El hartazgo y el derecho

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691
Reflexiones de cierre

Luis María Serroels

Acabamos de recordar el cuarto aniversario de la consumación de gravísimos hechos que sembraron de dolor nuestra patria. Fueron dos días, dos mojones en la interminable búsqueda de la sociedad por encontrar formas de encauzar sus luchas y hacer confluir objetivos comunes.

El 19 y 20 de diciembre de 2001 fueron una especie de ¡basta, carajo! que no se preparó ni ensayó en un laboratorio, que no tuvo un punto consensuado para su origen, pero logró esparcirse como semilla prometedora para sacarles la careta a los verdaderos traidores a las causas populares y a las grandes metas del país.

Una forma de traducir en un mismo idioma el hambre material y espiritual con la saciedad ante las injusticias. La previsible conjunción entre el hartazgo por tanta arbitrariedad y el ejercicio del derecho conculcado a mansalva, no fueron una fórmula explosiva y errática, sino una formidable estrategia de autodefensa y de respuesta ciudadana.

Se ha dicho que la violencia es la partera de la historia, pero también que así como la guerra es el arte de destruir a los hombres, la política es el arte de engañarlos. Pero desde la violencia que desciende desde arriba, inevitablemente nace y crece una comunión que emerge como un volcán hundido en el océano que emerge para transformarse en un fuerte sentimiento avasallante y arrollador.

En el fondo, se trata de las antiguas quejas desatadas por también antiguas mañas políticas. Y se exhiben como emergentes del cansancio social, del agobio colectivo y de la fatiga moral frente a tanto engaño y tanto descaro dirigencial. Fue la época del “que se vayan todos”, que al final terminó en que se quedaran los que debían irse y se fueran muchos que deberían haber continuado.

Ese diciembre de hace cuatro años abrió cauce para que millones de argentinos, entrerrianos y paranaenses, con la espontánea magia de los débiles convertidos en fuertes, se aglutinaran a través de asambleas populares, movimientos vecinales, cooperativas de autogestión, centros de autoconvocados y otras formas de participación solidaria, paralizando de envidia a los mentirosos de discursos apolillados y llenando de orgullo a los postergados que recuperaban su autoestima.

En nuestra Entre Ríos, desde el formalismo de una alianza reducida a los caprichos y el autoritarismo de un hombre impermeable al diálogo, las quejas y las sugerencias, se optó por la descalificación a través de una retórica cargada de odio hasta llegar a esgrimir la peor de las respuestas: la represión salvaje.

Y producto de esa irracionalidad, el trauma lacerante de tres vidas jóvenes inmoladas: Eloísa Paniagua, Romina Iturain y José Daniel Rodríguez, a las que hoy se los sigue matando desde un Poder Judicial que poco reacciona y que termina siendo funcional a las políticas del terror y a la impostergable angustia que provee la impunidad. Ellos han venido muriendo todos los días porque las balas asesinas de asesinos con nombre, apellido y grado parecen girar por sobre sus cuerpos para volver a traspasarlos. Murieron más aún cuando el gobierno radical terminó felicitando la actuación policial represiva.

Por eso, ese 20 de diciembre de 2001 pasó a ser una suerte de lema y escudo del dolor, fermentado en despachos oficiales y lanzado desde la irresponsabilidad de los gobernantes, la que se practica casi como un rito para frenar las demandas sociales y cubrir la propia inmoralidad.

Desde siempre -no es novedad- la Policía ha venido actuando no como respaldo de la seguridad personal y de los bienes de cada uno, sino como elemento protector de los gobiernos de turno. Cada vez que se decidió imponer planes que significaron ultraje contra el bolsillo y la dignidad de los ciudadanos, tan previsible como el repudio de la gente ha sido la respuesta oficial en forma de bastones, balas de goma (y las otras también), vallas, escudos, perros, gases y caballería.

Toda esa parafernalia de pertrechos comprados en silencio sólo servía para que pobres con uniforme de un lado agredieran a pobres sin uniforme del otro, con el común denominador de alacenas, ollas, cacerolas y platos denigrantemente vacíos.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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