Aquellas “felices Pascuas”

Por Bernardo Salduna (*)

 

A mediados de 1983, ya en retirada el régimen cívico-militar, instaurado en 1976 bajo el nombre de “Proceso de Reorganización Nacional”, el entonces presidente de facto, general Reynaldo Bignone dictó el Decreto ley 22.299, bajo el título “Ley de Pacificación Nacional”.

Según la misma, militares y grupos armados guerrilleros, se “perdonaban” mutuamente sus crímenes, borrón y cuenta nueva y aquí no ha pasado nada.

La ley de “autoamnistía” como se la conoció por aquel tiempo, fue recibida con indudable alivio por el candidato Justicialista Italo Luder y, en general, por la mayor parte de la dirigencia peronista.

Como se denunció, estaba latente un pacto entre parte de la dirigencia sindical a quien los militares facilitaron el control de la mayoría de los gremios, a cambio de impunidad para la dirigencia castrense asegurada en el futuro gobierno constitucional.

No hay que olvidar además que Luder en su interinato presidencial de 1975 firmó el decreto habilitando a las Fuerzas Armadas a “aniquilar” el terrorismo subversivo.

El aspirante presidencial Justicialista, conocida la sanción de la “ley” exculpatoria, declaró que él promovería dejarla sin efecto: pero, en el período de su vigencia, ya habría cumplido su cometido así que no se podría dar sentido retroactivo a su posterior derogación.

En otras palabras: de ganar Luder las elecciones de octubre de 1983 no habría habido juzgamiento, ni de dictadores, ni de miembros de las organizaciones armadas violentas.

Esto fue convalidado por los aproximadamente seis millones de ciudadanos y ciudadanas que votaron la fórmula justicialista, incluida buena parte de la dirigencia de organizaciones de Derechos Humanos (recuerdo que yo, por entonces electo diputado nacional, recibí una delegación de Madres, varias de las cuales me confesaron haber votado al doctor Luder).

Pero, el que ganó fue el doctor Raúl Alfonsín, candidato de la UCR: este pensaba distinto, inmediatamente de asumir, anunció la nulidad de la “ley” de autoamnistía, (que el Congreso sancionó ley 23.040), la creación de la CONADEP para investigar la desaparición forzada de personas y el juzgamiento de las tres Juntas Militares del “Proceso”, así como a los principales dirigentes de las organizaciones guerrilleras violentas.

Como es sabido el juicio se llevó a cabo, actuó la Justicia civil, condenándose, diciembre de 1985, en ejemplar sentencia a los miembros de las Juntas Militares a distintas penas.

En su Punto 30, el fallo ordenaba avanzar en el juzgamiento de otros responsables implicados en la cruenta represión de aquellos “años de plomo”

Como la Justicia actuaba con una lentitud exasperante, , el Congreso dictó, a fines de 1986 la ley 23.492, que otorgaba plazos perentorios para reactivar las causas, bajo pena de caducidad: lejos de ser una ley  de “impunidad”, como se la llamó,  por el contrario, hizo avanzar y multiplicar los procesos: de aproximadamente cincuenta que estaban en marcha, en poco tiempo llegaron a más de mil prodigándose citaciones de militares y fuerzas policiales a comparecer en los diversos Juzgados actuantes.

Ello motivó la rebelión de los cuadros inferiores de las Fuerzas Armadas, que hizo explosión en la Semana Santa de 1987 con la negativa, en Córdoba de un oficial a obedecer una citación y el copamiento de la Escuela de Infantería en Campo de Mayo, por un grupo de oficiales “carapintada”, acaudillados por el entonces coronel Alfo Rico.

Los mayores recordamos el dramatismo de aquellas horas, la reacción de las organizaciones cívicas y gremiales, y el pueblo que llenó calles y plazas de la República, en defensa y sostén de la Democracia y el estado de Derecho.

Los amotinados quedaron aislados, no consiguieron apoyo de otras guarniciones, aunque fue evidente que la mayoría de jefes y oficiales castrenses no se mostraban proclives a reprimir a sus camaradas.

El avance de manifestaciones populares sobre el foco rebelde, hacía muy probable que sobreviniese un enfrentamiento trágico, con posibilidad cierta de muertos y heridos.

Fue en esa ocasión que el presidente Alfonsín, en una muestra de coraje y decisión que le reconocieron incluso los propios rebeldes, tomó la decisión de trasladarse personalmente y desarmado, a enfrentarse con los cabecillas del alzamiento.

Fue, impuso su autoridad, obtuvo su rendición y deposición de armas, y habló desde los balcones de la Casa de Gobierno a la multitud allí reunida para anunciar el fin de la crisis, la posterior detención y juzgamiento de los alzados, (a alguno de los cuales calificó de “héroes de Malvinas”), lanzar su histórico “Felices Pascuas” y felicitarse, con razón, de que “, la casa está en orden y no hay sangre en Argentina”.

Un par de meses más tarde el Congreso sancionaba la Ley 23.521, llamada de “Obediencia Debida”, que atenuaba las penas o directamente eliminaba responsabilidad en la represión a los cuadros inferiores de las Fuerzas Armadas.

Se habló -y se habla-  de “claudicación”, “pacto de impunidad” y que le fue “impuesta” a Alfonsín por los militares rebeldes “pistola en mano”.

Nada más alejado de la verdad: más allá de las imperfecciones y errores técnicos de la norma, lo cierto es que fue nada más ni menos que el cumplimiento de la promesa explícita del primer Presidente constitucional expuesta en la propia campaña electoral.

Tengo en mi memoria el discurso de don Raúl en el acto en cancha de Ferro, el 20 de setiembre de 1983.

“Hay una responsabilidad de quienes tomaron la decisión de actuar como se hizo; hay una responsabilidad distinta de quienes en definitiva cometieron excesos en la represión, y hay otra distinta también de quienes no hicieron otra cosa que, en un marco de extrema confusión, cumplir órdenes”.

 

(*) Bernardo Salduna fue ex diputado nacional e integrante del Superior Tribunal de Justicia de Entre Ríos y es escritor, interesado en temas históricos nacionales.

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