Otra cara en el mismo aljibe

Fátima Acevedo.

Fátima Acevedo.

Por Belén Zavallo (*)

Esta semana que comercialmente resonó como semana de la mujer culminó este domingo 8 de marzo con la aparición del cuerpo de Fátima Acevedo en un aljibe ubicado a mil metros de la casa de Jorge Nicolás Martínez, el padre de su hijo y ex pareja. Hace unos días, el abogado del presunto femicida decía acercando su cara al micrófono que su defendido cooperaba para que Fátima fuese encontrada. El padre de Martínez, por su parte, sostuvo que su hijo era un buen hombre y buen padre, aunque con él tuviese un trato esporádico. Una cadena de voces de varones se escucharon por los medios locales transparentando que no se debe confundir “sospechas” con “aportantes”. Mientras tanto en el país se habló poco de Fátima, en Mar del Plata buscaban a Claudia Repetto, los tres primeros días de este marzo Jordana Belén Rivero (28), Micaela Brenda Gordillo (25), Guadalupe (8), Octavia Colque (39) y Agustina Atencio (17) fueron también encontradas muertas asesinadas por hombres.

Sabemos de Fátima que tenía una voz cansada. En los audios a sus amigas expresaba su hartazgo. “Ya estoy podrida de denunciarlo en la policía y que nadie haga nada, ni la policía ni el juzgado ni nadie".

La tía abuela de Fátima contó en una entrevista que ella casi no hablaba. El silencio de Fátima tenía los gritos en la piel: moretones, cortes en la cara, piernas y brazos. El silencio de Fátima hablaba en el tono que tiene la desesperación, un eco en el que resuenan las historias por las que pasaron tantas otras. Denuncias desestimadas, plazos que no saben del tiempo de descuento. Porque a Fátima el final se le revelaba claro como el agua de un aljibe sucio. Un tiempo sin tiempo en un pozo profundo al que los brazos no llegan. No hubo manos para que Fátima no terminara ahí, porque hubo espacio para que los empujones hiciesen que su caída fuese hasta el fondo.

La mataron a Fátima los policías que no le tomaron las denuncias. La justicia que mira la hora en relojes de marcos dorados. Están ahí y penden de las paredes de los despachos de quienes perciben los sueldos más altos entre los trabajadores. Marcan la hora de llegada y de salida, no saben de necesidades porque se limitan a ser “especialistas” en todo, menos en humanidad. A Fátima la mató la sociedad que repite que son asesinatos y niegan los femicidios y ese odio a la mujer que decide no sostener más vínculos con hombres perversos. Fátima, como todas nosotras, sabía el desenlace: "cuando termine muerta por culpa de él, puede ser que la policía y el juzgado hagan algo, mientras tanto vamos a tener que seguir pagando las consecuencias con el gordo".

Fátima pagó las consecuencias de ser mujer y madre pobre. El costo impuesto y mil veces asumido por nosotras y por las sexualidades disidentes que eligen el género femenino. Tenemos que convivir con el enemigo. Nos habituamos a caminar por la misma vereda física por la que transitan los abusadores de nuestras hijas. Masticamos la rabia, pero nos sentamos en la misma oficina del juzgado que nuestro violador. Hacemos lo que corresponde y nos cuidamos de no provocar. Entonces en las escuelas aparecen las directivas de que vayamos sin calzas, aunque tengamos cinco años, que las polleras tapen las rodillas, que amamantemos en los lugares cerrados, que las lesbianas se besen puertas para adentro, que cubramos las marcas del dolor con maquillaje y que sonriamos cuando nos digan feliz día.

Fátima aparece disgregada en trapos rotos que exhiben la roña de este sistema patriarcal que insiste con matarnos. Como si así nos asustaran. Levanta la bandera alta hecha de piel y sangre, como en los campos de batalla, para que temamos. Nosotras nos abrazamos más fuerte y alzamos la voz por Fátima, por esta y por las otras que se refugian dónde pueden. Queremos semanas de mujeres vivas y libres. Aljibes en los que reconocer nuestras caras. Agua que se levante clara y que limpie la mugre en las fiscalías.

(*) Editora de la sección de Letras de la revista ANÁLISIS. Autora del libro “Todos tenemos un jardín”.

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