El fuego de la muerte

Edición: 
1000
Anticipo exclusivo de Bandidos sin ley, el nuevo libro de Daniel Enz

Por Daniel Enz
(especial para ANALISIS)

Esa mañana de julio era bellísima. Había caído algo de rocío y ver el campo desde la ventana de la estancia El Cerro era lo más parecido a una postal europea. No había nubes ni viento en esa zona de Colonia Celina, en Paraná Campaña. “Hoy es un día especial para volar”, pensó José Alberto Reggiardo, fanático de aviones y helicópteros de toda la vida. También se dijo que lo mejor era no comentarle nada a su mujer. Hacía mucho tiempo que no volaba y ella seguro se iba a enojar, pensó el hacendado de bajo perfil que siempre se ufanó de tener a sus pies a todo aquél que estuviera a su alrededor. “Los años no vienen solos y quizás es hora de empezar a ceder en algunas cosas”, justificó para sí.

El viejo helicóptero Bell 47- GA4, de doble comando, hacía mucho tiempo que estaba guardado en el hangar de la estancia comprada en 1958, después de que se fuera la Papelera del Plata. Reggiardo ponía la aeronave en funcionamiento dos o tres veces al año dentro del campo y él en persona hacía los controles mínimos. Para entonces, en su círculo íntimo se sabía que hacía exactamente un año que no la utilizaba. La última vez había sido para ir hasta un sector lejano del campo a ver cómo había quedado la línea de alambrado. “De arriba siempre se ve mejor”, repetía el hombre.

El helicóptero no tenía los controles de la empresa estadounidense y, en verdad, Beto Reggiardo -como todos lo conocían en la región- quería sacárselo de encima antes de que lo sancionaran por las irregularidades y se complicara la venta. Por eso esa semana había comprado la nueva hélice de cola y estaba por ordenar su cambio, con la idea de dejar al helicóptero lo más coqueto posible. Pensaba en venderlo o en entregarlo como parte de pago de un Bell nuevo, para lo cual había hecho contacto con las firmas Timen y Helicenter, ambas con sede en Don Torcuato.

Luisa Etelvina Arrúa -quien acompañó a Reggiardo durante 26 años, aunque nunca contrajeron matrimonio- observaba con cierta sorpresa los movimientos del empresario esa mañana en el hangar de la estancia, ubicado a unos 150 metros del casco principal. El Cerro estaba a escasos kilómetros de la localidad de Cerrito y a otros tantos de la capital entrerriana. Era un campo de 4.000 hectáreas pegado al río Paraná, con extensas plantaciones de eucaliptos y álamos, por el cual alguna vez iba a pasar la represa del Paraná Medio, frente a la isla del Chapetón.

¿Vos no estarás por volar, no? – le preguntó a Reggiardo la mujer cerca del mediodía, mientras se refregaba las manos, sin ocultar su malestar.

–Estoy viendo el helicóptero, pero no sé todavía si voy a salir. Aunque está lindo el día… – contestó el hombre.

–Bueno, si te decidís llevame con vos; no me dejes abandonada por acá.

–No, eso no. Tengo pensado sacarte a pasear por tu cumpleaños. Ya faltan pocos días…

Era el 1 de julio de 1998 y el 6 Luisa cumplía años. La mujer volvió a la cocina a terminar de limpiar y se le fue de las manos un vaso que estaba secando al oír el ruido del motor del helicóptero. “Y va a salir nomás”, pensó resignada. Cuando a Reggiardo se le ponía algo en la cabeza, no había forma de hacerlo cambiar de opinión. Luisa primero se puso algo nerviosa, pero enseguida intentó tranquilizarse. “Sabe lo que hace, tiene muchas horas de vuelo y no le va a pasar nada”, pensó en voz alta. Reggiardo tenía 73 años, pero una lucidez envidiable. Contaba con licencia de piloto privado de helicóptero, de avión y de planeador. Su examen psicofísico estaba vigente hasta el 28 de septiembre de ese año.

Luisa creyó que iba a volar solo, pero estaba equivocada. Esperaba a Reggiardo en el hangar Carlos Alberto Carmona, un piloto retirado del Servicio Penitenciario bonaerense que había estado por el campo el día anterior y con quien el hacendado había mantenido una reunión en el aeródromo de Don Torcuato, cerca de Capital Federal. Al parecer, hacía algún tiempo que ambos hombres se conocían, a través de un amigo en común que había sido instructor de Reggiardo.

Carmona quería comprar el helicóptero Bell -fabricado en 1947, pero con no más de 500 horas de uso-, pero Reggiardo, que siempre se ocupaba de averiguar la historia de cada persona que se le acercaba, sabía perfectamente que el ex penitenciario no disponía del dinero suficiente. Carmona había llegado hasta El Cerro en años anteriores a ver el helicóptero, pero esta era la primera vez que Reggiardo se lo iba a mostrar. Hacía más de 20 años que había comprado la aeronave, en 1977, en un remate de bienes del Banco de la Ciudad, luego de que estuviera en manos de personal de Gendarmería Nacional.

Carmona había llegado a ver la máquina e, incluso, trajo consigo una batería prestada para colocarle al Bell. Aunque se quedó a comer el guiso de lentejas que había cocinado Luisa Arrúa, el visitante nunca mencionó que tenía previsto quedarse y la mujer entendió que se había ido.

¿Cuánto hace que no lo vuela? – preguntó Carmona a Reggiardo cuando iban caminando hacia el hangar.

–No más de dos meses, pero quédese tranquilo. Lo mío siempre fue la aviación. Vuelo este helicóptero y vuelo también el avión que tengo en el campo de Victoria. Esto es pan comido para mí.

Don Beto ordenó a sus empleados que sacaran el helicóptero rojo y blanco del hangar, donde permanecía guardado junto a un Ford Fairlane impecable, una Ford Ranger y uno de los dos Cadillacs presidencialesn-uno que usaba a Arturo Frondizi y otro en el que se trasladaba Juan Domingo Perón- que Reggiardo había adquirido en años anteriores. Retiraron el helicóptero del galpón y quedó ubicado con el viento de costado.

¿No le parece mejor colocarlo enfrentado al viento? – sugirió Carmona.

–Ustedes en Buenos Aires vuelan de una manera; yo en mi estancia vuelo como quiero – contestó tajante el dueño de casa.

(Más información en la edición gráfica número 1000 de ANALISIS del día 11 de abril de 2014)

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