Diez minutos para los fotógrafos; prohibidos los celulares; si se van, cuidado al levantarse porque las sillas son ruidosas; si se quedan, absoluto silencio; las puertas de emergencia están entornadas porque si se cierran hacen ruido. Con recomendaciones por acá y por allá, entre allegados y público le hacen honor al sagrado ejercicio de la reflexión y el cálculo por parte de los ajedrecistas top del mundo, en la Caja de los Trebejos, uno de los estrenos para este Mundial de Ajedrez que se desarrolla en la provincia de San Luis.

Adams y Polgar se enfrentan en una mesa en la que debe hacer mucho más frío que en las otras. Ella está encogida, como con dolor de estómago. El se acurruca, con su cabeza apoyada presionando con fuerza a una mano izquierda que está incómoda.

Topalov es como un ajedrecista de club. Por momentos cruza los brazos y mira desde arriba. A veces se inclina hacia adelante y mete la cabeza entre las manos, como el que está desesperado. Su mirada recorre las piezas con avidez, como para escurrirlas, y cada conclusión del cálculo va rubricada con el gesto clásico que afirma o niega, sirve o no sirve.

Enfrente, Anand, con remera negra y rayas rojas, es absoluta minoría entre los trajeados. Es la placidez y no parece estar tan concentrado como para todo lo que es capaz de producir en el tablero, según describe la mirada de un enviado de la agencia DyN.

Leko es la serenidad, un vecino bueno. Se va bastante de la mesa, incluso cuando le toca jugar. Su rival, Morozevich, un yuppie, siempre muy bien empilchado, se para, va a un costado y mira todo con la cabeza un poco inclinada. Si toca mover, se aprieta la pera con esmero.

Pocos le dan la importancia de campeón, aunque lo sea, a Kasimdzhanov. Es un ajedrecista raro, casi sin aspecto de serlo. Pone mucho las manos en la cara, con distintas posturas. Como para acariciarse, como si se rascara suave, o como si estuviera a punto de decir “fierita”.

Saca mucho la vista del tablero, de a ratos mira al público. Su comportamiento sugiere una posibilidad escalofriante: ¿no será que en lugar de mirar el tablero para ver qué puede hacer, apunta para otro lado tratando de recordar donde vio antes esa posición? ¿Mira o recuerda?

Enfrente está Svidler. Grandote, enérgico. Si jugara fútbol sería arquero, únicamente. El prototipo de un hombre práctico. Vuelve a la mesa con pasos largos, acomoda la silla, apoya la mandíbula en los dorsos de las manos y juega. La sala mejoró en esta ronda.
Las imágenes de los murales fueron más nítidas que en el debut. El jugador mueve y, gracias a los sensores, la movida aparece al instante en el mural que está en lo alto, con cuatro caras gigantes, cada una con las cuatro partidas en pantalla para que puedan verse desde cualquier tribuna.

El público se porta de diez, hay alrededor de ciento cincuenta personas en las butacas y, por momentos, el silencio conmueve. Se entra por la puerta principal, pero se sale por las de emergencias, caminado tranquilamente, claro. La concurrencia incluye unos veinte chicos, de entre 8 y 16 años tal vez, y no hacen ni un ruido. No vienen a pasar la tarde ni a ver qué pasa. Son de la Escuela de Ajedrez Puente del Sol, de San Luis. Esto les gusta de verdad.