
Por Belén Zavallo (*)
Hace varios años, casi que en otra vida, con mi amigo Washington Atencio viajamos a Buenos Aires porque teníamos la idea de fundar una librería, Jacarandá, que ahora es el proyecto tan hermoso que él sostiene y que yo interrumpí con la maternidad de Francisca así que ambos fuimos “padres” como en dos canales paralelos.
Pienso en esta anécdota personal no por mí, sino por el poder de imán, de anzuelo y de tanza que nos movió hacia Alicia Genovese. Juntos en ese viaje a Capital buscamos cosas: telas de Once para la recepción de mi hija mayor, cajas para el emprendimiento, ropa que pudiéramos comprar, buscamos vistas nuevas de edificaciones inmensas para interrumpir un paisaje ilimitado en lo natural pero reducido a la vista con la crecimos de jóvenes en pueblitos austeros, sin siquiera tener un solo ascensor, buscamos sin ufanarnos de nada salir de la chatura.
El querido y gran poeta Martín Rodríguez me dijo por mensaje llevate algo de Ali Genovese y obedientes buscamos un libro que era muchos libros. Un libro de tapa roja.
En el viaje de regreso sentados en un colectivo nos leímos en voz alta La ruta del desierto y lloramos con las manos, desde las manos, con la humedad nerviosa de las palmas, con ese caudal que palpita vivo más allá de la voluntad propia.
Veníamos los dos despellejados y renovando la piel como las iguanas y ahí apareció la poesía de Alicia con el “afecto y la emoción” que después leeríamos en los ensayos de esta mujer que no sabía siquiera que existíamos, pero que escribía siempre para nosotros.
Porque desde la normal ignorancia de nuestra existencia como de tantxs otrxs lectores, Alicia se convirtió en nuestras clases, en los talleres y en nuestros muros de facebook en la voz que podíamos usar para decirnos cómo queríamos ver el mundo. En sus poemas encontrábamos el lenguaje como se encuentran prendas a estrenar siempre a mano. Versos que no se terminaban nunca porque reactualizábamos el sentido en ese despliegue de imágenes y figuras.
Un día tomé una clase magistral y Alicia habló de Carmichael el personaje del libro Sidney West de Gelman y de las puertas del poema, después se materializó el libro “Leer poesía, lo grave, lo leve, lo opaco” y su secuela “Abrir el mundo desde el ojo del poema”. Pero antes, tuvimos a la maestra que ya todo lo iba no enseñando, porque jamás presupone que sabe más que otro, sino que lo iba buscando y abriendo desde su generosa mirada sobre las cosas, desde su aguda y vasta lectura de cada autor que tenía algo para decirle.
Alicia Genovese la poeta, la ensayista, la pensadora que nos abre el mundo para que veamos en él la posibilidad del poema estuvo cerca de nuestro río, de nuevo mojándonos de emoción las líneas de las manos con la cercanía de su oro, con la potencia de alguien que concibe la poesía como discurso que puede enfrentarnos a los otros discursos, fecundos en mentiras (que no es lo mismo que fecundos en ficción), discursos donde lo político se desvirtúa de lo que es, discursos que desarticulan y agotan la mirada sobre lo simple que nutre la sensibilidad humana: la planta que estira demasiado un gajo, el aro sin par, un flamenco y el tobillo esguinzado, la línea del vuelo de los pájaros.
Alicia Genovese articula la poética y la vida, con la invención de un equilibrio que admite la caída. La poeta de la tercera orilla, la del lugar que se acomoda poroso en la madera, la que mantiene abierto el mundo ante nosotrxs.