La crisis de la palabra publicada: acerca de “Periodismo instrucciones de uso”

Por Carmen Ubeda (*)

 

Quizás porque el mundo esperado, aunque desconocido, ya está aquí, haya que apelar a otro lenguaje para nombrarlo. Las palabras de las que disponen todos los idiomas se presume que no alcanzan o sencillamente hay que sustituirlas. ¿Regresa el mundo al cero de un Big Bang imaginario? Y para recurrir a otra metáfora ¿debe volver el verbo a hacerse carne? O a la inversa ¿la cosa a hacerse palabra? Sabido es, y bochornoso sería lo contrario, que “el mundo no existe” en su diversidad sin el lenguaje. Lo que no tiene nombre no se reconoce y, por lo tanto, el pensamiento no lo considera. Es la masa amorfa de Emmanuel Kant. Uno de los vehículos de los que se ha valido la humanidad para “enterarse” de lo cercano desconocido y de lo lejano inabarcable fue, es y posiblemente será el periodismo, oficio que nombra. No corresponde aquí mencionar si al nombrar descubre u oculta, da forma o deforma.

Quizás estas comprobaciones hayan llevado a un considerable número de público a leer el compendio armado por Reynaldo Sietecase que integró bajo el título de “Periodismo instrucciones de uso”, inspirado en la gran obra de Georges Perec “La vida instrucciones de uso”. Una docena de prestigiosos y talentosos periodistas de la actualidad exponen sus interpretaciones, sus principios, sus investigaciones y sus deseos respecto de una actividad tan ligada a lo afirmado en el párrafo anterior y paradójicamente tan desdibujada en el campo de su incumbencia. Aunque no de modo público y explícito, en este presente casi inasible, como se dijo antes, parece ser el periodismo el encargado de nombrar el mundo y no simplemente de ser vehículo entre hechos, dichos y sociedad (adviértase que el 0,3% de la “gente” lee otros géneros y es todo lo que lee, fuera de las redes). El gran público, que no es la masa de antaño, pulverizado sensorial e intelectualmente no lee sino estupideces o ignominias de las redes y, en el mejor de los casos, algunos titulares periodísticos de los que Google o algún otro servidor “jerarquiza”. Semioculta, existe también una elite de lectores analíticos, exigentes, críticos que optan por leer de todo un poco y elegir.

 

Una mirada variopinta

 

La percepción de una crisis sin salida inmediata del periodismo es lo que lleva a audiencias interesadas y a periodistas en ejercicio a leer la selección de Reynaldo Sietecase. Publicado hacia fines del 2020, tuvo el favor de la crítica, en algunos casos, silencios inesperados, en otros, o denostaciones inmerecidas (no hace falta hacer nombres ni es éticamente honorable).

Su abordaje es necesario, en particular para las últimas generaciones y más aún para aquellos que opten por la profesión. Claramente, el compendio no sería para la talla de cualquiera, en especial para los que asimilan el periodismo a la fama, al éxito, a la exhibición y a todos los demás epítetos de la decadencia. En tanto, para el convencido ya en ejercicio o a punto de comenzarlo con pasión resulta de gran utilidad. Aunque no sea muy amplio el espectro ideológico (palabra que como todas debe ser revisada), una docena de autores coinciden en haber ejercido el periodismo y la docencia en Estados Unidos, Europa, Argentina, América Latina, en los ámbitos académicos y en los medios más prestigiados, siendo también escritores de ficción, no ficción, investigación. Ellos pintan el paisaje periodístico de las últimas décadas con precisión, con rigurosidad, con data impecable, con originalidad.

En estos encomios está el problema que se le presenta a quien lo lee. Un buen observador encontraría el error precisamente en los aciertos. Los autores pintan, y lo hacen muy bien, pero ahí está el error: sólo pintan, tratan de reproducir y describen los rasgos de una realidad, no para todos conocida, con enunciados, en el mismo plan de buscar la palabra, temerosos o lúdicamente temerarios.

El color que tiñe las pinturas es el que se le podría atribuir a la crisis: todos la mencionan repetidamente cargada con semejantes o disímiles significaciones. Si se realiza un promedio de connotaciones, la carga semántica común es crisis de beneficios, de rentabilidad sin precedentes, de negocios, de identidad empresarial, de caída de ventas publicitarias, de retracción económica del periodismo tradicional frente al digital. Si se desglosan estas denominaciones, salen a la luz un sinnúmero de factores comprendidos por la crisis que los autores se encargan de explicar con pericia profesional.

El primero y más dominante de ellos es el factor económico: léase pérdida de la rentabilidad y del dominio del circuito materia prima –edición - producción – distribución. Las razones fundamentales que esgrimen los autores en general se atribuyen al cambio en el mundo empresarial que no supo o no pudo encarar con rapidez dada la vertiginosidad de la tecnología digital. Casi todos concluyen en que hoy los medios – papel están virando hacia los soportes de las nuevas tecnologías, pero, aun así, parece ser tarde en cuanto a lo ganancial.

El lector se preguntará ¿cuál es el ominoso obstáculo que impide la circulación de esos medios a los que tanto ingenuos como interesados llamaron “independientes”? El impedimento es aparentemente único: la horizontalidad, la confrontación, el ruido, la procacidad, la ofensa, la difamación, las noticias falsas, los delirios de las redes sociales que no siempre, pero más de lo soportable, marcan agenda. Este punto encierra una contradicción, quizás, porque las agendas de uno y otro soporte se entrecruzan, se usan y se roban, también se “pisan”.

Modalidad que induce a la falta de calidad. El fenómeno descripto, conocido por todos, desprestigia y pone en crisis verdaderamente de identidad al oficio periodístico. Sin sustento financiero apropiado, con éxodo de lectores, con periodistas precarizados al extremo en sus condiciones de trabajo, con una sorda tensión con los editores es muy difícil llegar a un periodismo de calidad, a excepción de una elite (no más de diez conocidos por todos, aunque los seguidores nieguen su capacidad de “operaciones sesgadas” y sus desmesurados honorarios).

En cuanto a las pautas publicitarias, sería conveniente que, a partir de este libro, los lectores conozcan la discrecionalidad de las cuentas oficiales. Lo indiscutible es que el cambio de paradigma de una profesión con límites tan inciertos, con campos tan imprecisos se produce a partir de un franco “enroque” en el modelo de negocios. No está a la vista cercana un vuelco positivo, pero habría que recordar que la aparición de la imprenta hizo temblar las tradiciones orales de las más ricas culturas, sin embargo, no terminó con ellas; el surgimiento de la televisión pareció convertir en cenicienta a la radio, pero ella pronto encontró su zapatito real… La era digital, por más nubes que acumule, no va a desatar ninguna tormenta apocalíptica ya que las preferencias, los usos y las costumbres cambian, se transforman, pero la humanidad se va a la vez adaptando y eligiendo.

El tiempo que lleve esta adecuación, este alineamiento “astrológico” resulta imprevisible por ahora. Ninguna máquina, ningún robot sustituyó las manos de los viñateros, los floricultores, los quinteros entre sus verdes o el pensamiento de los poetas y los músicos, aunque esas máquinas hagan poesía y música (afirmación de los especialistas cuyo único problema es que se olvidan quién diseña las plataformas).

Tampoco pueden extenderse (en tiempo y espacio), convirtiéndose en una normal anormalidad, la superficialidad, la procacidad, el agravio, la mentira no chequeada, inverificables… como materia prima del periodismo.

La última afirmación debe percibirse muy esperanzadora. No es éste, en cambio, un optimismo ingenuo: se reconocen las etapas oscuras de un proceso que pueda “limpiarse” para llevar a una nueva naturalización del oficio y su incidencia social.

 

Aciertos, tibiezas y temores

 

 No se coincide con la definición de Sietecase en cuanto a que “Los periodistas estamos moralmente obligados a decir lo que pasa”. La praxis de cualquier profesión no mejora con buenos deseos o con la actitud de una moral individual: sus incumbencias, su campo de acción y sus límites deben estar normatizados, reglamentados precisamente, no alcanza con el mandato moral de cada conciencia ni siquiera sólo con el Código Penal (de la ley de medios “vigente”, contrahecha, “cargada” de parches y con “audiencias” falaces o de su reglamentación, mejor no hablar, después de cuarenta años con más de treinta proyectos desaprovechados, a cual mejores, como el de la “… para la consolidación de la democracia”, de la gestión Alfonsín o el de la Asociación de Prensa de otro signo). Sin embargo, con una actitud lúcida, aunque contradictoria, también afirma que la mala praxis informativa no genera grandes cuestionamientos.

Se está refiriendo a sus propios colegas, al empresariado y hasta al público, pero sólo se queda ahí, se insiste, con miedo a la mirada de los que comparten su oficio, de los “jefes” y de la audiencia. Es evidente que se reúsa a señalar la necesidad de un marco regulatorio consensuado (no confundir, en ninguno de sus casos, con cesura).

Acierta al asegurar que el público de hoy más que informarse busca confirmar sus propios prejuicios y que depende del periodista participar de ese engaño porque, según Sietecase, puede decir NO. La última sí es una seguridad ingenua.  ¿Acaso todavía se cree en el periodismo independiente? El mismo es el que reconoce la tensión constante entre editor y periodista. Ezequiel Fernández Moores desbarata esta posibilidad mencionándola como falacia junto con el otro repetido y desgastado concepto de libertad de expresión.

Es casi inútil decir que no existe ni existió el periodismo independiente porque son empresas que pretenden maximizar beneficios y minimizar erogaciones, como cualquier otra, y mantienen una línea editorial que sirva a sus intereses. Viene bien aquí recurrir al chiste del editor que pide una columna sobre Dios y alguien de la Redacción pregunta “¿a favor o en contra?” Es claro, entonces, el destino que tendrá el periodista que diga NO.

El mismo Sietecase, sin embargo, reconoce que los profesionales del oficio se niegan a reflexionar sobre su propia praxis poniendo como argumento la bandera de la libertad de expresión. Desde el principio, se verá lo enormemente controvertida que es esta opinión. Porque, si se tiene libertad de expresión, se puede decir no, y a la vez, cometer mala praxis, y simultáneamente, contraponerse a los intereses de los editores y, al mismo tiempo, negarse a un cuestionamiento de la práctica profesional, hoy.

Es una afirmación que encierra cuatro o cinco negaciones en sí misma. Casi todos los periodistas que colaboran en esta selección muestran la misma inseguridad y similar parquedad cuando se refieren a los dos conceptos anteriores, con algunas excepciones.

En cambio, el mencionado Ezequiel Fernández Moores evita todo atajo y declama temerario que “La libertad de expresión nos está matando”. Fundamenta semejante declaración en los discursos del odio sin límites que ese principio y derecho humano permite. Según el más audaz de este libro, innumerables hechos de violencia física y de asesinatos en masa tienen su origen en la violencia simbólica de una desnaturalizada libertad de expresión. Quien escribe preserva su juicio al respecto precisamente para que sea el lector quien reflexione. También, Fernández Moores se arriesga a señalar con nombre y apellido a uno de los periodistas, para él, viciado por la mala praxis. Nombra a Jorge Lanata como operador y periodista bandera de Clarín comparándolo con sus años anteriores de práctica. (Por estas horas, el juicio se diluye ya que, frente a las últimas sentencias de la Justicia el nombre parece agrandarse y el rigurosamente juzgado, enorgullecerse).

Los demás no se arriesgan y optan por el silencio, salvo Noelia Barral Grigera que alude al mote despectivo de Mario Pergolini cuando se refiere a los freelance como “frilos” y se pregunta dónde quedó el otrora militante de la trasgresión devenido hoy en empresario calculador. La ofensa tomada como ignominia responde a la desafortunada vida que deben sortear los “frilos”, absolutamente explotados por las empresas mediáticas y cuyos ingresos están muy por debajo de la línea de pobreza.

Otra periodista que nombra y, aunque sea a un muerto no puede desconocerse su valor, es María O`Donnell, cuando relata el estilo de movimiento casi extorsivo de Bernardo Neustadt con sus anunciantes. Y afirma que esa modalidad se convirtió en escuela seguida fielmente hasta hoy (los interesados en los detalles tendrían que leer el libro mencionado).

No se trata de esperar que estos autores hagan el casi siempre irrespetuoso periodismo de periodistas, pero, ahora sí estima quien escribe, que, aunque sea el admirado Martín Caparrós, no debería, frente a la seriedad del problema y la gravedad de la crisis, usar una compleja escritura de metáforas, hipérboles, analogías hilarantes que conducen claramente, muy claramente, a nombres y apellidos indudables sin jugarse y mencionarlos.

Lo dice quien admira sinceramente su obra, su originalidad, el sello absolutamente identificable que imprime a su escritura y, por qué no, la verosimilitud de lo que afirma conceptualmente… pero, al pan, pan… Las caracterizaciones del periodismo click o digital (que él literalmente relaciona con “mierda” y mentira) o el periodismo Gillette que asocia a la petulancia, al dominio de la verdad y que llama “poli poli”, es decir, al detectivesco, al destapa basureros, al que devela la corrupción del poder subrogando a la justicia tienen una escritura que seduce, divierte y también problematiza.

 

“Tengo miedo de perderte…”

 

El otro aspecto que deja sensaciones de ambigüedad en su lectura es el relacionado con la audiencia: es decir a quienes tiene enfrente el periodista. Otra vez, la palabra apropiada sería temor, aunque se parezca más a cobardía o demagogia. Los periodistas o escritores del compendio coinciden, como el mismo recopilador, en que el lector, oyente, televidente o clickeador, sólo quiere confirmar sus prejuicios en los dichos o en las interpretaciones de los hechos difundidos por la prensa.

Más descarnado, aunque al principio parezca sutil, es Caparrós que señala una “sociedad menos educada y entontecida…  la que, como las moscas, cuanto más ‘mierda’ comen, más ‘mierda’ quieren”. Al mismo tiempo, incita a escribir “para un público inteligente, exigente, movilizado que quizás no exista, pero que sólo va a existir si creemos que sí”.

Un consejo mágico en su sentido más alentador porque, quienes ejercen el oficio según sus “instrucciones de uso”, deberían recurrir también a la valentía y al poder (poder para transformar). En tanto, quien escribe se niega a subestimar al lector y siempre lo hace para la audiencia ideal que él señala. La encantadora Graciela Mochkofsky, (porque su colaboración con el libro es verdaderamente festiva para el lector como cronista inigualable), también alude a que “cuando la verdad no es la que la audiencia espera, es incómoda para ella… y a los medios tampoco les interesa la verdad”.

Expresa que “hay una doble batalla que librar: con las fuentes legítimas, con los editores y con el público que cree en lo que mejor le conviene, aunque no sea consciente”. Es la que realiza esa pregunta existencial para la profesión: ¿Cómo hacer periodismo sin un medio? ¿Cómo hacer periodismo en un medio? No es casual que junto con Alarcón haya comenzado la revista Anfibia, una alternativa al sistema.

En tanto, Nataly Schejtman indica que el problema está en las redes sociales “rebosantes de chatarra” con una audiencia hipercuantificada. Es decir, más lejos de aquellos medios que todavía investigan y chequean y muy cerca de la exhibición impactante de dichos o hechos en los que no importa la verdad sino la morbosidad y la espectacularidad. En algunos autores del libro, el público está ausente como si escribieran o dijeran o hablaran o produjeran sin él u ocupados en desentrañar otros dilemas de la profesión: las condiciones laborales de los agentes del oficio, la situación de la actividad en el mundo, los logros de las formaciones sindicales en otros países, lo que mejora la calidad de la información y la producción periodística.

Son verdaderos seminarios ilustrativos, las exposiciones de Noelia Barral Grigera, de Martín Becerra y de Hugo Alconada Mon sobre la situación de la información, la comunicación y la cultura hacia fines del XX, entrado el XXI y más. Cada uno profundiza un aspecto de este campo. Martín Becerra desarrolla el concepto de capitalismo de plataformas, la diferencia entre los modelos de negocios, la situación argentina y la crisis económica esencial que afectará a las dos modalidades con un pronóstico nada alentador para ninguna. En tanto, es uno de los pocos que menciona la falta de políticas públicas y regulación del sistema.

Hugo Alconada Mon se explaya en la formación de un consorcio internacional de periodismo de investigación señalando muchos de sus logros, pero a la vez, entendiendo que los resultados “no producirán cambios reales, sino que sólo despertarán el mayor interés de los lectores”. No obstante, algunas revelaciones de este grupo tuvieron cierta incidencia en la justicia de los países de la región.

Él lo descree citando al fiscal Delgado cuando dice “nunca sabrán lo que pasó sobre las maniobras del lavado y la evasión”. Es justo también recordar que muchos logros de este consorcio internacional se usaron sesgadamente por parte de ciertos periodistas para montar verdaderas operaciones, no por falta de veracidad en la información, sino por mencionar algunos presuntos delitos de la mitad del espectro, ocultando cuidadosamente a la otra. Noelia Barral Grigera profundiza los detalles de la Formación de la Federación Internacional de Periodistas: son 187 sindicatos, 140 países y 600 mil trabajadores. Extrañamente Argentina no está. Esa federación es creadora de una plataforma mundial para el periodismo de calidad. Aunque ciertas propuestas suenen utópicas, en algunos países tuvieron resultados favorables. Barral Grigera es prácticamente la única ensayista que desarrolla propuestas concretas para iniciar una transformación, aunque puedan resultar románticas, ingenuas o polémicas. No hay que desatender la precisa descripción que hace sobre las condiciones laborales de los trabajadores de la actividad.

 

Presentes coincidencias y sospechosa ausencia

 

Como se dijo, cada autor expone particularidades de esta profesión, pero en el conjunto hay sugestivas coincidencias. La más notoria es la que alude a la transformación del paradigma en el sistema, a los abruptos cambios a los cuales debe adaptarse el periodista, a las condiciones laborales no sólo referidas a lo económico sino al pasaje del periodismo de territorio al periodismo de escritorio disminuyendo su calidad, al concepto mismo de la profesión en el que sí pueden detectarse algunas sutiles diferencias.

No es lo mismo mencionar la irrevocable obligación moral que le atribuye Sietecase que la negación tajante de la vetusta objetividad periodística: “El periodismo no puede ni debe ser objetivo.

Las palabras no son inocentes y las omisiones tampoco”. Fernández Moores coincide con von Foerster “La objetividad es el delirio de un sujeto que piensa que observar se puede hacer sin él”. La franqueza merece aclamación por sustraerse de tanto circunloquio soltado al respecto. Estos enunciados muestran la honestidad del autor, a su vez una advertencia sincera frente a sus lectores.

Casi un precepto que no se puede confundir con aquella también franca y siniestra ironía de W. R. Hearst, magnate de los medios estadounidenses, que exclamaba frente a sus empleados “No permitan que la realidad me arruine un titular”. Un ejemplo extraordinario, no podía encontrarse otro mejor para graficar las crueldades del periodismo. Lo que se asimila más a la manipulación, la mentira y el engaño que a la subjetividad sincera de Fernández Moores.

Pero la coincidencia universal, es decir, la que contiene a todos los autores es aquella que ignora la situación del sistema en el interior del país (¿interior?... porque si las provincias son el interior, La Capital es el exterior… y más aún, cuando se habla del interior profundo… si el interior es profundo, el “exterior” ¿es superficial?). No se pueden evitar calificativos. La ausencia de lo que ocurre en las 23 provincias es indignante e imperdonable. Esa es la coincidencia que mal dispone a la lectura de este libro que ocupa los primeros puestos de venta. Es justicia recordar que, aunque sea ligeramente, Fernández Moores menciona las situaciones regionales y locales de cada punto del país denunciando que la usina de contenidos es dominio del centro y de allí se irradia “al interior”. Extraña que el compilador de este volumen sea un provinciano. Claro, quizás no hay que olvidar su origen rosarino, hoy por hoy, sucursal del centro monopólico. Aun así, en la misma Rosario hay periodistas excepcionales que hubiera podido convocar para la selección o a tantos otros encomiables del resto del país.

 

La agonía del lenguaje

 

Aunque aparentemente sea lo último que se trate y se lo confunda con lo superficial o meramente formal, hay algunos autores que se refieren al lenguaje, no exclusivamente como presente o ausente, como selección u omisión, sino como forma que hace a la esencia de los enunciados.

El más destacado es Cristian Alarcón. Su ponencia se distingue por la originalidad. Parece no preocuparle el cambio de paradigma sino, sea el soporte que fuere, encontrar criterios intelectuales y estéticos mediante la experimentación. El precepto es innovar, sin abandonar calidad, seriedad, rigor, interpretación y argumentación, pero siempre con la exigencia de la belleza en la búsqueda de emociones lúdicas. Barre con la lógica anglosajona de la pirámide invertida en la estructura del texto periodístico. Se afirma en el axioma de Byung –Chul Han “La belleza está en mirar de manera transversal aquello que no quieren mostrarnos”. Su ejemplo son las crónicas del nuevo periodismo que pusieron en jaque el paradigma de lo real. Para él hay que escribir en otra lengua como lo hacía Rodolfo Walsh y Truman Capote… Dos periodistas de raza, pero sobre todo grandes escritores, a tal punto que no sería atrevido aseverar que la búsqueda del cómo en el periodismo de no-ficción es anterior en Walsh que en Truman. Entre estas afirmaciones de Alarcón y las de Leyla Guerriero hay un contacto similar. Uno levanta la pasión como rectora, la otra, la desnudez, la palabra descarnada: “ante un hecho horroroso, el periodista tiene la obligación de mostrar el horror y no ser como los “mercachifles” que ocultan lo malo y venden lo bueno”.

La consideración lleva a una utilización impiadosa del lenguaje (al límite del amarillismo). Sin embargo, para Leyla Guerriero “en el periodismo, la estética es una moral”. Según la autora, las notas informan, pero no tocan, no dicen, no dañan. Quizás para el horror sólo corresponde una estética del horror. La finalidad de este lenguaje crudo es impresionar, movilizar al lector para que sienta que lo narrado puede pasarle a él. En tanto, Alarcón plantea a quien lo lee la búsqueda entre los delicados bordes de ficción y realidad con el fin de provocar la emoción. Su defensa de lo que él llama “periodismo gonzo” es problematizante (sobre todo para un recién iniciado): la pasión como rectora, no la declaración. Esta concepción que busca la belleza resulta atractiva, pero tan peligrosa como la que sólo quiere encontrar basura y pestilencia. La reflexión debería encaminarse hacia el logro del equilibrio: para que el lector lo piense…

 

Telón

El análisis de “Periodismo, instrucciones de uso”, ensayo sobre una profesión en crisis, daría para una mayor expansión del pensamiento, pero, de hacerlo, habría que escribir otro ensayo excesivo para este espacio. Con características y sellos propios que confirman sus identidades, los autores manifiestan (sin haberse consultado entre ellos, como lo declara Sietecase) profundas coincidencias. Aunque ya mencionadas, resulta procedente volver a reunirlas para mayor claridad del lector.

Todos los ensayistas detectan la crisis en las actividades de la información, la comunicación y la cultura a niveles mundiales y, más seria, en Argentina y América Latina. Cada uno aporta un aspecto o una perspectiva de la crisis y en el conjunto alcanzan un interesante e ilustrativo acercamiento al fenómeno, lo que lleva a reconocer el abrupto cambio de paradigma en el sistema.

Asimismo, asumen, aceptan o se hacen cargo de acciones de mala praxis en el hacer, pero aquí, como se dijo, las expresiones son tímidas, tibias, aprensivas, a menos, que estén guiados por la prudencia o el respeto hacia sus colegas y las empresas a las que pertenecen. Se hace difícil mantener esta última interpretación ya que entre líneas se percibe recelo, previsión y temor. Quizás sea una actitud común en todas las profesiones el “cubrir” al colega o el sentimiento de que delatar constituye una falta de ética. Según una moral que atienda las normas de una convención social para la convivencia, señalar el delito no constituye una deslealtad, en tanto que ocultarlo, sí una complicidad corporativa.

Cuando los autores abordan el perfil de la audiencia real o ideal a la que se dirigen, igualmente la escritura se torna ambigua y tratan de disimular una cierta disconformidad o enojo con el público. Tres de ellos arriesgan alguna calificación: “Una sociedad menos educada y entontecida” (sic Martín Caparrós); “Un público que sólo quiere confirmar sus prejuicios… le atrae lo que antes le hubiera espantado” (sic Sietecase); “Cuando la verdad no es la que la audiencia espera, se siente incómoda” (sic Graciela Mochkofsky). Ya que el ensayo de mentas se propone descubrir la crisis del periodismo, podría muy bien apelar al otro “lenguaje” que menciona Leyla Gerriero: evitar los miedos que desdibujan la realidad y apelar a un vocabulario descarnado. La audiencia es un componente irremplazable de la comunicación y si no se la caracteriza con toda fidelidad, se está distorsionando el problema y alejando la solución. Los receptores constituyen una masa embrutecida con numerosas excepciones que sólo confirman la regla (embrutecimiento que no se circunscribe a instrucción o saberes básicos que construyen una identidad colectiva o a entender las operaciones elementales del pensamiento sino a la formación de hábitos sociales o actitudes capaces de diferenciar al género humano. Esta obviedad no parte de una ligera generalización sino del estudio de los públicos durante años. Hay que evitar la vergüenza de aceptar tanta abyección porque todos, aún el periodista, pueden estar bajo ese paraguas. No es ésta la ocasión de bucear en las razones del embrutecimiento. Un lector ideal, crítico y movilizado, como Caparrós quiere que exista, es capaz de discernir las causas: precisamente la educación, otro sistema en completa crisis al que ninguno de los autores alude. Es extraño que ninguno de los doce ensayistas asocie de modo inescindible la comunicación y la educación, en tanto que casi todos también ejercen la docencia y algunos son conscientes de lo antedicho, sobre todo, cuando se refieren a las nuevas generaciones a las que les toca educar para la profesión.

Dan a entender su laxitud, su desinterés, su indiferencia, la búsqueda banal de la exhibición, el “éxito” y la “fama” sin comprender la incidencia y los alcances de un oficio que va a la par de la formación como otras instituciones igualmente en crisis. Esta ausencia resulta inaceptable para quien escribe: “algo” debiera hacer que se toquen normativamente los dos sistemas. Qué oportuno sería que los lectores de esta entrega se expidieran al respecto comunicándose con esta publicación: ANÁLISIS, del editor Daniel Enz.

El reconocimiento de la crisis profunda y condicionante de la información, la comunicación y la cultura patente en las empresas mediáticas y en las relaciones del editor con el trabajador preocupan y resienten a los autores en su posibilidad de realizar un periodismo de calidad. Sin una salida a la vista y cercana, algunos optan por las alternativas independientes (como Alarcón o Mochkofsky y otros nombran Anfibia, Chequeado, etcétera) en el que el lector financia la producción, y el mismo Caparrós “que se tomó el buque” de un importante medio estadounidense “para hacer la suya en el mundo digital”.

Para quien es periodista y sigue siendo una de las pasiones de su vida, la selección de Reymundo Sietecase resulta tan atractiva como polémica. Para otros periodistas en ejercicio, por oficio o profesión, quizás altamente necesaria, para los docentes formadores de comunicadores, muy útil, y para los estudiantes de esta carrera, irremplazable (siempre que este abanico de lectores mantenga su calidad de críticos). No deja de flotar, sin embargo, entre las páginas de este ensayo el espíritu inspirador de Tomás Eloy Martínez y su apotegma hoy de difícil aplicación (es necesario, pero no suficiente) “El único patrimonio del periodista debe ser su buen nombre”.

 

(*) Desde Santa Fe, especial para ANÁLISIS.

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