
Por Manuel Lazo, desde Cosquín
El cielo del Valle amaneció aborrascado. Sin embargo, una multitud, desafiando el mal tiempo, caminó en procesión bajo ese manto gris de nubes con presagios de lluvia hasta la plaza del folklore. Es que en Cosquín no hay retirada. Al fin y al cabo, los peregrinos que andan por la vida con la canción adentro, saben como pocos, que la lluvia es un milagro que fecunda el canto y hace latir su sabia.
Es probable que algunas crónicas digan que la lluvia empañó la undécima luna de Cosquín. Me permito la licencia de contradecirlas. Desde otra mirada se puede afirmar que la lluvia le puso magia a una de las noches que la memoria del festival guardará para siempre por los momentos de honda emoción que se vivieron en los festejos de los cincuenta años de este patrimonio intangible de la humanidad.
Eran casi las dos de la madrugada. Las nubes bajaron hasta cubrir la cumbre del Pan de Azúcar, ese cerro imponente desde el que descienden con las sombras todos los duendes musiqueros y que presta su falda cada madrugada para que en ella se posen todos los sonidos que trepan desde el valle. El escenario que evoca el nombre de Atahualpa Yupanqui, recibió entonces a Carlos Pino, Chiquito Catramboni, Quito Figueroa y Pancho Romero. Si… Cosquín logró reunir a los “viejos” Trovadores, los mismos que cantaron aquí por primera vez en mil novecientos sesenta y tres, es decir, hace exactamente cuarenta y siete años.
Hacía tres décadas que esas voces no se escuchaban en el festival y ahora estaban levantándose con el estilo de siempre, con las mismas armonías, con los mismos agradables arreglos que imprimieron un sello de estética que les dio la identidad definitiva. La Zamba del grillo trepó por la gruta de sus gargantas ante un silencio reverencial frente a esa historia. Después se oyó Puente Pexoa, obra en la que sobresale la voz con el caudal intacto del Negro Pino, ese chaqueño militante inagotable del canto.
Enfundados con el poncho coscoíno, del que Los Trovadores son padrinos y que la comisión entregó como reconocimiento a su trayectoria, intentaron despedirse cantando El Paraná en una zamba. Pero faltaba lo mejor: el mayor premio que un artista puede recibir que es el cariño de la gente. Una ovación ensordecedora, tal vez la mayor del Cosquín de oro, surgió de una multitud que se puso de pie en la Próspero Molina.
El mandato inapelable ordenó un tema más y la Canción con todos se hizo una ronda de voces que en la despedida se juntaron para un rugido triunfal que dictaminó que por sobre el tiempo y la ausencia, la esencia misma de nuestro canto, se había impuesto cobrando altura desde su raíz mas auténtica.
El Olimar, el Cosquín y la lluvia.
Me cuesta entender la recurrente idea de algunos programadores de mantener al público de rehén hasta el final de un espectáculo esperando a los artistas más convocantes. Sin que ocurra todas las noches, Cosquín no es la excepción a esa incomprensible decisión.
Braulio López y Pepe Guerra estaban ubicados en el último lugar de la rutina. Jairo, el cordobés de Cruz del eje, y dueño de una técnica vocal admirada en todo el mundo y especialmente en su provincia, tuvo a su cargo la apertura y ocupó más de una hora en su emotivo recital al que invitó al poeta Daniel Salzano.
El conjunto de malambo Sangre Norteña, de Tucumán, ganador del Pre Cosquín, Canto 4, Cascabel de la Delegación de Japón, la excelencia musical de Lito Vitale, Fernando Baraj y Lucho González que invitaron al ganador del Programa Talento Argentino Daniel Negro Ferreyra, Facundo Saravia, Viviana Pozzebon, Pachamama, Leonard Jácome y sus Cuerdas bajo presión, estiraron la noche y todo hacía suponer que los esperados cantores uruguayos, llegarían al escenario cerca de las cinco de la madrugada tras una larga nómina de artistas que incluía la Misa Criolla con Zamba Quipildor, Jaime Torres, Facundo Ramírez, Cesar Isella y el coro Coralia del Viento de Río Cuarto.
Eran las tres de la madrugada. La gran cantante de Caracas, Venezuela, Cecilia Todd estaba ocupando el escenario y promediando su actuación, el cielo dijo basta y como en una misteriosa complicidad con la ansiedad de los espectadores, soltó su cortina de agua. Las miles de personas que colmaban la Plaza Nacional del Canto, comenzaron a retirarse. En pocos minutos pudieron verse los vacíos donde hacía instantes nada más había una multitud.
Cuando muchos desde las calles laterales por las que se retiraban y desde los refugios que los protegía de la lluvia escucharon que Marcelo Simón dijo: “No esperemos más…Aquí están Los Olimareños, fue una sola “atropellada”. Era conmovedor ver cómo la gente mojándose le devolvía el marco multitudinario a la penúltima noche. Los lugares ya no eran propiedad de nadie y espacio de todos al mismo tiempo. Paradas sobre las butacas las miles de personas ahora bailaban y cantaban el ritmo retozón de una chamarra y las banderas de Uruguay y de Argentina flameaban en un signo de hermandad.
Valía la pena exponerse a las inclemencias del tiempo. Allí estaban Pepe y Braulio, juntos por última vez en Argentina cantando las canciones que se hicieron himno de resistencia a la opresión. Emocionaba pensar que Braulio López estaba levantando su voz en libertad en el mismo territorio donde la dictadura argentina en complicidad con los represores uruguayos lo había encarcelado en uno de los tantos centros clandestinos de detención que hubo en Córdoba. Y allí estaban esas canciones que habían irritado al poder despótico y sangriento cantadas ahora por ellos y por el pueblo que las tuvo en su corazón a resguardo de las cadenas: El templau, La sencillita, Nuestro camino, La niña de Guatemala y Angelitos Negros. Fue breve el tiempo; breve pero intenso. Y el final, ese final que todos deseábamos que no llegara, fue nada menos que con el vals de Serafín García, El orejano.
El viejo Río Cosquín, serpenteando entre las serranías, se llevaba el eco de esas voces levantándolas por sus saltos para devolverlas lejos, hasta el corazón fluvial del Olimar paridor de juglares.
Los versos de Mario Benedetti, que nadie dijo pero que todos expresaron, sintetizaron la magia de una noche inolvidable: “Cantamos porque llueve sobre el surco y porque somos militantes de la vida, y porque no queremos ni podemos, dejar que la canción se haga cenizas…”