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Por Gustavo Sierra (*)

La venganza es dulce y no engorda, definía Alfred Hitchcock, que sabía de las dos cosas. Donald Trump no tiene ni una pizca del genio del director de cine y mucho menos su humor, pero está disfrutando de la adrenalina azucarada que da la revancha en este tipo de personajes convencidos de su destino de grandeza. 

Trump aplastó a los diez legisladores del partido republicano que se atrevieron a votar en su contra y en favor del juicio político, tras haber incitado a un golpe de Estado y a la toma del Capitolio el 6 de enero de 2021 para que se desconociera el triunfo de su rival demócrata, el actual presidente Joe Biden. Puso mucho dinero y presionó a los dirigentes estatales hasta terminar con las aspiraciones a la reelección de estos Representantes. Cuatro ni siquiera lo intentaron. Ellos y sus familias sufrieron meses de acoso y amenazas por parte de los fanáticos trumpistas. Los más valientes se presentaron para ver cómo sus rivales en las internas conseguían donaciones exorbitantes y el apoyo inesperado de personajes locales que nunca antes habían tenido. Perdieron como en la guerra.

En las últimas horas cayó la más prominente de las enemigas internas de Trump, Liz Cheney. La legisladora tiene credenciales conservadoras impecables como para ser una buena representante en Washington DC del remoto, rural y espléndido Wyoming donde nació. Viene de una familia de rancheros multimillonarios y un padre que se destacó por ser el espadachín de Bush padre cuando enfrentaron a Saddam Hussein en la Primera Guerra del Golfo. Liz es una conservadora de pura cepa, antiabortista, proarmas, defensora de los combustibles fósiles, de la reducción de impuestos, del gasto en armamento y de una política exterior nacionalista dura. Su oposición al matrimonio homosexual la enfrentó públicamente con su hermana lesbiana, Mary. 

Pero todos los puntos anteriores no parecen ser credenciales suficientes para los votantes de este partido cooptado por el extremismo trumpista. Su gran pecado fue reconocer lo obvio, la victoria de Biden en 2020. Trump la puso en su mira de inmediato. En la arenga previa al asalto al Capitolio, en la fría mañana del 6/E fatídico, el entonces presidente llamó a deshacerse de “los congresistas débiles”, los “Liz Cheney del mundo”. Desde entonces, Cheney no sólo apoyó el impeachment de Trump por incitación a la insurrección, sino que desempeñó un papel destacado en la comisión investigadora del Congreso. Un pecado para los que creen fervientemente la mentira de que fue Trump el legítimo ganador de las últimas elecciones.

Esta semana, en el medio de la redada del FBI en la mansión de Trump en Mar-a-Lago, donde se encontraron decenas de cajas de documentos clasificados sobre energía nuclear que se había negado a devolver a los archivos desde hace un año y por los que enfrenta cargos por tres delitos graves, el ex presidente se tomó tiempo para reírse de la derrota que se avecinaba para la mujer que se había atrevido a enfrentarlo. “La mayoría de los impeachers se han ido o se están yendo. La loca Liz Cheney, que rara vez sale de Virginia, será despedida por el gran pueblo de Wyoming el próximo martes”, escribió en la red social Truth Social que se inventó después de que en Twitter no le dejaran decir más barbaridades.

Y lo que es peor, todo indica que las revelaciones de la conspiración de Trump para quedarse en la Casa Blanca a pesar de su derrota, no van a tener un efecto contundente en las elecciones legislativas de este próximo noviembre. Según las encuestas, la mitad de los estadounidenses considera que las evidencias presentadas en las audiencias del Congreso no tendrán ningún impacto en su voto dentro de cuatro meses. Entre los republicanos, esa cifra se eleva a casi el 70%.

Incluso, entre los votantes del partido de Lincoln, Trump sigue siendo una opción para la candidatura a la presidencia de 2024. El otro candidato con posibilidades, el actual gobernador de Florida, Ron DeSantis, un trumpista de la primera hora, está en un empate técnico en los sondeos. Los mercados de apuestas dan a cada uno un 38% de posibilidades de ganar en la nominación presidencial de su partido. 

Como un Napoleón en la isla de Elba, Trump se pasea de un lado al otro de la habitación con las manos entrecruzadas en la espalda. Espera el momento de que lo vengan a buscar sus soldados para retornar al poder. En tanto, disfruta de ese sabor de la venganza que sólo los dictadores de paladar entrenado pueden apreciar.

(*) Periodista - Publicado en Infobae

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