
de ANALISIS DIGITAL
El relato de Martín Apaldeti habla por si solo; las intervenciones que se hicieron sirven -en este caso- para dar cierta continuidad al mismo. Describo textual los acontecimientos:
La verdad fui por una caradurez mía, yo estaba en Caseros en 2002, llamé, agarre la guía, pedí una cita. Deje mis datos y le dije que era entrerriano. Pasaron unos días; y me llamaron el 30 de diciembre de 2002 para decirme que la cita era el 31 de diciembre a las 6 de la tarde. Fui. No tenía muchos pesos en el bolsillo. Pasé por una feria y compré un par de libros para que me autografiara. Llegué a la casa; era una cas austera. Sábato recién se levantaba de dormir por que trabajaba y pintaba de noche. Yo estaba nervioso.
Se levantó como cualquier abuelo de 93 años. Tenía una vitalidad impresionante. Me abrazó, muy cálido, me mostró los cuadros del atelier: una serie que había llegado recientemente de una gira por Europa.
Después me mostró la biblioteca: una colección de revistas que había hecho con Silvina Ocampo, un ejemplar de El túnel, con traducción al japonés. Después me invitó a tomar un café.
En un momento de la charla elogió a Juan L. Ortiz. Me hizo sentir bien. Cambiando de tema, y como ese año recién asumía Lula en Brasil le pregunte que pensaba; y me contestó sin profundizar mucho,“me parece bien”.
Al instante me preguntó por que no pintaba. Le dije que ya estaba grande, y con cierta ironía me contestó “hasta los chicos de 5 años hacen unos garabatos maravillosos. Nunca es tarde para hacer arte”.
Con unas respuestas fue medio áspero. Me preguntó de donde era, por que no había venido antes. Le contesté que soy de Paraná, y dijo “claro por que es tan lejos quinientos kilómetros”, nuevamente con esa ironía que lo caracterizaba.
Por otra parte me confesó que le encantaba que lo vayan a visitar jóvenes, que si eran atorrantes le gustaba más, decía. Le conté de mi trabajo en la calesita de la plaza y se rió, dijo “una calesita, que bueno”.
Me decía que como esta medio jodido de día el barrio decidió trabajar a la noche, y por eso se levantaba a las seis de la tarde.
En un momento, sentados en la casa me miró y me dijo: “aquel cuadro se lo cambie a un amigo mío, Berni. ¿Lo conoces no?”. Yo estaba transpirado entero y por momentos muy nervioso y no sabía que preguntar.
De su vida cotidiana, visitaba el club que estaba en diagonal a la casa, iba a jugar al dominó, tenía efusivas partidas. Me llamó la atención la casa austera, un caserón viejo, muy viejo, con una austeridad inversa a la fama que tiene.
Cuando le mostré los libros que había llevado -Sobre héroes y tumbas y El túnel- me dio una vergüenza por que los había comprado recién. Me puso “con cariño para Martín Ernesto Sábato” y apuntó “No tiene nada de malo que compres libros usados, pero lo más importante es que los leas”. Y remató “La próxima vez q vengas te voy a preguntar que otros libros míos leíste”.
El tenía una fundación que se llamaba Los Fogones que financiaba chicos con actividades vinculadas a la cultura y el arte, y yo quise conocer más sobre eso, me pareció muy interesante, pero no volví a hablar con él. Después llamé y había viajado a España, y después supe que no quería ser molestado, ya en los últimos años no estaba bien. Cuando lo llamó De la Rua, le dijo que no tenía tiempo para atenderlo.
Igualmente don Ernesto resulta para mí una persona común, que también fue cuestionada por aquel almuerzo que tuvo con Borges y Videla, pero que también aparece en una foto con Alfonsín entregando el informe de la CONADEP.
Yo lo fui a conocer por que admiro de él las decisiones extremas de dejar de trabajar en Francia para escribir y morirse de hambre acá. Cuando se estaba muriendo de hambre en Córdoba la NASA vino a buscarlo para trabajar y dijo que no; que iba a dar clases en Córdoba.
Cuando me enteré de su muerte se me dio por escribir la experiencia que tuve y publicarla en el Facebook. Lo quería contar por que fue una experiencia donde por un lado se murió un viejo común y corriente, y por otro Ernesto Sábato, y pienso: me abrió la puerta a mí. ¿Por que?