¿Por qué somos tan vulgares?

 

Por Roberto Trevesse (*)

Desde el poder, es moneda corriente el agravio, la insensibilidad y la misoginia a toda aquella persona o institución que es diferente o que ideológicamente está en la vereda de enfrente.  El diálogo genuino como herramienta esencial de la democracia, es casi nulo, salvo cuando les interesa o necesitan el apoyo de la oposición que también –lamentablemente- tiene muchos defectos.

Insultar al otro es como si fuera una amenaza. La diatriba tramposa no tiene límites y siempre es culpable no quien gobierna, sino el que estuvo antes. Esta realidad que no quieren ver o según las circunstancias se hacen los distraídos, son los ciudadanos argentinos. Y si mi apuran, gran parte de América Latina.

El escenario de la vida política en nuestro país, es lo más parecido al grotesco. La capacidad de actuar, aparentar, desdecirse o negar los hechos del que hace gala el funcionariado en todos sus estamentos, no tiene límites. La razón o lo evidente se ha transformado en una cuestión inexistente.

Considero que estamos frente a la vulgaridad como manera de hacer política. Todo vale, todo se permite, no importa si no sabe “es de los nuestros”. Vivimos otros tiempos, el desmadre lo vemos y lo sufrimos a diario.

Las generaciones que nacimos en las décadas del 40, 50 y 60 del siglo pasado, aprendimos en clase que el gobernante es un educador. Se espera que enseñe civismo, transmita tolerancia, divulgue una cierta institucionalidad en su manera de ser, hasta en su manera de vestir. Ni que hablar, entonces, en su manera de expresarse.

Pero, en este siglo XXI es solo teoría, porque bien puede ser lo contrario, si con esto se obtiene un beneficio electoral. Tal parece ser el caso. Podríamos debatir sobre si la vulgaridad nos lleva al “populismo” o viceversa.

Así como el civismo hace escuela, lo propio puede ocurrir con la vulgaridad. La verdadera catarata de agravios e insultos, están en los medios y en las redes sociales de manera exponencial y brutal.

¿El uso del lenguaje vulgar es una técnica y estrategia de comunicación política? ¿Es fruto de nuestra declinante educación e ignorancia?

El politólogo y profesor en la Universidad de Georgetown, Héctor Schamis, señala que “A menudo se justifica la vulgaridad bajo el manto de una supuesta conexión con el pueblo, el ciudadano de a pie, las clases populares y demás. Se nos dice que el líder carismático desafía los códigos establecidos, las costumbres burguesas. Las clases populares se identifican con él (o con ella, no deben olvidarse los exabruptos frecuentes de Cristina Kirchner, por ejemplo). Así se desarrolla una cierta pretensión de legitimidad en la normalización de la vulgaridad”.

El lenguaje vulgar, de todas formas, trasciende a las malas palabras. Una persona puede hablar de forma vulgar sin utilizar improperios. Si una persona le dice a un anciano “camina más rápido, viejo, que estoy apurado” está siendo vulgar e irrespetuoso, aun cuando no utilice palabrotas.

Esto daría lugar a que en muchas ocasiones el lenguaje vulgar se convierta en soez al utilizar sus palabras para proferir agravios a otras personas. En concreto, en este sentido lo habitual es emplear palabras que puedan herir al receptor al referirse a su raza, nacionalidad, orientación sexual o capacidad intelectual, entre otras cosas.

Lo vulgar también está vinculado a expresiones que atentan contra aquello que se considera sagrado o que se involucran con temas que son tabú (como el sexo). Del latín vulgāris, vulgar es alguien o algo perteneciente o relativo al vulgo (el común de la gente popular). El concepto hace referencia a aquello que es impropio de personas cultas o de buena educación. El lenguaje vulgar, de todas formas, trasciende a las malas palabras.

La vulgaridad, viene de una mala formación en su casa, en la escuela secundaria y en la Universidad. Esta ha dado grandes personalidades e investigadores, pero al mismo tiempo ha dado miles de profesionales que son vulgares. Lo son en sus modos y maneras, en sus ideas donde repiten lo mismo que se repite en todos los media, en los lugares comunes de todo su decir y obrar. El término vulgar los representa en forma adecuada.

Por caso, el cientista político, Luciano Valle Acevedo describe que “la ciudadanía sigue conociendo, día a día, de fraudes tributarios, cohecho, tráfico de influencias, negociaciones incompatibles, defraudación de recursos públicos a distintas escalas del ordenamiento político territorial, muchos de ellos relacionados con el financiamiento de la política. Es como si tal circunstancia no tuviera fondo. Pretender que ello no impacta negativamente en la vida democrática del país, es una ilusión además de una vulgaridad”.

Es cierto que también hay errores, fallas no advertidas e imprudencias, algunas temerarias, en la composición y color de la crisis. Pero ellas no tienen otro valor que ser meros atenuantes de un problema a estas alturas sistémico de la política nacional.

El ejercicio constante de la vulgaridad se encuentra en las elites políticas, de izquierdas y de derechas, imprimiéndoles un exitismo individualista en sus conductas.

El poeta y escritor Jorge Castañeda, residente en Río Negro, escribió que “vemos frecuentemente en nuestra política vernácula, descalificaciones y exabruptos que nada bien le hacen a la calidad democrática de la provincia. Políticos henchidos de soberbia que si se los da vuelta no se les cae una idea”.

Para luego agregar que “su principal demérito es la vulgaridad, pero se creen geniales vertiendo improperios a diestra y a siniestra, más apropiados para una riña de compadritos que para la acción política. Así no se enamora a la ciudadanía, antes bien se la espanta. Porque hay modos y hay formas para ejercerla”.

 “La vulgaridad –expresaba José Ingenieros- es el blasón nobiliario de los hombres ensoberbecidos de su mediocridad. La custodian como al tesoro, el avaro. Ponen su mayor jactancia en exhibirla, sin sospechar que es su afrenta…”.

Los hombres vulgares están en todas partes y siempre que ocurre, se los encuentra en los ricos, en la clase media y en los pobres, en la avenida y en el suburbio, en los parlamentos y en las cárceles, en las universidades y en los pequeños pueblos.

“En cierto momento osan llamar ideales a sus apetitos, como si la urgencia de satisfacciones inmediatas pudiera confundirse con el afán de perfecciones infinitas. Los apetitos se hartan, los ideales nunca”.

Los políticos mediocres y vulgares “son incapaces de estoicismos y de renunciamientos.

El sociólogo y cientista político, Fernando López Millán se refiere al imperio de la vulgaridad como “…la pereza mental, la falta de sentido del ridículo y de la oportunidad, así como las dificultades para contener los propios deseos e impulsos, son algunas de sus causas”. Luego agrega que “la vulgaridad se manifiesta como pensamiento estereotipado y acción excesiva. Pensar no es fácil. Solo puede pensar verdaderamente quien siente la necesidad de construir una visión personal del mundo, es decir, sancionada por él mismo y no por algún tutor intelectual o espiritual. Ser vulgar, según los diccionarios, es carecer de originalidad…el hombre vulgar interpreta el mundo, ataca y se defiende. Para él, la realidad son las palabras que repite con entusiasmo, muchas veces fingido; pues, aunque suene paradójico, el hombre vulgar puede ser un falso creyente, que adopta las fórmulas en boga para obtener algún beneficio con su uso”.

La vulgaridad y el hombre vulgar no están presentes solo en la política. El hombre vulgar no se arriesga. Quiere una vida cómoda, y eso se consigue con facilidad adhiriéndose con fe ciega a una idea; haciendo lo que otros ya hicieron; excluyendo la autocrítica; retirando la mirada de lo que no nos gustaría ver.

Vale recordar que el premio Nobel de Medicina Federico Leloir (1906-1987) fue velado en su casa y Mercedes Sosa (1935-2009) en el Congreso. En cambio, Néstor Kirchner (1950-2010) fue velado en la Casa Rosada porque su esposa Cristina era la presidente en ese momento.

Alberto Buela Lamas, filósofo y escritor existencialista argentino nos recuerda que, por motivos de especulación política, a Diego Armando Maradona (1960-2020) el gobierno argentino de Alberto Fernández se apresuró a velarlo en la Casa Rosada, cuando lo habitual en casos de personajes públicos importantes es velarlos en el Congreso de la Nación, para que todos los que piensan distinto se sientan cómodos en la casa común de la democracia.

Es que la Casa de Gobierno cambia de color según el presidente que la habita, mientras que el edificio del Congreso es siempre multicolor.

Por lo tanto, para el citado intelectual, el Presidente “no es ni bueno ni malo, es un vulgar. Lo es en sus modos y maneras, en sus ideas donde repite lo mismo que se repite en todos los media, en los lugares comunes de todo su decir y obrar. El término vulgar lo representa en forma adecuada”.

Me gustaría que todos los que lean este artículo se tomen un momento de reflexión para analizar lo que hacemos o mal hacemos –cada uno desde su lugar- en nuestra vida cotidiana y creo que se darán cuenta que nos pasa lo que nos pasa porque los argentinos, en general, nos volvimos abrumadoramente vulgares.

(*) Roberto Trevesse es periodista de Paraná.

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