Mamicu, genio y figura

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1138
La muerte de Gustavo Sánchez Romero

Antonio Tardelli

 

Gustavo Sánchez Romero, el periodista fallecido súbitamente el miércoles de la semana pasada, murió angustiado. Su profesión lo tenía mal. Es inevitable pensar en eso porque el detalle potencia la injusticia de su deceso. Frente a su desaparición los medios de comunicación tradicionales y también las redes sociales reflejaron el cariño que Mamicu supo ganarse a lo largo de su existencia.  Entre quienes manifestaron su pesar se contaron muchos potenciales anunciantes. Especialmente a través de Dos Florines, su sitio especializado en economía, Sánchez Romero le dio voz y espacio a todos los referentes del mundo empresario de la región. Lo hizo de manera desinteresada, sin otro motor que su ímpetu periodístico.

 

Sin embargo, como casi todos los emprendimientos empujados a pulmón, a Dos Florines le anduvieron faltando las entradas publicitarias que le permitieran afianzarse como una empresa cuya prosperidad estuviera a tono con su valía. Le faltaron los recursos materiales para fortalecer esa unidad de negocio que representaba un ingreso permanente para un puñado de redactores. Sánchez Romero, que combinaba su tarea de director de Dos Florines con sus intervenciones como columnista en varios medios diferentes (y en periodismo varios medios no hacen un entero), murió en la incertidumbre económica a la que condena la informalidad. Es pertinente subrayarlo frente a los incontables elogios (incluidos los de quienes perfectamente pudieron ser anunciantes de su criatura) que acompañaron su partida.

 

Mamicu era simpático y solidario. Culto y esforzado. Podía ser divertido y tierno. Hace dos semanas cocinó una carne al horno para que con Sebastián Martínez y Juan Cruz Varela discutiéramos qué hacer este año con el programa de radio del que era columnista. Coincidimos en una definición y diferimos en las acciones inmediatas a emprender. Él proponía un camino y yo defendía otro. Cuando en el grupo de whatsapp detallé el avance de algunas gestiones, comentó: “No quiero saber cómo lo hiciste. No me quiero enterar para no calentarme. El médico me lo tiene prohibido”, reveló resignado. Terco y peleador, convivía con los desperfectos de ese corazón generoso al que hace unas pocas semanas le habían añadido su cuarto stent. 

 

A Gustavo le gustaba recordar sus orígenes humildes. No los traicionaba ni siquiera cuando se codeaba –cosa que sucedía a menudo– con la gente supuestamente importante, la de un pasar muy distante de las estrecheces santafesinas de su infancia. Narraba historias. Recreaba sucedidos. Legítimamente se sentía el centro del universo y se reía de su falta de modestia. “No me ha sido dado el don de la humildad”, se divertía con sus autorreferencias. Era estudioso y lector. Y era conciente –más que nadie– de sus limitaciones. No asumía retos para los que no se sentía calificado. 

 

No ocultaba sus reveses ni sus heridas. Alardeaba de sus victorias pero no escondía sus fracasos. Andaba por la vida rastreando afecto. Era el sujeto ideal para la confidencia. Era el tipo al que siempre se podía recurrir para tomar un café o para comer una pizza. Podía uno desahogarse sabiendo, eso sí, que inevitablemente terminaría él hablando más que nadie. Ya se extrañan sus dotes de anfitrión y sus asados de trasnoche: por alguna razón inexplicable encendía el fuego recién cuando los hambrientos comensales tocaban el timbre de su casa. Nunca antes. No alteró jamás esa rutina desatendiendo las airadas protestas que generaba ese proceder tan desalmado. Acaso pretendía estirar la previa con anécdotas miles –ciertas o inventadas–, en las que cualquier celebridad podía ser protagonista.

 

Se le ensancharía el pecho al comprobar, como se comprobó por estos días, cuánto se lo apreciaba. Se añoran ya sus cuentos de futbolista talentoso, dueño de una habilidad sin par que lo convertían, para quienes jamás lo vimos jugar, en una especie de Trinche Carlovich de entrecasa. Ya se extraña su caminata pesada, su humanidad inmensa, su carcajada genuina, su relato de perdedor. O la orgullosa narración de sus éxitos profesionales. “Me llamaron para jugar en las grandes ligas”, me contó un día frente a una convocatoria laboral inesperada. Ya se lo extraña a Mamicu Sánchez Romero, por genio y por figura.

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