Dineros del Estado y propagandismo

Edición: 
750
Reflexiones de cierre

Luis María Serroels

La ya prácticamente indetenible reforma de la Constitución de Entre Ríos, cuyos pasos previos han tomado un renovado impulso tras los comicios de marzo, ofrece como es lógico un amplio arco dentro de la diversidad de opiniones y criterios en los que desembarcan los partidos políticos y luego lo irán haciendo todos los demás actores de la sociedad. De hecho, significa que ni el Poder Ejecutivo ni un puñado de legisladores pueden erigirse en exclusivos protagonistas a la hora de establecer lo que se ha dado en llamar el “núcleo pétreo”, es decir, aquellos artículos contenidos en el texto vigente desde 1933 a los que se considera inamovibles y fuera de toda modificación.

Empero, de lo que se trata es de que al momento de encolumnar lo que no se toca y lo que quedará expuesto a eliminación total o parcial como también nuevos temas dignos de incorporarse precisamente en el afán de modernización y actualización, lo que el poder convocante debe hacer –y lo está intentando- es agotar todas las instancias de diálogo.

Pero el tema que nos convoca esta semana viene del brazo de un trabajo publicado en este semanario el 19 del abril, firmado por Daniel Tirso Fiorotto y Jorge Riani, bajo el título “¡Reforma ya!”, donde se consignaban 20 requisitos que deberían ser tenidos en cuenta antes de abordar la reforma.

De ellos hemos escogido el punto sexto, en el que aluden a la necesidad de que el Poder Ejecutivo transparente en detalle las inversiones hechas en publicidad, incluyendo todos los organismos del Estado donde también queden comprendidos aquellos que gocen de autarquía. Como correlato proponen que se hagan conocer aquellas agencias intermediarias y sus respectivos responsables.

Valga decir de entrada que estamos frente a un terreno en el cual, por múltiples razones, no es fácil transitar. ¿Acaso puede suponerse que va a resultar sencillo quitarle al poder político el uso discrecional de altas sumas de dinero, cuya erogación suele quedar fuera de los exhaustivos y rigurosos controles contables que se aplican para otros ítems en las partidas del presupuesto? Decididamente no.

Afirmémoslo sin preámbulos: no es ningún pecado ser receptor de publicidad del Estado. Existen pautas determinadas por normas legales como llamados a licitación y a concurso, cotejo de precios o necesidad de difundir comunicados de interés público donde su propio contenido las legaliza.

La orientación publicitaria con fondos y recursos del Estado debe respetar la importancia del medio, poder de convocatoria, inserción social, penetración en el ámbito de emisión o publicación, relación entre esas condiciones y su tarifario, sin soslayar el apego por el buen uso del idioma, correctos modales y costumbres, cuyos desbordes no pueden ser financiados por el erario público.

Ninguna publicidad queda legalmente respaldada si no responde a los datos básicos exigibles y la distribución del mensaje oficial -el cual no pocas veces orilla el propagandismo gestionario- no puede estar sujeta al libre albedrío o capricho de ningún funcionario de turno. Se debe aplicar un concepto estricto de equidad y someterse a los órganos de contralor como cualquier erogación procedente del Estado y saber justificarse cuando las circunstancias autorizan la vía de excepción.

Jamás el otorgamiento de pautas publicitarias debe alejarse de estos preceptos legitimantes y por ende se está obligado a no disponer de los recursos oficiales como moneda de cambio de favores de algún medio o de profesionales que se cotizan por lo que dicen y también por lo que callan. Usar espacios pagos para compensar indulgentes silencios y encubrimientos sospechosos es una pésima costumbre absolutamente rechazada por la ética y por las propias reglas para quienes pretendan ser administradores honrados. Tan deplorable como privilegiar a los parientes y amigos con suculentas sumas que nunca se explican.

De todos modos, la futura legislación no debería pasarse a la otra vereda, evitándose que en un afán de exagerada transparencia y con exceso normativo se termine conduciendo a trámites engorrosos que además de alimentar la burocracia harían que siempre aparezca alguien que disfrace sus intenciones bajo el remanido rótulo de “razones de necesidad y urgencia”.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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