumento de que estaba destinada a defender el “buen concepto del funcionario, y con él, el prestigio de la administración pública”. Se sostenía que el periodismo, en el cumplimiento de su misión censora y de control, puede revelar la existencia de delitos que a menudo se ocultan en la penumbra de las propias reparticiones. Se argumentaba asimismo que si el caso criminal era de pública notoriedad, difícil sería que los superiores de un funcionario no hayan intervenido, investigando el asunto administrativamente o poniendo al inculpado a disposición de la Justicia. Estas explicaciones volcadas en las sesiones constituyentes de 1933 son -en pleno siglo XXI- una ingenuidad preñada de la inocencia más frágil que pueda concebirse. Imaginemos el caso de un gobernador políticamente dependiente del denunciado, investigando a su funcionario es -casi- una escena fellinesca incompatible con un poder condicionado desde su génesis.
Sin embargo el artículo sigue allí, y permanece vigente puesto que fue uno de los que integró lo que se llamó el “núcleo pétreo” de la ley especial que declaró la reforma parcial de la Constitución en 2007 y sólo susceptible de revisación, actualización o modificación pero no derogación de la norma. La Convención Reformadora de 2008 le agregó la necesidad del dictado de una ley que reglamente el proceso de esta querella especial y el apartamiento automático del funcionario condenado por delito contra la Administración Pública que trae aparejada la inhabilitación.
Los críticos de la disposición la acusan de violentar la presunción de inocencia de la que goza todo ciudadano imputado por un delito y de afectar la libertad de expresión o de prensa, al exponer al periodista que denuncia a través de sus investigaciones la corrupción estatal a eventuales querellas y pleitos del funcionario mencionado y, con ello, generar cierto clima de autocensura para evitar procesos judiciales que puedan resultar adversos a la prensa.- Sin embargo, tales temores se desvanecen frente a la derogación del delito de desacato o de calumnias o injurias cometidas por la prensa (Ley 26.551 del año 2009), luego de la condena de la República Argentina por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la causa “Kimel, Eduardo vs. Argentina” en el año 2008 y frente a la doctrina de la “real malicia” sentada por la CSJN en la que se exige de la prensa un mayor rigor y seriedad en sus investigaciones, evitando la propagación de afirmaciones falsas o inexactas y a sabiendas de su falsedad, pero sin extender ese “standard” a los casos donde se expresan ideas, opiniones, juicios de valor, hipótesis o conjeturas que contribuyen a profundizar o enriquecer el análisis del periodista o comunicador.
De hecho, el artículo 39 ha resultado ser un precepto lírico, a pesar de la severidad de su contenido. Normalmente el funcionario denunciado elige la inercia, guarda silencio o consigue la solidaridad de sus colegas, jefes o superiores frente a lo que genéricamente se señala como una “persecución política”. Hemos sido testigos de defensas públicas del gobernador de algún funcionario con portación de apellido denunciado judicialmente.
O la tendencia irrefrenable de matar al mensajero en lugar de poner la lupa en el mensaje o poner dudas sobre las reales intenciones del denunciante, como si hurgar en las entrañas de los negociados públicos, las inconsistencias patrimoniales o los negocios sucios constituyera una suerte de acto sedicioso sin otra mira que no sea la mera saña contra el gobernante. Mas grave resulta aún cuando es el mismo Poder Judicial o el Ministerio Público Fiscal el que mira para el costado sin hacer nada frente a la difusión de hechos escandalosos que rozan el Código Penal o directamente se zambullen en él, en una suerte de mal entendido “espíritu de cuerpo” o a modo de mecanismo de compensaciones políticas. No es ocioso recordar que no existe proyecto de ley alguno para tornar operativa esta obligación constitucional, ya porque a ningún legislador le interesa, ya porque menos aun al Gobierno, ya porque nadie tiene demasiado interés en enfrentarse con el enorme poder de los medios.
Sería bueno que la Legislatura en un acto de osadía política se anime a dar el debate sobre la necesidad o conveniencia de reglamentar esta polémica disposición constitucional, nunca tan actual en los tiempos en que la corrupción parece haberse enseñoreado de los destinos de la República y su naturalización por la ciudadanía constituye un peligroso comportamiento social que corroe los cimientos mismos del sistema democrático.
*Ex senador y ex convencional constituyente.