Una bomba en la casa del rector de la UBA

Raúl Laguzzi junto a su pequeño hijo Pablo.

Raúl Laguzzi junto a su pequeño hijo Pablo.

Por Daniel Cecchini (*)

Hace 50 años, el 7 de septiembre de 1974, la banda parapolicial creada por José López Rega hizo estallar un potente explosivo la vivienda de Raúl Laguzzi. Allí estaban también su esposa y su pequeño hijo Pablo. La onda expansiva destruyó el inmueble e hizo caer al bebé por el hueco del ascensor.

Juan Domingo Perón llevaba poco más de dos meses muerto, presidía el país su viuda y la ultraderecha peronista ganaba espacio en el gobierno de la mano del ministro de Bienestar Social, José López Rega, cuando la madrugada del sábado 7 de septiembre de 1974, exactamente a las 3.10, una bomba estalló en el octavo piso del edificio de Senillosa y Guayaquil, en el barrio de Caballito, donde el rector de la Universidad de Buenos Aires, Raúl Laguzzi, vivía con su mujer, Elsa Repetto, y su hijo de cuatro meses, Pablo.

El explosivo de alto poder había sido colocado en el pasillo, contra la pared que daba al dormitorio del bebé y al estallar no solo destruyó el departamento, sino que su onda expansiva hizo volar al pequeño Pablo hasta el hueco del ascensor, por donde cayó. Laguzzi y su mujer dormían en una habitación más alejada y salvaron milagrosamente la vida gracias a una viga que los protegió. Herido y aturdido, el rector de la UBA buscó desesperado a su hijo hasta encontrarlo, todavía vivo pero inconsciente, en el segundo piso, seis más abajo de donde vivían. Alcanzó a llevarlo al hospital, pero fue en vano: murió pocas horas después.

Desde el primer momento, nadie dudó que el atentado –por sus características y por la impunidad con que fue perpetrado– tenía el sello de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), la organización parapolicial que comandaba desde las sombras López Rega. Laguzzi había sido amenazado y el edificio tenía custodia de la Policía Federal, pero los autores no tuvieron dificultad para entrar, colocar la bomba y escapar. Del custodio, ni noticias. Los asesinos habían actuado con la “zona liberada” por la propia policía.

La Universidad en la mira

La lectura política del atentado apuntaba hacia el mismo lugar. Laguzzi, de 33 años, había llegado al rectorado del primer ministro de Cultura y Educación del gobierno peronista, el médico Jorge Taiana (padre), y tenía el apoyo de los decanos de todas las facultades de la UBA y, en una singular coincidencia, de las tres agrupaciones estudiantiles más numerosas: la Juventud Universitaria Peronista (JUP), Franja Morada y el Movimiento de Orientación Reformista (MOR), que respondía al Partido Comunista. Todos buscaban construir una universidad pública más abierta –con ingreso irrestricto– y con programas educativos y de investigación científica acordes con las necesidades de desarrollo del país.

Ese era el proyecto universitario con que Héctor J. Cámpora llegó al gobierno el 25 de mayo de 1973, pero en pocos meses la situación había dado un giro de 180 grados. Con la renuncia de Cámpora y durante el interinato de Lastiri, la derecha peronista había avanzado, después Perón no hizo nada para cambiar ese rumbo y, tras la muerte del líder justicialista, la ultraderecha pura y dura, con López Rega a la cabeza, se había hecho dueña del gobierno.

En ese contexto, el ministro Taiana fue forzado a renunciar el 14 de agosto de 1974 y lo reemplazó Oscar Ivanissevich, un médico de confesa ideología fascista dispuesto a acabar con “la infiltración marxista” en las universidades. Para la “Misión Ivanissevich” –como se llamó a ese objetivo-, rectores como Laguzzi eran piedras en el camino que era necesario remover. Para lograrlo, la Triple A se convertiría en un instrumento letal.

De hecho, el rector sabía que los parapoliciales de López Rega lo tenían en la mira. Ellos mismos se lo habían advertido pocos días antes con una llamada telefónica.

-¿Vio lo que pasó con Ortega Peña? – le preguntó un hombre que no se identificó.

-Sí

-El próximo es usted.

El mensaje no admitía segundas lecturas: Rodolfo Ortega Peña, “El Pelado”, diputado peronista de izquierda había sido asesinado a tiros en la calle el 31 de julio de ese mismo año por la Triple A.

La “depuración” y la Triple A

La Triple A –integrada por policías, culatas sindicales, lúmpenes y oficiales del Ejército– nació en las catacumbas del Ministerio de Bienestar Social en los últimos meses de 1973. Su ideólogo y jefe intelectual visible era el hombre a cargo de ese ministerio y secretario privado de Juan Domingo Perón, José López Rega.

Sus orígenes documentados se pueden rastrear hasta el 1° de octubre de 1973. El 2 de octubre de ese año, el matutino La Opinión, dirigido por Jacobo Timerman, reprodujo en su portada el texto completo de un “Documento Reservado” del Movimiento Nacional Justicialista que contenía instrucciones a sus dirigentes para que “excluyeran todo atisbo de heterodoxia marxista”. Pocas horas después, en su quinta edición, el diario Crónica, de Héctor Ricardo García, también lo reprodujo.

Según La Opinión, el documento había sido leído en una reunión realizada el día anterior en la Quinta de Olivos, de la que habían participado el presidente provisional, Raúl Lastiri, el presidente electo, Juan Domingo Perón -que asumiría su cargo diez días más tarde-, el ministro del Interior, Benito Llambí, el de Bienestar Social, José López Rega, el senador Humberto Martiarena -encargado de la redacción final del texto-, y todos los gobernadores peronistas.

El documento -firmado por Juan Domingo Perón– señalaba que el asesinato del secretario general de la CGT, José Ignacio Rucci, ocurrido el 25 de septiembre de 1973, marcaba “el punto más alto de una escalada de agresiones al Movimiento Nacional Peronista, que han venido cumpliendo los grupos marxistas terroristas y subversivos en forma sistemática y que importa una verdadera guerra desencadenada contra nuestra organización y contra nuestros dirigentes”.

A continuación, decía que ese “estado de guerra” debía ser enfrentado y que obligaba “no solamente a asumir nuestra defensa, sino también a atacar el enemigo en todos los frentes y con la mayor decisión. En ello va la vida del Movimiento y sus posibilidades de futuro, además de que en ello va la vida de sus dirigentes”.

Los “medios de lucha”

Entre las directivas para llevar adelante esa guerra, había una que causó profunda preocupación a varios de los gobernadores presentes. Decía: “Medios de lucha: Se utilizará todos los que se consideren eficientes, en cada lugar y oportunidad. La necesidad de los medios que se propongan, será apreciada por los dirigentes de cada distrito”.

El documento que, como indicaba su título era “reservado”, no debía trascender, pero uno de los gobernadores, profundamente preocupado por su contenido, se lo entregó a un periodista de La Opinión.

“Esto significa dar piedra libre a los comandos de la muerte”, dijo y pidió que el diario no revelara su nombre.

Luego de la filtración, el gobierno negó durante tres días la existencia de esa “orden” hasta que la evidencia no le dejó otra opción que reconocerla.

Con esa autorización –que él mismo había fogoneado– José López Rega se abocó a la creación de su fuerza parapolicial, que comenzó a actuar poco después, primero sin firmar sus acciones y más tarde adjudicándoselas mediante brutales comunicados en los que, además de decir a quién había matado anunciaba nuevas muertes.

La primera acción firmada de la Triple A fue el atentado con explosivos contra el senador radical Hipólito Solari Yrigoyen, el 21 de noviembre de 1973, en el estacionamiento donde guardaba su auto.

Pocos días después, la organización difundió un listado de “condenados a muerte” entre los cuales había dirigentes políticos, militantes de izquierda y de la tendencia revolucionaria del peronismo, dirigentes sindicales combativos, actores, actrices, periodistas, militares como los coroneles Luis Perlinger y Juan Jaime Cesio, e incluso el obispo de La Rioja, Monseñor Enrique Angelelli. Muchos de los nombrados debieron exiliarse para salvar sus vidas, mientras que otros, como Ortega Peña, Silvio Frondizi o el padre Carlos Mugica, fueron asesinados.

Laguzzi e Ivanissevich

Pese al atentado y el tremendo golpe de la muerte de su hijo, Raúl Laguzzi se resistió a renunciar al rectorado, una función con la que se había comprometido fuertemente. Cuando estalló la bomba, llevaba días tratando de conseguir una entrevista con Ivanissevich en un intento de llegar a acuerdos mínimos y de aflojar las presiones que recibía para que se alejara del cargo. El ministro nunca había respondido a sus llamadas.

Luego del asesinato de Pablo dejó de pedir audiencias, pero le envió una carta al ministro, a quien consideraba uno de los responsables del atentado. Allí le decía sin rodeos: “En el día de la fecha, mi hogar y mi familia fueron objeto de un atentado criminal que costó la vida de mi hijo de cuatro meses. Los autores materiales del hecho fugaron impunemente. Su acción contó con el pretexto político que se brindó injustificada e irresponsablemente desde el Ministerio de Cultura y Educación y otras fuentes oficiales, con la excusa de la infiltración ideológica y del desorden interno de la Universidad, así como con la complicidad abierta de las fuerzas de seguridad, que pocas horas antes del atentado levantaron la custodia de mi domicilio. Quiero expresar al señor ministro que estos actos de inhumana y sistemática violencia, contra los sectores que pretenden mantener en alto las banderas de liberación votadas por el pueblo argentino, son también de responsabilidad del gobierno al que pertenece; que ya no volveré́ a insistir con pedidos de audiencia, pues he comprendido cuales son las formas que el diálogo asume hoy en esta dolorosa etapa de la historia argentina”.

El ministro tampoco respondió a esta carta y tres días después del atentado anunció en un discurso la “restauración educativa”, donde anunció la eliminación del gobierno tripartito –docentes, graduados y estudiantes– de las universidades y prometió salvarlas de “la acción disolvente de organizaciones que quieren transformar a los jóvenes justicialistas en marxistas”. En esa línea, el 17 de septiembre, Ivanissevich nombró nuevo rector de la Universidad de Buenos Aires a Alberto Ottalagano, y poco después la policía irrumpió en el rectorado y a las diferentes facultades de la UBA lanzado gases y amenazando con armas de fuego.

Raúl Laguzzi ya no podía resistir. Dejó el rectorado y permaneció oculto durante un mes antes de exiliarse en México y más tarde continuó su carrera de investigador en Francia. Murió en París el 28 de noviembre de 2008.

Para entonces, la justicia argentina estaba procesando a por el atentado en su contra y la muerte de su hijo Pablo a los expolicías Juan Ramón Morales, Miguel Ángel Rovira y Rodolfo Almirón, tres de los principales secuaces de López Rega en la Triple A.

Un fascista en la UBA

El nombramiento del abogado Alberto Ottalagano como reemplazante de Laguzzi en el rectorado de la UBA fue recibido con muestras de repudio y resistido por gran parte del profesorado y el estudiantado.

Durante su gestión, bajo el amparo de la Ley Universitaria del gobierno de Isabel Perón, se restablecieron los exámenes de ingreso y los cupos para regular el número de estudiantes. Una de sus primeras medidas fue expulsar de los cargos jerárquicos a todos los funcionarios de la gestión anterior y los reemplazó por docentes provenientes del fascismo y del nacionalismo católico. También convirtió a las facultades en ámbitos rigurosamente vigilados, con la presencia constante de policías, agentes de inteligencia y celadores en los claustros.

En sus discursos exhortaba al peronismo para que se convirtiera en el “acristianamiento” más puro del fascismo. “El fascismo es el primer nacionalismo popular y social que asoma en la historia ... el justicialismo no se concibe sin la experiencia fascista. La historia futura necesita un nuevo Hitler acristianado. Necesita de un nuevo Hitler católico. Un Hitler sin Auschwitz (o esos campos que se le atribuyen y cuyas pruebas de existencia no me constan). Dios reclama en este momento una espada de fuego. Pero una espada de fuego católica”, llegó a decir.

Durante sus cien días de gestión en la Universidad de Buenos Aires, decenas de profesores debieron renunciar bajo amenaza, once estudiantes murieron como consecuencia de la represión y otros cuatro fueron desaparecidos por grupos de tareas parapoliciales.

(*) Periodista, publicado en Infobae

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