Condena a los genocidas: la liberación del peso que significó conocer el dolor que atravesó a gente querida

Por Gamal Taleb (*)

Comienzo de esta forma lo que sólo pretende ser una crónica personalísima acerca del significado del proceso penal que acaba de condenar a los responsables locales del terrorismo de estado, porque cuando llegué y por boca de las víctimas más cercanas a mí, mis padres, me enteré de los aspectos cruciales de la sentencia condenatoria, sentí precisamente eso: que esta decisión final del que considero era el mejor juez que podía tener este proceso penal (por su imparcialidad, prudencia, contracción al trabajo e inteligencia) era no sólo un acto de justicia, sino que además, en lo personal (y no puedo evitar aquí referirme a mí mismo) tuvo un efecto liberador, que sentí instantáneamente; eso que Borges buscaba al escribir, es decir, librarse de aquello que las víctimas transmitían en sus relatos, lo conseguí con una decisión que, maguer el acierto o error sobre cada una de las cuestiones abordadas (lo que continuará, seguramente, siendo objeto de debate jurisdiccional), es sabia heredera de la tradición más noble de nuestra justicia: la del nunca más, con su efecto simbólico y reparador, en la medida en que les dice a los agraviados por el poder invisible, omnímodo e ilimitado de la dictadura que los que les sucedió es terrible y que un Estado de Derecho que se precie de tal debe investigarlo y juzgarlo; en todo tiempo, sí, pero con limitaciones: el respeto de los derechos fundamentales de los acusados.

Aclaro para evitar cualquier malentendido: librarse no es postular una forma del olvido; nunca podría hacerlo, porque sé desde mi infancia que a las personas que más quiero les sucedieron en su cuerpo y en su alma cosas horribles; me refiero a algo distinto: a librarme del peso que significó conocer el dolor que los atravesó, en la medida en que fue –dentro de las humanas posibilidades- reparado en el plano complejo de la comunicación simbólica del derecho penal, al reafirmarse mediante la imposición de la pena la vigencia de normas jurídico- penales que son derivaciones del más elemental precepto de convivencia social y humana: “no dañarás a otro”. La pena es la negación del mal cometido. Dejar a las torturas y vejaciones (y homicidios) sin juicio es transmitir el mensaje contrario: que es admisible en un sistema democrático el quebrantamiento impune de tales normas. El resto, sin ánimo de polemizar con nadie, me resulta mucho menos importante frente a tan magnífico resultado restitutivo: si seis años de prisión es poco o mucho, o si, por razones de edad y humanitarias, les corresponde o no la prisión domiciliaria, etc. Lo que a mí me interesaba, y en lo individual siento que obtuve, era el mejor juicio posible dentro del estado de derecho, conducido por un juez imparcial; y, si en el decurso del mismo, se conseguía probar la autoría y culpabilidad de los responsables, como finalmente se logró hacer, tenía la expectativa de que se dicte una sentencia condenatoria, que al mensurar la pena tenga en cuenta tanto las razones de prevención general positiva y negativa, como las de prevención especial.

Es muy pronto para hacer un análisis elogioso y crítico de dicha sentencia. Sólo puedo, bajo el influjo de ese efecto liberador que mencionaba, referir algunas cuestiones que viví como representante legal de las víctimas en un tramo de los juicios, junto con los Dres. Marina Barbagelata y Marcelo Baridón. En primer lugar, los acusados pudieron ejercer con la mayor amplitud que yo haya visto en un proceso penal su derecho de defensa. Y está perfecto que así fuera. Interpusieron innumerables y variados recursos; recusaron a funcionarios judiciales una y otra vez; pudieron elegir entre el sistema mixto y el inquisitivo, optando por este último; ofrecieron prueba; contestaron argumentos; peticionaron; interrogaron (en algún caso con feroz cinismo) a los testigos y a las víctimas; plantearon nulidades; dilataron; alegaron. Seguramente los condenados recurrirán la sentencia.

En segundo término, pude ver que, luego de la reapertura de la investigación, la justicia brindó el trato digno a las víctimas que antes no habían recibido. Esto lo comprobé personalmente, pues se escuchó a los ofendidos con atención y respeto; con imparcialidad, pero comprendiendo el dolor que les había sido infligido. Se hizo realidad aquél nuevo imperativo del filósofo de la Escuela de Frankfurt, Th. Adorno: “La necesidad de prestar voz al sufrimiento es condición de toda verdad” (Dialéctica Negativa, p. 28). Se construyó, creo, al menos en parte, una justicia anamnética.

Finalmente, se escucharon quejas sobre cuestiones específicas de la sentencia: los montos de las penas, al señalarse que en algunos casos parecían leves; que algunos hechos quedaran sin autor; y la calificación de partícipes necesarios de los responsables. Si bien es un poco apresurado ingresar en esa discusión dado que no he accedido a los fundamentos de la sentencia, lo resuelto por el Juez aparece, en principio, como razonable (lo que no significa verdadero o justificado, ello será una tarea posterior, que requiere una crítica y análisis más profundo). Sólo digo que tales postulados merecen aceptabilidad racional: primero, las penas impuestas se mantienen dentro de la escala penal. Si bien parece una crítica certera decir que estos hechos contienen numerosas circunstancias agravantes, también es verdad que nos encontramos con inculpados de una edad avanzada, lo cual es a mi entender una circunstancia atenuante: tanto es así que la edad de 70 años faculta al Juez para conceder (o no) la prisión domiciliaria. Como fiscal, así lo he argumentado en algunos precedentes, y ellos es válido universalmente (juega aquí el mandato constitucional de resocialización). Segundo, en lo que respecta a la absolución a los imputados de algunos cargos por el beneficio de la duda, habrá que ver el análisis de la prueba que realice el juez. Sólo diré sobre este punto que el llamado “in dubio pro reo” es una preciada garantía procesal (incluso razonable desde el punto de vista cognoscitivo) de la que no debemos renegar quienes nos sentimos parte del movimiento de derechos humanos. Y tercero, escuche decir que en este juicio no hubo autores. Discrepo aquí en toda la línea de la crítica: autores mediatos en virtud del dominio de organización dado por la posición jerárquica que ocupaban dentro del aparato de poder (la conocida tesis de Roxin), fueron Videla, Massera, y el resto de los miembros de la Junta Militar; en nuestra región, Díaz Bessone, Galtieri y Trimarco. En el caso de ellos, no fue posible juzgarlos por muerte o inimputabilidad y, eventualmente, condenarlos por lo que eran, es decir, lo que Roxin llama plásticamente las “figuras centrales” del delito, porque tenían en sus manos las riendas del curso lesivo. En otros casos, los autores de propia mano de las torturas no pudieron ser reconocidos, y esta falta de certeza es un obstáculo para la condena. Sin embargo, la calificación como partícipes necesarios a algunos individuos con la imposición de la pena máxima posible (prisión perpetua) en un caso, o la de 18 años de prisión en otro, es una clara demostración de que el aporte delictivo de los intervinientes fue severamente juzgado y sancionado.

Finalizo con esta breve reflexión, de nuevo autorreferencial. Me siento orgulloso de haber sido parte de estos juicios. De sentir que no me aparté un ápice de lo que siempre defendí y trato de defender hoy en mi rol: el equilibrio, la razonabilidad, la validez y vigencia de los derechos fundamentales. Porque esa es la gracia de los derechos humanos: que valen para todos, aún (y quizá sobre todo) para quienes los vulneraron en la oscuridad. No podría hacerlo de otro modo: mi padre, cuando yo tenía siete años, me hacía pasar por el frente de la casa de una persona que estuvo acusada en estos juicios (y que murió, vale decirlo, inocente, antes de que se realice el juicio), y saludar a toda la familia. A mí no me gustaba, pero al inculcarme en forma insistente esta actitud cotidiana me enseñó que no se debe odiar y mucho menos buscar revancha. Sí sentí que debíamos perseguir justicia y así lo hicimos durante años. De la asunción de ese imperativo (perseguir justicia supone una carga pesada para quien emprende la tarea) siento que me liberé hoy, y esto me produjo una indescriptible emoción.

(*) Fiscal del Poder Judicial de Entre Ríos.

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