Políticas de indignidad

Sergio Dellepiane (*)

Dignidad significa que un individuo siente respeto por sí mismo y se valora, al mismo tiempo que es respetado y valorado por sus semejantes. Implica que todos los seres humanos sean tratados en un pie de igualdad, no sólo ante la Ley, y que puedan gozar de los derechos fundamentales que de ellos se derivan. Inviolables e inalienables.

Cuando las palabras se vocean o escriben dan significado al mensaje que se intenta transmitir, pero cuando se repiten incansable e irresponsablemente, pierden el capital significante que las sostiene y respalda. Se deprecian y vacían de contenido.

Especialmente palabras como “dignidad” que, de tanto emplearse en discursos, promesas y denominaciones de agrupaciones de todo tipo, especialmente en el ámbito de la política vernácula, se nos aparece como más devaluada que nuestro propio peso convertible.

Dignidad exige casi la mitad de la población de nuestro país. Es lo que marca el índice de pobreza oficial. Condición cuasi inhumana para demasiados individuos que habitan nuestro suelo y que en muchas ocasiones, sobre todo en tiempo eleccionarios, pueden ser ultrajados y alienados un poco más.

Dignidad reclama la ciudadanía, a una campaña electoral que se reduce en unos, a usufructuar fracasos ajenos y en otros, a desparramar platita en diferentes modos y magnitudes, incluyendo jubilación anticipada para quienes no han tenido ni siquiera el trabajo de “madre” o de ama de casa, hasta el intercambio degradante de derechos elementales por electrodomésticos y/o bicicletas (todo de segundas y terceras marcas). Y sin garantía de fábrica.

Se verifica sin atenuantes aquello de que “el delito supremo contra la dignidad será dar a lo que tiene dignidad el tratamiento que sólo conviene a lo que tiene precio” (J. Goma Lanzón). Hay que remontarse a I. Kant para hallar el fundamento de tan indigna práctica política cuando afirmaba que “aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente, en cambio lo que se halla por encima de todo precio y no admite nada equivalente, eso tiene dignidad”. Desde 1785 se reconoce la conveniencia de calcular el costo de un voto al valor de un lavarropas, heladera o calefón.

Cuando los inquilinos del poder equiparan a sus congéneres con una cosa, dádiva o algún tipo de consumo, lo que hacen es despreciar, sin ambages, la condición humana misma. Aquí, el acto inmoral por excelencia es la cosificación de la persona, el desprecio por su dignidad. Si el menoscabo de la dignidad del ciudadano deshumaniza, la pérdida de la dignidad del gobernante deviene escandalosa.

En la antigua Roma, “dignitas” designaba el rango elevado en comparación con otros pares de la misma jerarquía. De esta distinción proviene la honra de dignatario para todo funcionario. La máxima dignidad en una república recae en la investidura presidencial. La crítica, la mofa, la burla, antes que una amenaza, aparecen como el aviso de que la dignidad investida se ha desvalorizado. Se hace carne aquello por lo que, sin dignidad el rey está desnudo.

La ausencia de dignidad o su pérdida causa estupor y puede atravesar el escándalo para alcanzar el ridículo pudiendo provocar hasta el noble sentimiento de la vergüenza ajena.

Sin embargo, no debe olvidarse que la indignación de los demás, si bien es una emoción intensa, resulta efímera.

Ante la inviabilidad de un estado de indignación permanente en la conciencia colectiva; cuando se torna crónica, los síntomas mutan a indiferencia, apatía y abandono. Muchos de nosotros hemos comprobado dolorosamente, veinte años atrás, que la indignación colectiva sin una vista despejada de un horizonte atrayente y motivador, sólo conduce al desencanto. No ya en los actores de la tragedia sino en el propio sistema de regencia.

Sin embargo, todo escándalo tiene en sí mismo el germen de un cambio social pues, “el asco ante la indignidad indica a la humanidad el camino de su progreso moral”.

Quizás esto explique, aunque imperfectamente, porqué la sociedad que hemos podido construir, atraviesa estos tiempos complicados, en modo paciente y expectante, pues quizás como nadie, comprende que donde hay una necesidad puede no haber derecho, pero mantener la esperanza le resulta dignificante.

Lo que no es poco.

 

(*) Docente

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