Carlos Juvenal, el periodismo, la pasión y el amor

Por Gabriela Juvenal (*)

 

A mi papá le decían el Negro o el Negrito Juvenal. Él me decía negrita o negrita divina y esa analogía siempre me gustó. Hace un mes hubiera cumplido 82 años y me agarró eso de no saber cómo decir que quiero abrazarlo, escucharlo y contarle 20 años de vida, ja.  

Mi viejo era un apasionado de su profesión: el periodismo. Leía todo el tiempo, armaba su archivo prolijamente, tiraba anécdotas desopilantes, pensaba mucho y no decía nada sin certezas. Estuviera uno de acuerdo o no, el tipo discutía con argumentos.

Yo creía en Dios. Creí en una vida después de la muerte, creí en la fe, creí en las energías, creí en el poder de la mente y en miles de cosas más. También creí en la nada, creí en el chau y ahora no sé bien en qué creo. Como pasar de la Biblia al Materialismo histórico de Marx, del Origen de la tragedia de Nietzsche a los Mantras o de Freud a la autoayuda más berreta.

¿Malísimo?

No sé.

Creo en la memoria.

Cuando me enfermé volví a creer en todo, no como consuelo de bobo. Pensaba en los mil cafés que me tomaría con él en La París- bar histórico de donde vivo- y preguntarle todo lo que no llegué antes del 20 de diciembre de 1996.

Fanático de Racing, no se le escapaba una. Cada vez que voy al cilindro siento que está a mi lado adelantando ya qué jugada hará el jugador o equipo del momento. Racing es más que un sentimiento, qué vamos a hacer.

Nos unió el afecto y el deporte. Él había sido deportista de joven y yo jugaba al hockey en un club de barrio que se hizo grande. Me seguía a todos lados incondicional y, a veces, insoportablemente (ja). Me enojaba cuando, concentrada, pasaba de primera a quinta desde las 25 yardas para tirar el centro al área y el tipo - detrás del alambrado del campo de juego - me hablaba y pedía que siguiera con el dribbling pasando a una y a otra, al arco directo y que lo rompiera en mil pedazos. Todo en segundos.  

- No, pá. Eso no se hace cuando vos querés-, le decía en las charlas.  

Al final, terminaba todo en risas porque yo no lo podía creer. Una vuelta me siguió con el auto en una maratón y cuando llegué, ya casi sin aire, escupí de risa porque estaba ahí, en el final, esperándome.

Era más fuerte que él.

En otra vuelta, en Gesell, terminamos jugando una carrera de 200 metros en la 133 y él, con 51 años, me ganó zarpado. Como fumaba tanto, ni lo imaginé.

"Diste la vida", le dije tentada.

- ¿Viste? Soy viejo, pero conservo juventud.

- Ya veo, Juvenal - respondí sin aire.

Pocos antes de su muerte, estaban todos los diarios desparramados en el suelo - algo habitual- y mientras yo subrayaba nombres como Gordon, Guglielminetti, Sánchez Reisse, Puccio y otros de esa calaña "hermosa" que pedía para sus investigaciones, lo vi dormido en el piso. Pensé lo peor. Había un partido de fútbol en la tele que se estaba perdiendo y eso era imposible. Le toqué la cara y, después de insistir, abrió los ojos. Alivio. No quería que sintiera mi miedo, pero fue tal la tranquilidad que me quedé a su lado, tirada en el piso con mi mano sobre la suya.  

Hacía unos meses que no lo veía bien, ni siquiera en su última etapa de Fútbol prohibido. Era el único programa que me gustaba de los que era parte, no sólo porque El Diego peloteaba con él y otros en una presentación bizarra, sino porque era distinto a todo lo que se consumía entonces.

Maradona lo recordaría sagradamente en un programa homenaje que intenté conseguir y nada. En fin, me fui por las ramas.  

La última vez que nos vimos -antes de que se fuera a una fiesta de la OCAL- cruzamos las sonrisas más preciosas.  

Le había contado una pelotudez, después de empujar el Peugeot 504 roto en la cochera con una de mis hermanas.

Nada, le dije que me cortaría el pelo bien cortito para no atarlo más y me respondió que largo o corto siempre sería hermosa.

Nos miramos cariñosamente, me acarició la cabeza y la ternura quedó fijada ahí.

Fue nuestra despedida.    

A las 3 de la madrugada murió en casa.

Mi mamá me mostró que en su mesita de luz él guardaba los cuentos que yo escribía. Por favor, pensé, encima que le decía que me dedicaría a cualquier cosa menos al periodismo, no pude agradecer ese valor.

No lo sabía.

Pero, por suerte, pude demostrar siempre lo mucho que lo quería y viceversa.  

Me di cuenta que la vida te caga palos con cosas más heavys.

Que las pérdidas son ineludibles.

Que los dolores aparecen cuando quieren.

Que las risas vienen de fábrica.

Que el respeto se gana con respeto.

Que la convicción es una gran virtud.

Que el compromiso da fuerzas.

Que la verdad es vivir de vida.

Que la mentira es vivir muriendo.

Que el amor es un poquito de todo eso.

Que luchamos combatiendo al mal (casi como al capital, ja).

Mi viejo fue hermoso como pudo.

Me quedo con eso para siempre.

 

(*) Periodista en Capital Federal.

 

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