Antonio Tardelli
Antes, el menemato. Los noventa no habían acabado y una mesa grande también invitaba a debatir de política. La mitad de los comensales, menemistas; la otra mitad, furiosamente antimenemistas. El lado menemista de la mesa era un cóctel que reunía a peronistas históricos, radicales que revistaban en oficinas públicas y ex militantes de izquierda descreídos de casi todo. Todos ellos veían en las políticas de entonces una inevitable adecuación a los tiempos. La parte antimenemista, por su lado, sintetizaba el ideario nacional y popular, las posturas estatistas, las demandas de transparencia y todos y cada uno de los tics progresistas. Las diferencias eran insalvables. Por estos días, recorriendo las redes sociales, el periodista halló a más de un comensal menemista llorando por el muerto, floreando palabras que no hubieran desentonado durante la revolución nicaragüense y expresando a viva voz sus mueras para todas las malditas empresas del Grupo Clarín. El pasado se borra.
Se borra el pasado propio y el de los demás. Habrá tiempo para juzgar al ex Presidente muerto y el momento de las valoraciones más críticas, las que se liberen de los frenos inhibitorios, las que se expresen sin el recato que impone el dolor de tantos, arrancará en días o en semanas. Pero los vivos, los actores políticos del presente, los que reaccionan de uno u otro modo ante la reciente desaparición, no pueden escapar del juicio. Algunos de ellos se suman a las loas alterando pasados arbitrariamente. Los auxilia el pasado que huye. O al pasado se le abre la puerta para que huya. También se escinden los roles. Las políticas por Kirchner aplicadas tuvieron un sentido (convencionalmente aceptado, más allá de sus móviles e interpretaciones) y su trayectoria y sus procedimientos, otro. Es llamativo el nivel de incondicionalidad, de adhesión casi acrítica, que en la hora final el dirigente santacruceño supo despertar en determinados sectores de izquierda siendo que su recorrido y sus modos se mantuvieron distantes de los arquetipos generalmente reivindicados desde esa expresión del arco ideológico. Kirchner, peronista de cabo a rabo, ha generado afecto entre los simpatizantes justicialistas y gran entusiasmo entre los izquierdistas que lo despidieron. Habría que ver en este último caso si estamos frente a sentimiento o a cálculo, a humanidad o a política. Pero es curioso hasta el infinito el culto a la personalidad que determinada fracción del progresismo ha rendido a un caudillo de las características de Kirchner.
Los funerales de Kirchner, a quien con razón se le atribuye el mérito de haber reubicado a la actividad política como instancia de transformación, expresaron también una concepción que supone puntos de contradicción con aquella cualidad. El protocolo habilitó a figuras de la farándula (¿continuidades o rupturas?) para que se acercaran al féretro y besaran a la viuda, cosa que estuvo vedada para los representantes de los partidos políticos. Es un símbolo muy fuerte. Reivindicar la política al mismo tiempo que se subestima a los partidos es una marca en el orillo de la era Kirchner. No es éste de los mejores legados del ex Presidente. Así planteada –política sí, partidos no– la idea parece más una respuesta a los sondeos de opinión, un mandato del marketing, que una certeza acerca del modo de concebir la participación popular.
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