Derechos Humanos: murió Clara Fink, la madre que buscó durante 45 años a su hijo

Clara Fink nunca abandonó su lucha. (Foto: gentileza Revista 170 Escalones)

Falleció Clara Atelman de Fink, madre de Claudio Fink, secuestrado y desaparecido por la última dictadura cívico militar en Paraná. Según se informó a ANÁLISIS, el entierro será a las 17 en el Cementerio Israelita.

El 12 de agosto del ’76 se llevaron a su hijo. Estaba en la casa de calle Jujuy. “Lo sacaron a medio vestir de casa, antes de salir a su trabajo. Estaba en Agua y Energía con su papá que entraba un rato antes que él. Dos personas que se presentaron como policías lo vinieron a buscar a casa. Pero antes de golpear acá, lo buscaron en una casa de enfrente donde vivía el teniente Coronel Hernández que estaba en Lotería de Entre Ríos. Cuando él salió de su casa, los reconoció y les preguntó qué estaban haciendo y les mostró la casa donde tenían que golpear. Vinieron y lo sacaron. En la esquina había un auto, lo vieron testigos. Es terrible. Yo no pensaba en desapariciones en ese momento. Recuerdo que una señora me contó que estuvo dos meses sin saber de su hija y yo le pregunté cómo aguantó tanto tiempo. La vida me mostró cómo se aguanta”, dijo Clara Fink en una entrevista del año 2014 a Canal Once.

Ya en 1995, el periodista Daniel Enz, director de este medio, escribió la historia de Fink y otras víctimas del terrorismo de Estado en el libro Rebeldes y Ejecutores:  

“El 12 de agosto de 1976 no parecía tener nada de particular. Don Fink, como cada mañana, dejó de tomar mate con su esposa Clara y se terminó de preparar para ir a trabajar a Agua y Energía. Lo primero que hizo Efraín -un recordado dirigente sindical de Luz y Fuerza, enrolado en la Democracia Progresista de Lisandro de la Torre y Luciano Molinas- fue ver cómo estaba su suegra. No andaba bien de salud y la habían llevado a su casa la tarde anterior. Estaba durmiendo con Claudio en su pieza. “¿Cómo está la abuela?”, preguntó suavemente, luego de abrir la puerta. “Bien, durmió bien”, contestó Claudio, que se ocupó de cuidarla durante toda la noche. Se había despertado unos minutos antes, cuando escuchó a su padre ingresar al baño, pero decidió permanecer por unos minutos en la cama, oyendo las primeras noticias de la radio de AM de Paraná, LT14. La voz de Manuel Lencina era inconfundible. Al que madruga, Manuelito lo ayuda era un programa infaltable en la rueda familiar.

Claudio no se despegaba de la radio a transistores. Estaba preocupado porque dos días antes había sido testigo presencial de un allanamiento que la Policía realizó en una pensión de calle Córdoba, donde fueron  levantados varios chicos. Llegó a su casa antes de la siete de la tarde y les contó a sus padres lo que había visto. Don Efraín, viejo dirigente acostumbrado a las etapas duras, le dio su consejo, aunque estaba tranquilo con la decisión de su hijo de haberse enrolado en los cuadros de la JP. Sus padres, cada vez que llegaban Vergara, Mónica López Alfaro o Carlos Molina para hablar de política, eran felices. En especial don Efraín porque participaba de los diálogos y siempre hacía su aporte.

Ese jueves eran un poco más de las seis de la mañana cuando el padre terminó de cerrar, desde afuera, la puerta principal de la casa. Se encontró con tres desconocidos vestidos de civil. “Somos de la Policía y venimos a detener a su hijo. No nos dificulte la tarea”, señaló quien lideraba el grupo, mientras los restantes lo apuntaban con sendas pistolas calibre 45. Uno de ellos le mostró un papel, pero don Efraín no alcanzó a leer.

Ana Garbarino de Santini, una vecina, estaba esperando a su esposo para que la llevara al trabajo -en la ex Compañía Entrerriana de Teléfonos- y de inmediato ingresó a su casa. Pudo observar que eran cinco los individuos. Dos se quedaron en inmediaciones a la vivienda de los Fink y cuando vieron que un automóvil Ford Falcon, que no tenía nada que ver con el plan trazado, se detuvo a escasos metros, fueron de inmediato a intimidarlo. “Vos no viste nada, ¿sabés?”, le dijeron al conductor, apuntándole con una pistola en la cabeza. Ninguno sabía que el chofer era un empleado de la Lotería de Entre Ríos y que su función era trasladar, todos los días, al entonces interventor del organismo provincial, teniente coronel Virgilio Fernández, vecino de Fink.

La hija del militar, Liliana Beatriz Fernández de Ceballos, había observado toda la situación. También se estaba encaminando hacia su trabajo. Apenas hizo dos metros y regresó a la casa para avisarle a su padre. El teniente coronel ya estaba presto para retirarse. Tomó el arma reglamentaria y salió raudamente. En verdad, creyó que podía ser un atentado contra él, pero al llegar a la vereda conoció a uno de los individuos y se dio cuenta de que eran de su sector. “¿Qué es este atropello, señores?”, preguntó con tono firme. El chofer Juan de Dios Roldán -que nunca quiso reconocer el episodio ante la Justicia Federal, cuando fue interrogado- suspiró aliviado al escuchar al militar. “Es un operativo, mi teniente coronel. Nos vamos a llevar a este zurdito de Fink. Quédese tranquilo”, respondió uno de los paramilitares. “Bueno, Bernardo, está bien. Hasta luego”, dijo el alto oficial, extendiendo su mano para saludar a uno de ellos, a quien conocía como miembro de la Policía de Entre Ríos. Nunca se pudo saber su apellido.

Cuando Fernández se retiraba con su hija, las tres personas que habían ingresado a la vivienda de calle Jujuy 273 sacaban violentamente al joven Fink. Lo llevaban de los pelos y con las manos en la espalda. Claudio tenía pantalones y un buzo, pero estaba descalzo. Los individuos habían llegado hasta su pieza y lo sacaron a medio vestir. No decía nada. Estaba entre sorprendido y confundido. No entendía por qué estaba sucediendo tal situación. El no se consideraba importante en la estructura paranaense de Montoneros, ni había participado de operativo alguno en los últimos tiempos. 

En la esquina de Jujuy y Roca se quedó estacionado un automóvil con otros sujetos, que estaban esperando como apoyo logístico. Don Efraín se abrazó fuerte con su esposa y su suegra. Le resultaba imposible retener a su hijo. Era conciente de que comenzaría un largo peregrinar.

El día 13, Blanca Osuna tenía una cita con Claudio, en un lugar determinado. Blanca no se había enterado de lo sucedido y se preocupó. Claudio era de las pocas personas que sabía dónde estaba viviendo. Cuando llegó a la pequeña casita de calle Alsina, en las inmediaciones los estaba esperando Juan Alberto Nolo o Beto Osuna (asesinado el 24 de septiembre de 1976 en la casa de calle Rondeau, que estaba a cargo de Montoneros). Este último vivía muy cerca de allí; sus padres tenían una panadería en calle Gualeguaychú. Los puso en conocimiento de lo que había sucedido con Claudio el día anterior. Carlos y Blanca no dudaron. Juntaron sus cosas y se fueron de la casa. Se afincaron en Santa Fe.

A los pocos días de la detención de Fink cayeron a la vivienda de Carlos Ricardo Galarza. Como militante de la JUP de la UTN, estaba en el grupo de Claudio, junto a Elsa Díaz, Arturo Píccoli, Marta Terradas, Silvia Arancibia, Héctor Hairala, Vergara y Mónica López Alfaro, entre otros. La mayoría de ellos, junto al padre Pérez, habían logrado el agua corriente para Villa Yatay. Además, formaron el Sindicato Unico de Empleados Públicos. Como secretario general quedó Hugo Avila, afiliado al Frente de la Izquierda Popular (FIP), secundado por Elsa Díaz. También lo componía Fernando Caviglia. A la militancia sindical por la provincia la hicieron en un Fiat 600. Tenían un logro que exhibían permanentemente: en ningún momento habían cedido ante los tentadores ofrecimientos de Enrique Tomás Cresto.

La líder del grupo era Elsa Díaz. Procedente del barrio Maccarone, la tarea en los lugares marginales era su pasión. Admiradora del Che Guevara, su primer amor fue el Toto Menesse, uno de los principales cuadros de Montoneros, quien a principios de 1974 se radicó en Paraná -en la casa de ella- para reorganizar la columna de la regional. La decisión de llegar a Entre Ríos la adoptó luego de ser liberado, en mayo de 1973. Menesse cayó en la propia capital tucumana, en mayo del ’76 y sus restos fueron enterrados en el cementerio de allí, con el nombre de Miguel Angel González Cano.

Galarza trabajaba en la Dirección de Catastro municipal, tenía una fotocopiadora alquilada y era quien le hacía los panfletos a la Regional de la JP, en un local en Avenida 25 de Mayo casi Belgrano. El Flaco vivía a mitad de cuadra. Enfrente había una pensión de mujeres; muchas eran novias de militantes de la JP de Paraná. La noche en que el operativo militar llegó a la casa de Galarza se puso en marcha un mecanismo que ya tenían estudiado: había que salir al balcón y empezar a gritar. Así sucedió. Los uniformados no entendían muy bien la reacción de las jóvenes: todas salieron, con sus respectivos camisones y Galarza tuvo tiempo de escapar.

Acompañado por su novia María Irene Luján, Galarza se fue a Posadas, con intenciones de llegar hasta Brasil. Su hermana María Cristina vivía en la localidad de Pelotas desde 1975. Con su profesión de mecánico a cuestas, enseguida consiguió trabajo en una fábrica de importación y exportación de productos agrícolas. A la oportunidad se la dio un empresario portugués radicado en España, que se encontraba en un bar y con quien se puso a hablar una tarde. Cuando estaba por firmar el contrato se dio cuenta de que le faltaban los documentos. Tuvo que volver a la Argentina. Lo hizo en tren porque no tenía un peso. No podía creer cuando en la estación ferroviaria de Rosario se la encontró a Elsa Díaz. “Llevame con vos, Flaco. Por favor, estoy rodeada”, le dijo. “No puedo, Elsa. No tengo un mango y también estoy escapando”, le contestó.

Galarza nunca pudo sacarse la espina de dolor desde el momento en que se enteró de que, a los pocos días, Elsa había sido asesinada. Después del crimen de Cáceres Monié había decidido esconderse en Rosario. No había tenido ningún grado de participación en el hecho, pero era conciente de su importancia en la estructura de Paraná. Tenía 35 años cuando murió. Estaba conviviendo con un militante montonero que fue detenido y cantó la dirección de donde se encontraban residiendo. Resistió sola hasta el último momento, en la pequeña vivienda. Del operativo militar participaron alrededor de cincuenta efectivos, con sofisticadas armas. El lanzamiento de un cohete voló el techo en los primeros momentos del enfrentamiento. Se metió dentro de un placard, pero igual la acribillaron. Su cuerpo, al momento de ser entregado a sus familiares, tenía alrededor de cuarenta balazos. Era agosto de 1977.

Los padres de Claudio Fink enviaron notas a las diferentes autoridades militares y dependencias policiales, pero las respuestas siempre fueron negativas. “Para mí fue un autosecuestro”, les respondió el general Juan Carlos Ricardo Trimarco cuando le fueron a plantear el problema. “Ya veremos qué podemos hacer”, les dijo monseñor Tortolo. A los pocos días, el vicario castrense volvió a hablar con Clara. “No puedo hacer nada. Nadie sabe dónde está ni qué pasó”, le indicó. Pero a su vez le pidió resignación cristiana. “Dios sabe por qué hace las cosas”, le acotó. Clara dio media vuelta y se fue enojada. Nunca más le iría a pedir un favor.

Como parte de la vieja estrategia, tratando de confundir a la opinión pública, el 25 de enero de 1977 apareció una información en El Diario en la que se consignaba que el Consejo de Guerra había dictado condenas por diferentes episodios relacionados con la lucha armada. Allí se indicaba además que estaban prófugos “los siguientes delincuentes: Norma Beatriz González (a) Noni; Oscar De Zorzi (a) Ruso Pablo; Victorio Erbetta (a) Coco; Mabel Lucía Fontana (a) Liza y Claudio Marcelo Fink”. Todos eran detenidos-desaparecidos, en hechos registrados en los primeros meses de 1976. González, De Zorzi y Erbetta ya habían sido asesinados y desaparecidos. Mabel Fontana recién desapareció el 20 de abril de 1977.

El teniente coronel Patricio Zapata, jefe de la División Personal de la II Brigada de Caballería Blindada de Paraná, de alguna manera orientó la investigación al contestar una carta: “La detención, causas y antecedentes se hallan en el ámbito de las fuerzas policiales”. Zapata tuvo que declarar ante la Justicia Federal un 11 de junio de 1986, pero no aportó ningún dato. “No recuerdo con exactitud el caso, pero aprecio que se habría consultado a la Policía sobre el curso de las investigaciones que ésta había realizado a esa fecha sobre Claudio Fink”, manifestó. Don Efraín Fink había concurrido a declarar nueve días antes. Nunca se enteró si alguna vez se avanzó en la causa: falleció el 7 de agosto de 1986, a los 61 años, cinco días antes del aniversario de la desaparición de Claudio. A sus últimos diez años los destinó a la búsqueda de su hijo. Lo terminó consumiendo la angustia y el dolor”.

Con la muerte de Clara, se fue una de las pocas madres de desaparecidos que quedaba en la provincia. La lucha inclaudicable y pacífica que desplegó ella y otras madres, es un ejemplo de vida a nivel nacional e internacional. 

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