Un pescador con sandalias bien calzadas

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Reflexiones de cierre

Luis María Serroels

Si gratamente sorprende la buena noticia de que ante la muerte de Juan Pablo II se unan en el dolor expresiones otrora irreconciliables con El Vaticano y la Iglesia Católica, no deja de despertar la atención que ante el hecho vayan surgiendo algunos supuestos exegetas que analizan la Biblia y hurgan en la vida del Papa fallecido, buscándole resquicios que lo descalifiquen y contradicciones que tiendan a minimizar su formidable tarea a través de más de 26 años.

Quizás se cometa el avieso error de querer asimilar a Karol Wojtila con un modelo de perfección que no ha sido tal, como no lo será ningún hombre, falible aun en el largo y espinoso camino hacia la santificación.

El propio Pontífice sería el primero en negarse a semejante rótulo, porque supo que había tenido errores. Pero quienes bucean en su existencia saben que frente a tantos elogios por su obra y a tanta pena por su partida, algo deben decir.

Juan Pablo II nunca se sintió depositario de administrar únicamente la vida de 1.400 millones de católicos. Representante de Dios en la tierra, desde el inicio supo entender su tarea como un servicio a la humanidad toda, porque se llegó a la casa de sus hermanos en la fe, uniendo lazos con otras religiones y, ya en el terreno político, acercándose a regímenes donde si algo escaseaban históricamente eran las compatibilidades con el Trono de Pedro.

Nunca dijo que su mensaje sólo estaba destinado a los católicos. Basta con repasar sus acciones reconciliadoras a domicilio, con desprejuiciada pasión, para comprender lo que significó su papado, eliminando todas las barreras ideológicas para erigir puentes de entendimiento.

Aquéllos acostumbrados a construir su propia moral y que pretenden una Iglesia a la medida de sus conveniencias, intereses y necesidades, presionando para que preceptos inmutables se amolden a sus criterios y ajusten a sus comodidades bajo una sui generis concepción de la ortodoxia, el conservadorismo y el progresismo, ignoran los cimientos mismos de la doctrina social de la Iglesia y la esencia de las verdades evangélicas.

No es malo que los desplazados aspiren a replantear la discusión y el debate. Pero resulta imposible que pretendan respuestas del futuro Papa apelando a la descalificación del predecesor que durante casi un cuarto de siglo supo ponerle un punto de inflexión a una larga historia generando confianza, alejando los viejos fantasmas de la guerra fría y fustigando con inusual dureza a los dueños del poder económico y financiero mundial. Esa especie de máquina de sacrificar vidas mediante la explotación y el hambre, que son otras formas de genocidio cotidiano entre fuerzas demasiado dispares: los cada vez más ricos contra los cada vez más pobres.

Hoy se advierte que algunos opinólogos ahora conocidos por el abandono de su silencio, plantean con exacerbada crítica lo que consideran contrastes de Karol Wojtila, relativizando su incansable obra universal, e incursionan en cuestiones inmutables y exentas de revisión como por ejemplo el aborto. Cargan contra el Papa por su defensa de la vida y se olvidan de que en cada vez mayor cantidad de países, en acuerdos y pactos internacionales, el aborto es considerado homicidio.

Los detractores aparecidos en el propio catolicismo no pueden exigir, bajo una pátina de aggiornamiento, que la Iglesia Católica acepte sumisamente disolver las uniones matrimoniales y cercenar la vida de inocentes indefensos en el vientre materno sólo porque les parecen resabios de conservadorismo. Existen reglas sobre moral que incluso a muchos católicos no terminan de convencer -de hecho no pocos de ellos las vulneran en entrecasa antes de golpearse el pecho en la misa-, pero no se puede tomar un catálogo buscando qué religión conviene más porque prohíbe menos ni golpear las puertas de un templo imponiéndole al pastor condiciones personales antes de ingresar para sumarse a la feligresía.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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