Por Daniel Enz
(de ANALISIS DIGITAL)
Francisco Capózzolo se sorprendió cuando del otro lado del teléfono lo llamó, algo nervioso, uno de los directivos de La Forestal de Villa Guillermina.
-Don Paco, le vendemos ya las 35 mil hectáreas que estábamos negociando y las 15 mil vacas. Nos vamos del país…
-¿Pero por qué tanto apresuramiento? -preguntó Capózzolo, sin entender demasiado.
-Esto que acaba de decir el general Perón es grave y preocupante. Nos vamos antes de que empiecen los atentados contra nosotros o la confiscación de tierras, por pertenecer a una firma inglesa.
-¿Pero de qué habla?
-De la frase “Por cada uno de los nuestros que caiga, caerán cinco de ellos”. Acá vienen días de mucha muerte, venganza y violencia. La decisión está tomada. Hágase cargo de esas hectáreas y vemos cómo las paga.
-Pero no tengo ese dinero que reclaman…
-Lo paga como puede y de la forma que quiera.
Era fines de agosto de 1955 y el país estaba convulsionado. La aviación naval ya había bombardeado la Plaza de Mayo y la oposición quería la renuncia del Presidente Juan Domingo Perón. El Ejército, la Marina y la Aeronáutica conspiraban abiertamente contra el general y los comandos civiles comenzaron a entrar en acción. Fue el 31 de agosto que Perón ofreció su dimisión. Una concentración en Plaza de Mayo, organizada por la CGT, lo obligó a retirarla y el general optó por rectificar el rumbo. “Por cada uno de los nuestros que caiga, caerán cinco de ellos”, prometió a la muchedumbre que colmó la histórica plaza.
Fue la primera operación grande que hizo el denominado grupo Arbol Solo, con sede central en la ciudad de Reconquista (al norte de Santa Fe), creado a mediados de la década del ’40 y liderado por Héctor Francisco "Paco" Capózzolo. La firma llegó a tener 400 mil hectáreas en Argentina, 180 mil en Paraguay y casi 500.000 cabezas de ganado entre los campos de los dos países, en su época de esplendor. Le pusieron Arbol Solo porque uno de los primeros predios adquiridos por la empresa, en el Chaco, tenía un solo ejemplar de quebracho, muy grande, metido en un bajo. La sociedad quedó conformada por Capózzolo, Enrique González Kees -que era cuñado de Paco- y Wilson Marconi, casado a su vez con la hermana de González Kees. Pero llegó a manejar un pool de empresas, a partir de la compra del Banco Torquinst en Buenos Aires. Entre ambos esquemas sumó cerca de 14 mil trabajadores.
Francisco -como siempre se lo conoció, porque nadie se acuerda de su primer nombre- era el segundo hijo de cuatro hermanos del matrimonio conformado por Domingo Capózzolo y Carmen Villaseca, mujer proveniente de una familia muy adinerada de la zona. Antes había nacido Dolores, luego Mario Oscar y finalmente María de las Mercedes. El padre de Domingo Capózzolo, a su vez, había llegado al país a principios del siglo. Procedente de Italia se asentó en Romang, una colonia suiza ubicada a 50 kilómetros de Reconquista, donde contrajo matrimonio con Elisa Wingeyer. Al poco tiempo se adentraron en la zona del Chaco santafesino, aprovechando la decisión del gobierno nacional de ceder tierras para colonizarlas. En 1918 compraron la estancia La Mireya en Arroyo Ceibal y luego La Matilde en Malabrigo; o sea, pleno norte santafesino.
Francisco Capózzolo estudió la secundaria deambulando por Reconquista, Rosario y finalmente en Goya (Corrientes). Viajó a La Plata para estudiar Veterinaria, pero no terminó la carrera. Regresó a Reconquista y se capacitó como martillero público, tras lo cual comenzó a trabajar. Puso una feria consignataria en Malabrigo -a unos 40 kilómetros de Reconquista- y logró hacer buenos negocios en los remates. Venía de padecer una tragedia familiar, ante la muerte de su segundo hijo, Francisquito, de 3 años, quien falleció en un accidente camino al Puerto Reconquista. El pequeño iba en el vehículo con su abuelo Domingo. Chocaron con un camión y el niño, que iba parado en el asiento delantero, golpeó muy fuerte con su cabeza en el vidrio, perdiendo la vida casi en forma instantánea.
Paco Capózzolo nunca conoció a Perón, pero sí a Eva Duarte o a su hermano, Juan Duarte, asesinado en 1953. Tenía un amigo, el ganadero Andrés Rossi, oriundo de Capital Federal, pero con campos en la provincia de Santa Fe, en proximidades de la ciudad de San Justo. “Rossi sí era muy amigo de Juan, pero yo no”, acota Capózzolo.
Sucede que durante varios años, en la década del ’60, en Reconquista circuló muy fuerte el rumor de que una supuesta amistad con el hermano de Evita, podría haber derivado en beneficios económicos para Capózzolo, aunque nadie dudaba que provenía de una familia adinerada, en especial la de su madre. “Ese no soy yo”, remarca Paco.
El amigo de Duarte, Rossi, llegó a sumar casi 80 mil hectáreas en proximidades de la ciudad de San Justo y el Departamento Vera. “Siempre sorprendían los camiones que llegaban y bajaban cientos de cabezas de ganado”, recordó un conocedor de la zona.
Rossi falleció hace una década, pero dejó sus inversiones agropecuarias a nombre de sus hijos Andrés y Estela. “En esta zona siempre se dijo que era dinero de Perón y la familia de Evita”, recuerdan los más ancianos, aunque no existe ningún elemento concreto que certifique tal instancia. Lo más cercano es el nombre de un diputado nacional de la provincia de Buenos Aires, Luis Visca, también allegado a Juan Duarte, que ocupó la banca en el Congreso de la Nación entre 1945 y el ’49, que a comienzos del ’50 llegó a la zona de San Justo, compró un campo de unas 5.000 hectáreas y esas tierras luego pasaron a Rossi.
Eva Perón murió el 26 de julio de 1952. Tres meses después -según las investigaciones históricas-, su hermano Juan Duarte -que era secretario privado de Perón- viajó a Suiza “por cuestiones particulares”. Muchas veces se habló de las cuentas que estaban a su nombre en dicho país, pero ello nunca se comprobó en el país europeo. El 9 de abril de 1953 los diarios anunciaron el suicidio de Duarte, quien ya había renunciado al cargo que tenía junto al general. Apareció muerto en su departamento, con un balazo en la cabeza. En meses previos, Duarte había sido vinculado a ciertos negociados, según lo denunciara la CGT. El suicidio fue divulgado al periodismo junto con una carta póstuma al general Perón en la que Duarte hablaba de traidores, reivindicaba su honestidad y al final decía: “Perdón por la letra, perdón por todo”. Cuando llegó la Libertadora, una comisión investigadora determinó, en 1956, que en torno de la muerte de Duarte todo fue “fraguado”, que no se había matado con una Smith y Wesson calibre 38, sino que le habían efectuado un disparo de calibre 45 a más de veinte centímetros de distancia.
También concluyeron que la carta a Perón había sido inventada. La investigación abonó el presupuesto previo de que la muerte de Duarte se había producido en el marco de los hechos de corrupción que el antiperonismo le endilgaba a Perón y a su círculo íntimo. Dos años después, a menos de 60 días de la asunción a la presidencia de Arturo Frondizi, la Justicia reordenó los hechos según la primera versión de 1953. Así reestableció que la muerte de Juan Duarte había sido un suicidio por autodeterminación sin intervención de terceros.
La Forestal
Los ingleses tenían La Forestal Sociedad Anónima, en el norte santafesino, pero también disponían del Frigorífico Bovril, instalado en Santa Elena (Entre Ríos). Capózzolo comenzó a comprar hacienda para los británicos y por eso era considerado un hombre de confianza en la zona. Fueron, en realidad, sus primeros negocios fuertes.
La Forestal, dedicada a la explotación del quebracho, era el grupo económico más importante de la región. A principios del siglo anterior compraron 472.000 hectáreas forestales, derechos sobre otras 197.000 hectáreas fiscales y disponían de 170 kilómetros de vías férreas, por lo cual contaban con su propia flota y puertos fluviales. También disponían de canchas de fútbol, golf, tenis inglés, básquet o bochas y a cada vivienda le hacían colocar red cloacal, luz eléctrica y agua corriente. Eran prácticamente los dueños de La Gallareta, Tartagal, Villa Ana y Villa Guillermina, en el norte santafesino. Llegaron a contar con 2.266.175 hectáreas y emitían su propio dinero -con rigurosa puntualidad- para pagar los salarios de los casi 8.000 obreros, lo que era válido sólo en su territorio. “El señor feudal mantenía a todo el sistema clientelar y a todas esas familias. Y esas familias estaban completas, porque tenían todo y trabajaban para el señor feudal. Pero no había dinero; excepcionalmente alguno pagaba entregando especies, sal por ejemplo, que necesitaban y de ahí viene la palabra salario, que le daba tanto de sal como expendio”, recordaba el ya fallecido escritor santafesino Gastón Gori, quien escribiera las investigaciones más destacadas sobre lo que fue la explotación en La Forestal, lo que incluso sirviera para la realización, en la década del ’70, de la reconocida película Quebracho, de Ricardo Wullicher, íntegramente filmada en Villa Guillermina. La fábrica de tanino de esa población fue la más grande del mundo en la producción del extracto de quebracho colorado.
Esa explotación tenía estadísticas lamentables: en algunas de las localidades, el 45 por ciento de los obreros sufría tuberculosis y el 90 por ciento sífilis. Los trabajadores en los montes de quebrachos, llamados obrajeros, no podían dejar de sudar la camiseta, por más que fuera invierno. Eran en su mayoría correntinos, entrerrianos, santiagueños y también paraguayos. “La Forestal es el ejemplo más claro de la explotación capitalista de un lugar y su método egoísta que finalmente termina en ser la más absoluta depredación. Compra miles de hectáreas de quebrachales, construye las fábricas de tanino, exporta millones de toneladas y, cuando la riqueza natural se termina, se va llevándose hasta los bulones. Deja nada más que tierra arrasada, abandono, miseria, tristeza, decepción. La mejor muestra está en los pueblos abandonados que dejó y que van siendo reconstruidos lentamente por los hijos de los explotados. La primera pregunta es: ¿qué hicieron los gobiernos argentinos con sus partidos ‘nacionales’ y las dictaduras militares que tocaban el clarín antes de sus proclamas contra los ‘enemigos de la patria’. El capital inglés tuvo siempre un sueño de hadas; nadie lo molestó, sólo se preocupó de enviar las divisas con gusto a sangre y quebracho directamente a Londres. Es una caricatura perfecta de aquello que el capital viene a ayudar a los pueblos subdesarrollados. Fue el mismo esquema del petróleo en tantas latitudes de los países de la colonia y la dependencia. Eso sí, cuando los obreros de los bosques y los caminos reaccionaron por su dignidad, vino el garrotazo, la celda, la humillación, la muerte”, recordó el escritor Osvaldo Bayer.
Comenzaron a abandonar el norte santafesino en 1955. Entre 1947 y 1957, las ganancias de La Forestal se calculaban en 50 millones de dólares y hacia 1963, sus excedentes eran del orden de los 750 millones de pesos nacionales. Claro que mientras al Estado santafesino le pagaba 300 mil pesos en moneda nacional, tributaba casi 9 millones de pesos a la corona británica, según el balance del año 1916. Casi en forma paralela a la retirada de los ingleses, comenzó a desaparecer el quebracho, se cerraban las fábricas y crecía la desocupación en cada una de las poblaciones. “Por varios años, fueron pueblos fantasmas”, recuerda Antonio, hijo de un obrero ya fallecido de Villa Guillermina. Se fueron a comienzos de la década del ’60, después de casi seis décadas de explotación del quebracho.
El grupo Arbol Solo pudo pagar en menos de un año el campo de 35.000 hectáreas y las 15 mil vacas que pertenecían a La Forestal, ante los beneficios que le generó la inflación que se produjo con la llegada al poder de la Revolución Libertadora.
Capózzolo se transformó en el hombre clave de los negocios. Ya a mediados de la década del ’60 prácticamente se instaló en Capital Federal y únicamente regresaba los fines de semana a Reconquista. Desde allí generaba cada operación de la empresa, en especial, a partir de los contactos que fue haciendo en los círculos de poder. “Una vez hizo un viaje en avión, sobrevolando unos campos en Buenos Aires y cerró una operación de compra de 68 mil hectáreas; obviamente, sin consultarle a nadie”, se indicó.
En esa época compró también el Banco Popular de Corrientes, que luego se transformó en el Banco de Intercambio Regional (BIR). Duró pocos meses en el Directorio, porque no estaba de acuerdo con la forma de conducir que tenía Rafael Trozzo. “A los seis meses optó por dejar todo; después, con el tiempo, se caería el BIR”, recuerda un ex contador público de la firma.
Carlos Pérez Companc -hermano de Goyo- se convirtió en uno de sus mejores amigos. “Hasta último momento me quiso meter en el negocio petrolero, pero nunca le hice caso. Hoy lo lamento, porque sería multimillonario”, dice Capózzolo.
También trabó una buena relación con el poderoso empresario Alfredo Fortabat -esposo de Amalita-, quien falleciera el 13 de enero de 1976, dejando una fortuna cercana a los 7 mil millones de dólares. La amistad se dio, fundamentalmente, por el desarrollo agropecuario con el que contaba Fortabat, que tanto admiraba Capózzolo.
Fortabat llegó a tener -además de todo un pool de empresas, cuya referencia principal era Loma Negra- un total de 23 establecimientos agropecuarios, con algo así como 160 mil hectáreas y unas 170 mil cabezas de ganado.
A los pocos meses del fallecimiento, Amalita Fortabat -que también se había hecho muy amiga de Paco- le pidió a Capózzolo tener una cena con Carlos Pérez Companc. “Me gusta ese hombre. Quizás podés hacer de intermediario para una futura relación”, le comentó. La cena se hizo en el amplio departamento de los Capózzolo y se extendió hasta las primeras horas de un sábado de primavera. Cuando la sucesora del emporio Fortabat se fue, Capózzolo lo encaró a Pérez Companc.
-¿Qué te parece si hacemos pareja con Amalita?
-No, Paco, disculpame, yo soy hombre de Iglesia y no entro en estas cosas.
La respuesta lo dejó perplejo a Capózzolo, un ejecutivo siempre reconocido por sus dotes de galán. Según cuenta Luis Majul, en su libro Los dueños de la Argentina II, Carlos Pérez Companc fue siempre un ferviente cristiano. Dio sus primeros pasos como profesor particular con alumnos católicos “conseguidos por el ex embajador en el Vaticano, Santiago de Estrada” y en su juventud se pasaba “gran parte del día” en las oficinas que tenía la Acción Católica en Juncal y Suipacha. “Los que trabajaban con él dicen que más que católico practicante, era un fetichista de la religión y un místico incurable. A todo el mundo repartía estampitas y novenas”, acotó Majul. Otras fuentes, siempre lo consideraron como un hombre del Opus Dei.
Una anécdota lo pinta entero. En esa década, un entonces capataz de una de las estancias de Pérez Companc en el Chaco santafesino llegó a las oficinas de Carlos en Capital Federal. Cada uno de ellos, en los diferentes establecimiento del país, tenía una directiva: debían llevar la camioneta Ford F-100 al cumplirse los dos años de uso y retirar una cero kilómetro. El hombre iba a cumplir con ese cometido por primera vez. Al llegar, lo hicieron esperar y observó perplejo la existencia de unas 200 camionetas de igual modelo a la suya, perfectamente estacionadas en un amplio playón. Cuando lo atendió uno de los empleados superiores para cumplimentar el trámite por el cual había viajado, le hizo la pregunta que se le ocurrió al ver ese poderío automotriz.
-Mire, jefe, ¿no habrá forma de comprar para mi una de esas camionetas usadas? Me la podrían ir descontando del sueldo, mes a mes…
-Ni se te ocurra plantear eso, porque te despiden automáticamente. Todas esas camionetas son las que Don Carlos envía como donación a la Iglesia.
“Con la última persona que habló Carlos fue conmigo”, recuerda Paco. Una tarde de marzo de 1977, Pérez Companc y Capózzolo terminaron de cerrar la operación de venta por las grandes tiendas Gath & Cháves y fueron a caminar por calle Florida. Capózzolo se quedó con un negocio fundido, pero con numerosos inmuebles que valían mucho dinero. Pérez Companc recordó que el jefe de la Marina y dueño de buena parte del poder del terror y la muerte en tiempos de la dictadura, el almirante Emilio Eduardo Massera, había pedido que pasara por sus oficinas. “Andá, yo te espero en el bar”, le dijo Paco. Cuando Pérez Companc estaba subiendo las escaleras, tuvo un derrame cerebral. Nunca llegó a las oficinas de Massera, con quien la familia mantenía estrechas relaciones.
Pérez Companc estuvo en estado vegetativo durante casi 7 meses en el Hospital alemán. Falleció el 7 de octubre de 1977, al agravarse su estado con una bronconeumonía.
Massera fue uno de los hombres que más se enriqueció en tiempos de la dictadura. En los registros catastrales figuran a su nombre o de sus hijos varios departamentos en Avenida Del Libertador, Figueroa Alcorta o Corrientes -en Capital Federal-; un amplio campo en el Departamento Almirante Brown (Chaco), de unas 16.500 hectáreas y unas 10 mil cabezas de ganado.
Negocios y Malvinas
Hincha de River -por lo cual llegó a tener un palco en el estadio Monumental, durante varios años-, cultor de la vida sana (no fuma y casi nunca toma bebidas alcohólicas), hombre de acostarse temprano y levantarse en las primeras horas de la mañana, Capózzolo siempre demostró una gran capacidad de trabajo. “Día por medio se subía a un avión, dormitaba en el viaje, pero recorría personalmente los campos”, indicó un allegado. En 1974 Paco Capózzolo decidió radicarse definitivamente con su familia en Capital Federal. Su esposa, Irma González Kees y sus hijos, Enrique y las tres mujeres, María del Carmen, Candelaria y Mandy, ocuparon un amplio piso en una de las zonas más coquetas de Capital Federal. Con el tiempo, Enrique sería el más conocido de todos: primero, por transformarse en esposo de la bella modelo Graciela Alfano; después, por su intento en llegar a la presidencia de Rácing Club, una entidad de la cual siempre fue fanático, aunque también simpatiza con Unión de Santa Fe.
A la determinación de llevar a toda su familia a Capital Federal Capózzolo la adoptó al comprar el Banco Torquinst, con el pool de empresas que tenía, entre ellas la de sanitarios Ferrum, que perdía alrededor de 200 mil dólares por mes en el ‘74. El negocio se lo propuso el empresario Jorge Carnicero, quien desde principios de la década del ’70 vive en Estados Unidos. En el acuerdo económico, Capózzolo pasó a tener una importante porción accionaria en el Banco Riggs, con sede en Washington.
El nombre del inversor argentino, que posee una empresa de leasing de aeronaves y es proveedor de servicios de rampa en casi 70 aeropuertos norteamericanos, reapareció en 1993 en medios nacionales, cuando intentó comprar Aerolíneas Argentinas, entusiasmado por su amigo, el entonces ministro de Economía Domingo Felipe Cavallo. Pero la empresa terminó en manos de los españoles de Iberia.
Capózzolo puso un hombre clave en la conducción del Torquinst: a Leonardo Anidjar, contador público y master en Columbia, quien había sido secretario de Hacienda del gobierno de facto de Roverto Levingston e incluso algunas veces sonó como candidato a ministro.
No tuvieron demasiados problemas con la vuelta del peronismo al poder. A poco de asumido Héctor J. Cámpora, Montoneros le tomó pacíficamente un campo en General Villegas (provincia de Buenos Aires), pero no fue más que por un día, ya que se lo reintegraron sin inconvenientes. Hubo algunos anónimos que, en especial, le llegaron a Enrique González Kees, pero nunca pasaron a mayores. En uno de ellos, una vez, le indicaron el recorrido que hacía su hijo durante toda una jornada. “Si no quiere que le pase nada, deposite 30 millones de pesos” y le indicaban un lugar del Puerto de Reconquista. González Kees llamó a uno de los guardaespaldas que tenían en Capital Federal y le preguntó qué actitud adoptar.
-No haga nada, ni diga nada. Ellos nunca sabrán si recibió o no el anónimo –le contestó el guardián.
El empresario reconquistense siguió el consejo. No obstante, tomó sus precauciones y en algún momento hasta pensó en exiliarse del país. “Vimos la posibilidad de irnos a España a vivir, a Las Canarias”, recordó. Quien lo convenció de que debía quedarse en la Argentina fue el ex presidente Arturo Frondizi. Se habían hecho casi amigos cuando integró la Junta Nacional de la Carne, como representante del norte santafesino. “Ustedes no se pueden ir; tienen su ganado, sus campos, la gente que trabaja con ustedes. No se pueden llevar los campos; tienen que aguantarse un poco la situación”, le remarcó el líder desarrollista. Su socio y cuñado, Paco Capózzolo, ni mensajes anónimos recibió. “Debe haber sido porque era un tipo generoso con los trabajadores. Y los muchachos le apuntaban a los grandes capitalistas, fundamentalmente”, recuerda.
La llegada al poder de la Junta Militar liderada por Jorge Videla reposicionó socialmente al grupo Arbol Solo. Capózzolo tenía una relación personal con el general Albano Harguindeguy, desde tiempos del gobierno de Isabel Perón, cuando el militar fue jefe de la Policía Federal. Y a poco de instalarse el sangriento gobierno castrense, Harguindeguy fue nombrado ministro del Interior. Otro de los amigos de Paco era el general Edmundo René Ojeda, quien pasó a ser jefe de la Policía Federal, que dependía de Harguindeguy. El militar (que a los pocos años apareciera implicado en la denominada Masacre de Fátima, donde fueron asesinados 30 jóvenes en Pilar o en la desaparición de cuatro dirigentes uruguayos en Buenos Aires) era uno de los asiduos visitantes del selecto grupo castrense que llegaba a su departamento capitalino.
Pero también había afinidad con el ministro de Economía, José Martínez de Hoz, abogado, ultraliberal, hijo y nieto de terratenientes, quien por entonces ya dirigía el Consejo Empresario Argentino, un lobby que representaba a los dueños de la tierra y las grandes empresas argentinas y extranjeras.
El socio de Capózzolo, González Kees, a unos 1.000 kilómetros de distancia, en su Reconquista natal, ya era el presidente de la Sociedad Rural del norte santafesino. “Deseamos destacar nuestro reconocimiento a las fuerzas armadas por la toma de decisión, al hacerse cargo de la reorganización de nuestra patria el 24 de marzo de 1976 y del éxito alcanzado en el corto tiempo transcurrido. La represión de la subversión, que salvo hechos aislados nos hace pensar como si hubiese sido una amarga pesadilla, que dejó en nuestros corazones un saldo de angustia permanente por la sangre derramada de civiles, militares y policías caídos a mansalva y los jóvenes perdidos por su confusión, defendiendo ideales que de seguro no fueron inculcados por sus atribulados padres, que jamás podrán dejar de llorar tamaña tragedia”, dijo esa tarde de 1977, en el predio rural, rodeado de autoridades castrenses que no dudaron en levantar el aplauso ante la contundencia de las palabras.
La relación se profundizó cuando Capózzolo, junto a empresarios ingleses y franceses, decidieron, a principios de 1977, comprar el 55 por ciento de las tierras en las Islas Malvinas, perteneciente a la Falkland Islands Company, que timoneaba el monopolio comercial de las islas. Comprendía el establecimiento ganadero Douglas Station, de 59 mil hectáreas, ubicado a 55 kilómetros al este de Puerto Stanley, perteneciente a Harland Greenshields, quien iba a percibir 500 mil dólares por la transferencia al grupo Arbol Solo. El capital francés lo aportaba Madame Meaux, la zarina de la banca de dicho país, a la que Capózzolo conocía muy bien, ya que tenía campos en Corrientes y había sido accionista de la Bovril Company, ya que disponía de tierras en varias provincias y el frigorífico de Santa Elena. La mujer tenía un socio inglés que, a su vez, era amigo de Greenshields. También contaba con un frigorífico lanar, que iba a entrar en el negocio.
Capózzolo viajó a Inglaterra, cenó con Margaret Thatcher y su esposo. La Dama de hierro le dio el visto bueno para la operación. “Usted está bien orientado señor, porque nosotros jamás le vamos a dar la soberanía”, le dijo la poderosa mujer, quien además le confesó, entre otros puntos, que su gobierno gastaba cerca de un millón de dólares por mes en el servicio de correo con Malvinas y que tal situación, de alguna manera, ya le estaba molestando.
La operación fue diagramada por el Banco Central de París y costaba 7,5 millones de libras esterlinas. Capózzolo aportaba 2,5 millones de libras, que serían reintegradas por el gobierno de facto. El ministro de Economía argentino, José Martínez de Hoz, lo llamó personalmente por teléfono, antes de tomar el avión a Inglaterra y le dijo: “Usted termina de acordar la operación, me avisa y en 72 horas nosotros le depositamos el dinero que necesite. Es una decisión del gobierno militar. Cualquier cosa que precise, lo llama urgente a (José María) Dagnino Pastore. El tiene directivas precisas”.
Capózzolo regresó eufórico a la Argentina. Cuando llegó a sus oficinas de calle San Martín, en el Banco Torquinst, se encontró con el mensaje del periodista Bernardo Neustadt. “Llamó varias veces y quiere hablar urgente con usted”, le dijo su secretaria. El empresario entendió que al dato lo habían filtrado los mismos militares. Por un momento creyó que se iba a mantener el secreto y que únicamente quedaría entre los miembros de la Junta Militar, Martínez de Hoz y Dagnino Pastore, ex ministro de la dictadura de Juan Carlos Onganía, quien ya estaba trabajando codo a codo con el poder castrense. Pero se equivocó. Y entendió que no podía dejar de llamarlo al ya reconocido operador periodístico, que ya era uno de los principales voceros del gobierno de facto.
El periodista sabía buena parte de la operación y le faltaban los detalles finales del encuentro en Inglaterra.
-Le cuento, Bernardo, pero no se puede decir, porque se nos cae la negociación –le dijo algo ingenuo Capózzolo.
-Quédese tranquilo, de mi boca no saldrá ni una palabra.
Neustadt no dijo nada públicamente, pero a Capózzolo le quedó claro que fue quien le contó en detalle lo sucedido al periodista Jacobo Timmerman. De inmediato envió a un cronista a verlo al empresario santafesino. La noticia salió al otro día, el jueves 3 de marzo de 1977, en la tapa del diario La Opinión, bajo el título “Falkland Islands Company negocia para vender su patrimonio a un grupo argentino”. En la crónica se consignó incluso que Capózzolo "accedió al diálogo, tras solicitar que no se hiciera público: "Esto no debe trascender porque entorpecería el curso de las negociaciones". Y al final señalaba: "Si contra los deseos del señor Capózzolo, La Opinión difunde la noticia, es porque la misión informativa lo impone; porque el señor Capózzolo no informó sino confirmó; porque no cree que puedan perjudicarse tratativas que sólo están sujetas a su propia lógica interna; y, particularmente, porque lo que está en juego no es un mero negocio privado, sino toda una clave de la vida argentina".
La operación con Inglaterra se cayó en esa misma semana. “Si se hacía el negocio, nunca hubiésemos ido a la guerra de Malvinas y se hubieran evitado tantas muertes. Era la única forma de quedarnos con las islas”, recuerda. A las pocas semanas, el 14 de abril de ese año específicamente, Timmerman fue secuestrado y estuvo desaparecido por varios días, hasta que fue blanqueado y quedó preso en manos del temible jefe de la Policía bonaerense, el general Ramón Camps.
Mientras tanto, Capózzolo recibió en sus oficinas un “Diploma de Honor” firmado por los comandantes de la Junta Militar “en agradecimiento por la actitud desinteresada” en tratar de recuperar Malvinas.
Con el tiempo, Greenshields terminó ganándole un juicio millonario al gobierno británico, por negarle la venta de su establecimiento a un grupo extranjero, al encuadrar el caso en la denominada “Match 22 Situation”, norma que dispone que ningún extranjero puede ser dueño de tierras en las islas, a menos que obtenga una licencia oficial para ello.
En 1979, el prestigioso diario norteamericano, Washington Post, publicó la lista de las 100 familias más ricas del mundo e incluyó a los Capózzolo. Allí consignaba que tenían activos por 500 millones de dólares, una facturación anual de 600 millones y un holding empresario familiar con unas 50 empresas. En ese año, Capózzolo se decidió a financiar una película por el Mundial ’78, después del campeonato logrado por Argentina, tras derrotar a Holanda en la final. Se llamó La fiesta de todos, dirigida por Sergio Renán (que en el ’74 había sido nominado para recibir el premio Oscar por el film La tregua) y con libreto de Hugo Sofovich.
¿Pero fue una iniciativa suya o alguien del gobierno militar lo convenció de la necesidad de hacer la película? -se le preguntó.
-No, fue una idea mía totalmente. Teníamos que mostrarle al mundo cómo habíamos llegado a campeones por primera vez.
Más allá de la relación de Enrique Capózzolo con Graciela Alfano -que ya había participado en varias películas mediocres e inconcebibles, propias de la época dictatorial-, el grupo empresario nunca había incursionado en la actividad cinematográfica. En el ambiente, siempre quedó claro que la decisión de Francisco Capózzolo, de apostar a ese film -donde se trataba de enaltecer a la Nación frente al mundo y demostrar “la alegría del pueblo argentino”, mientras alrededor se secuestraba, se torturaba, se desaparecía y se mataba gente-, fue una devolución de favores a algún encumbrado hombre del poder militar.
Los derechos de la película estaban en manos de los brasileños, quienes soñaban con el campeonato. El negocio lo había terminado de cerrar el entonces presidente de la Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA), Joao Havelange. Capózzolo pagó 600 mil dólares por los derechos, contrató a Renán y pidió por varios actores de su predilección, como Luis Sandrini (cuyo deceso se produciría al año siguiente), Nélida Lobato o Juan Carlos Calabró. Pero también se sumaron Julio y Alfonso de Gracia; Ulises Dumont, Graciela Dufau y Ricardo Darín, entre otros, junto a periodistas y relatores como José María Muñoz, Enrique Macaya Márquez, Néstor Ibarra, Diego Bonadeo o el escritor Félix Luna. Se hicieron 50 copias y se proyectó en casi todas las capitales de provincia del país, en forma simultánea con Buenos Aires. “Se perdieron 3 millones de dólares”, reconoce, 25 años después, alguien que integró la sociedad. “Fue un verdadero fiasco”, acota.
Inversiones y caída
Siempre se dijo que su estancia predilecta fue la de Las Acacias, instalada en General Rodríguez, en la provincia de Buenos Aires. Por lo general era el lugar de descanso familiar, pero en realidad, el preferido para muchos era La Suiza, instalado en Villa Angela, en la provincia del Chaco. “Tenía una pajarera gigante, de dos hectáreas, con todo un tejido de 6 metros de alto y donde estaban todas las especies de aves de la provincia, con una gran laguna”, recuerda un viejo proveedor del lugar. El casco disponía de 12 habitaciones, con cuatro baños, donde se destacaban los grifos de bronce y las bañeras con las patas trabajadas. En el amplio parque sobresalían 8 leones de mármol que había.
“Ellos se subían al avión que tenían en Buenos Aires y estaban en no más de dos horas”, recuerdan. “Era el lugar donde se cerraban los negocios más importantes”, acotan. Los aviones que utilizaban y pertenecían al grupo empresario, estaban en el Aeroclub Reconquista, en Buenos Aires o bien en Paraguay. En el denominado Chaco paraguayo, a unas 300 kilómetros de Asunción, existía también una de las principales estancias de los Capózzolo. Arbol solo compró tierras y un frigorífico que tiempo antes había sido cerrado en el vecino país, aunque hubo que acordar con el presidente Alfredo Stroessner que, en principio, se oponía a las operaciones comerciales. Había además un campo de importantes dimensiones en la zona de Rocha, en el Uruguay, que estaba a nombre de Miguel Rodríguez Diez, yerno de Capózzolo, quien estaba casado con Candela y falleciera en un accidente automovilístico.
Los viajes al Chaco de la familia Capózzolo se hicieron mas reiterativos en 1979. En especial, en meses previos a la inauguración de dos fábricas: Tableros Guillermina -en Villa Guillermina-, destinado a la fabricación de tableros de fibra de madera de mediana densidad y Tamet, en Puerto Vilelas -Chaco-, una fábrica de arrabio, que iba a trabajar en complemento con la planta anterior. La inauguración de ambas fábricas se hizo a fines de julio de ese año. “Viene el ministro Harguindeguy”, se anunció en los pocos medios de la zona, en días previos, pero el general amigo de Paco Capózzolo no llegó a la cita. Tampoco hubo ninguna explicación oficial sobre su ausencia. Semanas antes, el militar había participado junto a Martínez de Hoz de un safari en Sudáfrica y no fueron pocas las caricaturas que le dedicaron varios medios. "Les daba placer herir a la presa para luego matarla a cuchillo, degollarla hasta sentir la lenta agonía de su muerte", recuerdan algunos memoriosos.
Villa Guillermina era una fiesta. En los últimos 15 años se había transformado casi en un pueblo fantasma, después de la retirada de los ingleses de La Forestal. En 1960 había 4.791 habitantes (de los 18.000 que llegó a tener en pleno auge del negocio del quebracho) y los datos del censo nacional de 1970 indicaban que la cifra descendió a 3.021. Con la nueva fábrica en funciones -que se instaló en el mismo predio donde estaba La Forestal-, se esperaba un crecimiento del 30 por ciento, porque iba a contar con más de mil obreros.
Pese a la época del año, en el pueblo hacía calor ese día y el sol brillaba en cada rincón. Había humedad y algo de viento norte. Toda la población esperó ansiosa el descenso de 14 aviones y 2 helicópteros, donde venían los empresarios, encabezados por Capózzolo, pero también del gabinete del gobernador santafesino, el vicealmirante ® Jorge Aníbal Desimoni. Capózzolo, con sus 52 años, peinado a la gomina, bajó de la aeronave de impecable traje oscuro y camisa blanca, secundado por el secretario de Hacienda de la Nación, Juan Alemann, con quien tenía también una estrecha amistad. Horas antes había exigido al gobierno de Jorge Videla, la presencia de un hombre del poder militar en el lugar, ante la ausencia de Harguindeguy. Una de las últimas en bajar del avión fue Pinky, la animadora de radio y tv, con enormes anteojos negros y para muchos pasó desapercibida. Nunca se dijo quién la invitó; solamente fue parte de la comitiva oficial que llegó desde Buenos Aires.
Arriba del palco Capózzolo hizo un discurso improvisado, con las manos en la cintura y el saco desprendido. Se olvidó de las formalidades y se sentía el hacedor de un sueño para las miles de familias que llegaron a la inmensa planta, después de tantas frustraciones, lo que provocara uno de los mayores éxodos en la historia de la provincia. “Pueblo de Guillermina: esta chimenea que dejó de funcionar hace 30 años, es desplazada por esta moderna fábrica, de gran tecnología, la primera de Latinoamérica y la octava del mundo”, dijo eufórico. Recordó que el 26 de julio de 1976 Videla y sus ministros firmaron el decreto, autorizando la radicación de la planta y que la piedra fundamental había sido colocada en agosto de ese año. Y no se extendió demasiado; el asado para las 2.300 personas invitadas estaba casi listo y ya se sentía el aroma.
El empresario comió el asado a los apurones. A escasos metros lo estaba esperando el helicóptero que lo trasladaría al Chaco -a no más de 100 kilómetros de Villa Guillermina-, para inaugurar, esa tarde, la otra fábrica. “Es un buen momento para nosotros”, le dijo a un periodista lugareño poco antes de ascender.
Capózzolo descendió en las proximidades de la fábrica con la misma comitiva nacional y empresarial. Pinky fue quien más sorprendió a los 120 trabajadores o a los representantes de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), de la Delegación Chaco. “Estaba también Graciela Alfano, pero como ella es chaqueña y la conocíamos de chiquita, casi pasó desapercibida”, recordó Enrique Paredes, uno de los dirigentes de esa época. La entonces modelo-actriz vivió hasta fines de la década del ’60 en esa provincia, donde muchos recuerdan la trágica muerte de su padre, el ingeniero Alfano, quien se suicidó, ahorcándose en su casa de Avenida 9 de Julio que, por muchos años no pudo ser alquilada ni vendida. Los gremialistas tampoco olvidaron en Tames la presencia del comodoro ® Guillermo Hunickem, delegado regional del Ministerio de Trabajo de La Nación en Resistencia, considerado uno de los personajes más feroces de la última dictadura. “Era el que manejaba la Policía, el secuestro y la tortura”, acotan.
Cinco meses después, Bernardo Neustadt ubicó a Capózzolo en la nota de tapa de su revista Extra como uno de los tres argentinos del año ‘79, junto a Héctor Grecco (mendocino, dueño del Banco Los Andes) y Luis Oddone, también por su actividad bancaria. “Son los hombres de fe que provocan el crecimiento. Nuevos capitanes del país que viene”, remarcó el periodista. Odonne le vendió luego a Capózzolo, la tarjeta de crédito Diners Argentina, en 12,2 millones de dólares.
Pero 1980 fue diferente para el Grupo Capózzolo. Su líder decidió desprenderse de algunas empresas. Por un lado, los cortocircuitos familiares empezaron a reiterarse y a resquebrajar la sociedad; en especial entre Paco Capózzolo y su cuñado, Enrique González Kees, quien nunca pudo digerir, entre otros aspectos, el gasto de 3 millones de dólares para la película de Sergio Renán. Por esas casualidades del destino, también se empezó a analizar la salida de Harguindeguy del Ministerio del Interior –después de llevar adelante el “diálogo político” iniciado-, aunque ello recién se produjo en marzo del ’81, cuando asumió Roberto Viola como Presidente de la Nación.
De lo primero que buscó desprenderse Capózzolo fue del Banco Torquinst. El clima no era el mejor para varios de los bancos. La caída del Banco de Intercambio Regional (BIR), en 1980, fue el principio del fin de la época conocida como plata dulce y de su presidente, Rafael Trozzo. Las sumas involucradas en la estafa superaron los 50 millones de dólares y afectaba a unos 300 mil clientes. En la investigación quedaron en evidencia graves irregularidades en el desenvolvimiento económico financiero del Banco, consistentes en registraciones contables falsas que ocultaban faltantes de grandes cantidades de dinero.
Meses antes, Trozzo había tentado a Capózzolo para que se quedara con el BIR. “Yo estoy en vendedor de bancos, no en comprador”, respondió el reconquistense.
A su vez, el Banco Central de la República Argentina (BCRA) dispuso la intervención de los bancos Los Andes, Internacional y Oddone y, coincidentemente resolvió elevar a 100 millones de pesos el depósito mínimo totalmente garantizado a inversores individuales. "Tras la liquidación del BIR, un diario publicó que tres bancos estaban con problemas, y uno de ellos era el mío", recordó Luis Oddone, lo que desencadenó en cuestión de horas una gran corrida financiera. Las actividades ilícitas del Banco pasaban, principalmente, por brindar numerosos créditos a compañías fantasmas, creadas exclusivamente para recibirlos.
En abril de 1980 los bancos Internacional y Los Andes corrieron la misma suerte y por motivos similares. El primero integraba el grupo Sasetru y el de Los Andes, por su parte, pertenecía al grupo Greco y tenía 30 filiales distribuidas en Capital y 12 provincias. El grupo era conformado por un holding de 36 empresas. Héctor Greco, cabeza del grupo, -el mismo al que Neustadt había considerado una de las personalidades del ’79-, estuvo preso poco más de un lustro, y luego de quedar libre murió de un ataque al corazón. También fueron detenidos los dos vicepresidentes del Banco Los Andes.
En principio, Capózzolo cerró la operación de venta del Torquinst con el bodeguero Nicolás Catena, en unos 37 millones de dólares. Sin embargo, la venta no fue acordada definitivamente puesto que el Banco Central consideró que no estaba aclarada la relación entre el grupo comprador y el cuestionado grupo Grecco. Al darse marcha atrás, Capózzolo le tuvo que devolver a Catena los pagos realizados, por lo cual hubo que transferirle aproximadamente un 30 por ciento del paquete accionario de la Compañía Introductora -de su propiedad- y una participación similar en Ferrum, reservándose para sí el control de ambas empresas. Mientras, Capózzolo le compró el Banco El Atlántico, de Mar del Plata. Las sociedades que componen el Grupo Grecco terminaron totalmente intervenidas por el Poder Ejecutivo Nacional.
Fue en septiembre de ese año que el Banco Provincia de Buenos Aires, el Citibank, Río de la Plata, Chase Bank y el propio Torquinst, decidieron aceptar la conformación de un “Club de bancos” para considerar las deudas del grupo de empresas que lideraba Capózzolo. La determinación se adoptó después que el empresario enviara una nota a los titulares de dichos bancos para solicitar las “recomendaciones necesarias que permitan lograr un plan de cancelación ordenada de los pasivos personales de las empresas agropecuarias Arbol Solo e Inversiones Unidas” y las del sector industrial, como José Ferrarini y la flamante Tamet de Chaco, que al poco tiempo terminó en manos de Acindar, quien la cerró en 1992. También se incluía a otras como Promotora Internacional de Ventas SA (PIVSA) y Rochester SA. Para muchos estaba claro que había una caída libre del grupo, aunque no se sabía a ciencia cierta dónde terminaba tal instancia.
Capózzolo pudo vender bien el Torquinst a la banca Credit Lyonnais, de Francia, a fines de 1980, en 55 millones de dólares. Y en enero de 1981 también se desprendió de la tarjeta Diners Club Argentina, en una negociación de 15 millones de dólares con el Citibank.
El 29 de marzo de 1981 asumió Viola en reemplazo de Videla. Harguindeguy dejó el cargo de ministro del Interior y su lugar lo ocupó el general de división Horacio Tomás Liendo. Un mes después, Harguindeguy aceptó el ofrecimiento de Viola de integrar su equipo de asesores, aunque su esfera de poder en la cúpula militar se fue desdibujando. En realidad, comenzó a trabajar más cerca de Paco Capózzolo. “Estaba tan mal económicamente que le tuve que prestar 55 mil dólares para cancelar una deuda”, reveló el empresario. Harguindeguy –que ya vivía en su departamento de la Recoleta- se transformó en una especie de “asesor permanente” de Capózzolo, por lo cual percibía un sueldo mensual y comisiones por negocios que iba generando. Siempre se los veía juntos los fines de semana, en el haras con que contaba Paco y en donde el general tenía algunos caballos.
El ’81 fue el comienzo del derrumbe del Grupo Capózzolo. Las deudas generadas comenzaron a sentirse y las diferencias entre los socios ya eran notorias. González Kees se había molestado, meses antes, por la decisión de Paco de prestar 400 mil dólares a una empresa o por la determinación de comprar miles de hectáreas en Paraguay por 5 millones de dólares. “Tuvo que salir desesperado a pedir plata por acá y por allá; finalmente se las terminó vendiendo a un mendocino”, recuerda su ex socio.
“Se dio el desgaste de 30 años de laburo”, reflexionó uno de los hijos de Paco. A ello se sumó otro hecho: el 22 de noviembre se produjo el fallecimiento de Domingo Capózzolo, padre de Paco y de Mario, su hermano y socio, a los 89 años, después de una prolongada enfermedad.
Fue en mayo de 1982, en plena guerra de Malvinas, cuando el poder de batalla argentino iba perdiendo terreno, en que el grupo empresario pidió el concurso de acreedores. Meses antes, Francisco Capózzolo convocó a sus socios a Buenos Aires, para decirle que no aguantaba más el peso de las deudas y estaba decidido a la convocatoria. “No quería concursarse, porque era una mancha para él y su familia, pero no le quedaba alternativa”, reconoció uno de los contadores que trabajaba para la empresa. “En pocos días, por la inflación nos tuvimos que desprender de 250 mil hectáreas”, recuerda uno de los ex socios.
El acto de la convocatoria se hizo en la ciudad de Reconquista, en los primeros días de junio del ’82, en el salón de la Federación de Cooperadoras Escolares, a metros de la sede municipal. Cerca de 200 comerciantes y empresarios de diferentes puntos del país se congregaron en el amplio salón, poco después de las 9 de esa mañana. En uno de los sectores, había una larga mesa, en la que estaban las más variadas bebidas y algunos bocaditos. Enrique Capózzolo, más conocido como Yiqui en su ciudad natal, fue la principal cara visible del grupo.
¿Y Don Paco no viene? -le preguntaron.
-No, porque no se sentía muy bien.
Al parecer, su padre había preferido quedarse en las oficinas de Arbol Solo, en calle Mitre -frente a su histórica casa familiar en Reconquista-, siguiendo las alternativas del encuentro por teléfono.
-¿Y viniste solo? -le insistieron a Enrique.
-Sí, sí; me acompañaron algunos amigos que andan por ahí, pero nada más.
En principio, fueron pocos los que detectaron la presencia de uno de los visitantes. El hombre, de traje oscuro y cabello cano, se sentó en la última fila y prendió un cigarrillo. Había llegado en las primeras horas de la mañana, en el avión de la empresa, piloteado por Miguel Yapur. Trató de no hablar con nadie y observó atentamente cada movimiento. “Ese es Harguindeguy”, dijeron algunos de los comerciantes que lo reconocieron y el dato comenzó a circular como reguero de pólvora. Pero se anexó otra situación: cuando faltaba no más de media hora, hubo un rumor muy fuerte en el salón, que se instaló entre los asistentes, en especial a partir de la decisión de unos 30 acreedores, que no estaban dispuestos a aprobar la convocatoria. “El que se opone, tendrá que arreglárselas con el general y parece que no hay joda”, fue la frase. Harguindeguy no tuvo necesidad de hablar. Nadie se opuso a la convocatoria, que terminó ese mismo día, en horas de la noche.
El Grupo Capózzolo sacrificó su estructura industrial y financiera y quedó con un porcentual del negocio agropecuario. George Soros fue quien más tierras les compró: unas 100 mil hectáreas. Uno de los establecimientos fue el que estaba en Villa Angela, Chaco y que antes lo había arrendado Swift. Paco no perdió sus contactos con el poder. Cuando Carlos Menem ganó las elecciones presidenciales de 1989, apenas llegó a Buenos Aires -después de las celebraciones en La Rioja- eligió su estancia Las Acacias –ubicada entre Luján y Mercedes- para ir a festejar. “En el ’91 vino tres veces Carlitos a verme a la estancia, para tratar de convencerme de que fuera el candidato a gobernador del PJ en Santa Fe, pero siempre le dije que no y tuvo que optar por el Lole Reutemann. Incluso me hizo caso con algunas sugerencias, como ubicarlo a Domingo Cavallo en Relaciones Exteriores”, recuerda. En su segundo mandato presidencial, Menem nombró a Enrique Capózzolo como número dos de la Secretaría de Turismo.
Quien más tierras tiene ahora es Jorge Mario Capózzolo -hijo de Mario, hermano de Paco y actualmente presidente de la Sociedad Rural de Reconquista-: un total de 72.000 hectáreas, en las provincias de Formosa, Chaco y Santa Fe, con alrededor de 72 empleados, donde dispone de ganado y pastura. El otro socio, González Kees, cuenta con 23.000 hectáreas en el norte santafesino. Paco Capózzolo ya no tiene Las Acacias; se separó de su esposa y el establecimiento quedó para ella. Unicamente dispone de un campo cerca de Buenos Aires y otro de 900 hectáreas, cerca de Reconquista, que se encuentra arrendado.
Desde abril de 1998, Francisco y su hijo Enrique Capózzolo son los operadores de Nieves de Chapelco, en San Martín de los Andes. A poco de tomar la concesión,
Capozzolo anunció un plan de inversiones, que incluía el desembolso de 7 millones de dólares en un plazo de cinco años y se hizo cargo de la deuda que arrastraba Chapelco con el gobierno de la provincia de Neuquén, por un valor de 5,5 millones de dólares.
Paco, con sus 83 años a cuestas, viaja no menos de una vez por semana a Neuquén y acude cada mañana a las oficinas de la empresa en calle Suipacha de Capital Federal. A fines de abril de 2006 optó por volver a Villa Guillermina, aceptando la invitación de la comuna, porque Tableros Guillermina -que hace ya casi dos décadas que no le pertenece- cumplía 27 años de su fundación.
Ascendió al avión en Buenos Aires y bajó en Resistencia, tras lo cual partió a Villa Guillermina, a unos 120 kilómetros de la capital chaqueña; hizo el mismo periplo que en su época de furor en la década del ’70. Llegó en un Renault Megane al pueblo y se emocionó cuando observó una pared blanca que decía: “Gracias Don Paco” o con los pasacalles del mismo tenor que estaban colocados cerca de la plaza. Ahí tomó conciencia de que la población se había organizado para homenajearlo únicamente a él. Eran no más de cinco las personas que lo reconocieron de la década del ‘70, que aún seguían viviendo en la histórica localidad santafesina y esperaban para saludarlo. Se encontraron con el mismo Capózzolo de traje oscuro, vital, pero totalmente calvo, un poco más chueco y entrado en años. Hasta una lágrima le corrió por la mejilla; tal vez, porque lo traicionaron las emociones. Una semana antes había fallecido su hermano Mario -después de estar varios meses postrado en Rosario- y a mediados de febrero murió su hija en un accidente. María del Carmen Capózzolo, de 56 años, se dirigía al campo que tenía en proximidades de la localidad de Suipacha, provincia de Buenos. Iba en su Fiat Palio, hizo una mala maniobra, dio varios tumbos y salió despedida, falleciendo en el acto.
Cuando llegó a la plaza principal de Villa Guillermina lo estaba esperando el joven intendente, pero también un ex obrero de su época, en silla de ruedas, con quien se confundió en un abrazo. A escasos metros, los alumnos de las escuelas lo aguardaban para el homenaje. Un poco más lejos, grupos folklóricos, con sus vestimentas de gauchos o representando al golpeado quebracho, ansiaban el momento de actuar sobre el escenario. Capózzolo resistió estoico la recordación de casi dos horas, improvisó un discurso como en 1979, saludó y se sacó fotos con cuanto habitante se lo pidió. De sus íntimos, únicamente estaban su hijo Enrique, su sobrino Jorge Mario, algunos amigos de Reconquista y su piloto preferido, el ex campeón Carlos Pairetti, quien llegó especialmente desde Buenos Aires. Con sus 70 años, el legendario automovilista aún sigue manejando su Toyota a 240 kilómetros por hora en la ruta que se le aparezca y toma las curvas a 200. Ya no estaban sus viejos aliados de la última dictadura; ni Alemann ni Harguindeguy, aquellos que lo acompañaron para apoyar algunos de sus emprendimientos. Era otro el paisaje.
(Publicado en noviembre de 2006, en el libro Tierras S.A., editorial Aguilar)
Un caso resonante que involucraba a Cappózzolo
Son numerosos los casos de empresarios despojados durante la dictadura, aunque son 604 los registrados en la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Seis son los que más repercusión han tenido: Graiver (Papel Prensa), Gutheim (textil Sadeco), Paskvan (emprendimiento avícola), Saiegh (Banco Latinoamericano), Cerrutti (industria vitivinícola) y el de su propia familia. La búsqueda de reparación de la familia Paskvan es la que más avanzó en la Justicia. Daniel, hijo del dueño de dos empresas avícolas de Santa Fe y Buenos Aires, llegó hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos, patrocinado por el constitucionalista Daniel Sabsay. Le aceptaron su recurso y está en trámite de resolución. En este caso, las sospechas de apropiación de sus bienes recaían sobre Héctor Francisco Capozzolo y su hijo Enrique Capozzolo, ex suegro y ex marido de Graciela Alfano.
Fotos: ANALISIS DIGITAL.