Por una vida digna: vecinos de Gualeguyachú protestan frente al asentamiento en el que habitan

Por Verónica Toller (*)
(desde Gualeguaychú)

Aplaude. Golpea las manos, con ritmo. Salta cortito y repite: “Ten-go-frí-o/ten-go-frí-o/ten-go-frí-o”. La mujer, de unos 30 años y buzo desteñido azul, es una de las seis o siete que encabezan la protesta. Hay muchos niños. Muchos perros. Varios hombres. “Mi marido trabaja en el campo… va a juntar ramas… pero con la lluvia…”, excusa una. “Yo me quedo en casa y mi hombre cartonea, no hay otra cosa”, dice otra, y son varias las que asienten y se agregan. Tres tienen los bebés en brazos.

A pocos metros, un móvil policial monta guardia con cuatro uniformados de azul.
La protesta surge como forma de llamar la atención al municipio. Semanas atrás hubo otro corte de ruta. En ese momento, trabajadores de la intendencia prometieron ayudas que, hasta ahora, no llegaron. “No damos más”, dicen. Desde el municipio plantean que quienes allí habitan están usurpando terrenos; que no se pueden plantar casas y mejorar techos o pisos porque allí no debería haber ninguna vivienda. Vecinos de otros barrios los miran con desconfianza: “de dónde habrán venido…; seguro los trajo algún político para pagar favores”, se oye de reojo.

Tal vez haya parte de verdad. O no. Ciertamente hay usurpación. Pero pongamos cada cosa en su lugar: hay cuestiones legales, cuestiones laborales, cuestiones de derechos. Y hay, también, familias enteras, niños, bebés, ancianos en estado de absoluta precariedad, hay pobreza a montones, hay frío, lluvia, humedad, ratas, basura, enfermedades, droga, mugre, olor, charcos, animales entre la gente. ¿Qué se hace con todo eso y con todos ellos mientras se soluciona la cuestión legal?

Los casos de broncoespasmo, erupciones cutáneas, diarreas están a la orden del día en el asentamiento. Cristina y Sandro vinieron de Misiones buscando una posibilidad mejor. Ahora, viven con sus 6 hijos pegadito al canal, donde una corriente de agua sucia de un metro y pico de profundidad lleva consigo la basura y hace de cloaca del asentamiento. Ella se queda en casa con los chicos; dos alambres largos atraviesan el terreno, pesados de ropa lavada. Él es hachero.

Entramos al barrio, a ver qué pasa adentro. Dos mujeres nos guían. Pasamos el canal de agua podrida (“se está hundiendo, vio…”, y el socavón llega casi a la mitad de la calle). Una cuadra, dos; hay que prenderse del alambre de púa para no resbalar y cuidarse de los pinchos; el poullover se engancha y alguien bromea: “¡deje eso que no es suyo!”. Doblamos por un pasadizo entre dos “cercos” de costaneros de eucaliptus; es un sendero de barro blandito, con algunas maderas y cascotes que ayudan a no resbalar. Todo el camino está igual: chocolatoso, derretido, patinoso, del tipo (para hacernos entender) de barro chirle y fláccido de los chiqueros. Y lo que no es barro es agua. Adentro de las viviendas, igual: charcos y tierra mojada.

Caminamos y de una y otra cerca salen hombres. No han ido a trabajar hoy. Casi todos son cartoneros o hacheros, changarines. La tarde se va cayendo encima. Baja cada vez más la luz. Mucho mojado. Mucho húmedo. Mucho vulnerable.

Tras el pasadizo se abre el espacio. A la izquierda hay basura tirada, terreno y más viviendas allá. A la derecha, la “casa” a la que vamos. Y más agua acumulada; hay que andar sobre maderas. El suelo es de tierra apisonada y plásticos. Se observan tres divisiones; en una, para los nenes, se puede chapotear. “Lo acuesto acá, no queda otra”, dice la madre. Una manta de lana tejida a mano (punto “santa clara”) hace de puerta de acceso, empapada (cómo pesa la lana mojada).

Charcazos entre los muebles tan precarios. “Vinimos hace dos años. Alquilábamos por acá, pero no pudimos pagar más. Y ahora… los nenes…”. La mujer llora, pero con dignidad. Poquito. Se seca enseguida. “Son gemelos”, apura, y señala a dos hermosones de 4 años, ojos claros, pelos rubios hirsutos como cepillo, que se quedan todo el tiempo sobre la cama porque tiene problemas para respirar y es mejor que no se bajen de allí.

“Estamos en lista del IAPV, pero no sale nada. Y ya vino Lourdes…, prometieron mucho la otra vez. Que nos darían tierra para mejorar los pisos, y chapas-cartón. Pero solamente trajeron cuatro cargas de tierra y ni una chapa”, dice otra vecina.

“Papá está en el baño”, grita uno de los chicos, y se mata de risa. La madre se avergüenza: “¡callate!”. Es que el baño está pegado a nosotros, tras una puerta montada sobre maderas, dentro de la vivienda. ¿Cloacas? ¿Desagote? ¿Cañerías? Bien, gracias. Obviamente, no hay ninguna. Como tampoco hay agua potable (¿de dónde la traen? No alcanzamos a preguntar. Seguramente, hay canillas comunales).

Los que sí hay es luz eléctrica. Están “colgados”. Y en una casa se ve un televisor viejo y grande.

“Todo se me mojó”. Ese “todo” significa una pila de ropas amontonadas sobre una mesa, contra la pared de plástico negro atada con piolas al travesaño que da forma al techo. “Todo” significa que no tiene ropa seca con qué vestir a sus hijos.

¿Llegaron muchos de afuera al barrio? “Naaa…, apenas unas cinco familias de Misiones”, responde alguien. ¿Robos, inseguridad? “Y, sí…” Sobe todo, por las drogas. “Mucho porro. Y vienen unos a vender merca y mosca loca”. Léase: merca es cocaína; mosca loca es mezcla de residuos de drogas. Una bolsita de mosca loca está a 50 pesos. ¿Cómo la compran? “Y, los chicos roban… Hace poco echamos a uno. Andá a vender a tu barrio, le dijimos. No queremos droga acá. Pero muchos consumen”.

Volvemos a la protesta. Las gomas encendidas recortan de rojo lo oscuro del cielo. “Vamos a quedarnos acá”, insisten. Unos 8, 10 perros se pelean, hasta que uno de los hombres carga un palo y los separa. Los chicos juegan a la pelota. Algunos tienen los pies descalzos, mucho barro entre los dedos. Los demás llevan zapatillas mojadas.

La noche se vuelca sobre el grupo. “Nadie ha venido de la municipalidá”, comentan. Hay tres con celulares, y no son del asentamiento. Llaman al despacho del intendente, al móvil, a Acción Social… Desde el conmutador de la casa municipal responden: “acá no hay nadie. Solamente el sereno”.

Dos horas después, volvemos. Siguen allí. El móvil policial ya no está. El grupo se ha hecho más grande, a pesar de la llovizna y de la noche. Siguen encendidas las cubiertas. Hay otro fueguito ahora, con dos ollas enormes arriba. Es que recibieron donaciones: dos packs de arroz, varias cajas de puré de tomates y unos pollos. Así que habrá guiso popular.

Vida de pobres. Unos vecinos del centro les traen zapatillas secas, buzos, remeras… En dos minutos, reparten todo. “Si nadie viene a respondernos vamos a ir a hacer esto mismo a la puerta de la municipalidá”, apuntan dos mujeres.

Un Chevy aparece por calle 1º de Mayo y se topa con el corte. Fondea, hace ruido, encara la vereda y acelera. Pasa con bronca al costado y roza a uno de los nenes. “Pero nosotros estamos protestando pacíficamente”, dicen los del barrio. “Recién se vino un hombre de allá con un machete. Fuimos a la comisaría; hay muchos chicos acá”, ag

La mujer de 30 años y buzo azul descolorido sigue allí. Mete las manos en los bolsillos. Ya no palmea. Los dientes castañetean y llevan el ritmo ahora: “Ten-go-frí-o/ten-go-frí-o/ten-go-frí-o”.

(*) de Gualeguaychú en foco.

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