La justicia y el sentido común

Por Federico Delgado (*)

 

La inseguridad es un problema que atraviesa a todos los estratos sociales, pero que impacta con mayor fuerza a las personas más vulnerables. Se trata de una cuestión compleja que tiene muchas aristas. Me voy a detener solamente en los problemas derivados de la aplicación de la ley. Específicamente, en narrar algunas de las razones por las que quienes cometen repetidamente delitos permanecen en libertad o la recuperan con mucha rapidez. En algunas crónicas se define el fenómeno como “la puerta giratoria”.

Empecemos por las reglas. En nuestro país cualquier persona y por cualquier clase de delito tiene garantizado el derecho a permanecer en libertad mientras dura el juicio. ¿Esa regla es absoluta? De ninguna manera. Los magistrados tienen la obligación de analizar y explicar, en cada caso particular, si es necesario mantener a una persona en libertad o no. Por ejemplo, si tiene medios para destruir pruebas, para fugarse o para hostigar a víctimas o testigos o cometer nuevos delitos, los jueces pueden aplicar la prisión preventiva, utilizar medios de vigilancia electrónica para que se alejen de algunos lugares, retener documentos, etc.

Esto quiere decir que la Constitución Nacional tolera el uso de muchos medios legales para equilibrar el derecho de los ciudadanos a tener un juicio justo y el derecho de la sociedad a que los delitos sean descubiertos, juzgados y sancionados sus responsables. El mandato constitucional para el sistema judicial es trabajar siempre con el horizonte normativo de ese equilibrio. Aquí empiezan los desajustes.

En efecto, el problema es la ausencia de aquel delicado equilibrio. Una de las razones que lo explica tiene que ver con que algunos magistrados no respetan la obligación constitucional de considerar el impacto que sus decisiones tienen en la vida cotidiana. Los jueces y fiscales tienen que hacer el ejercicio de pensar los efectos de las sentencias en la vida de los ciudadanos. Las resoluciones del sistema judicial tienen dos públicos. Los protagonistas de los hechos y la sociedad en su conjunto. Muchas veces, los jueces aplican las leyes en abstracto. Es decir, sin considerar las particularidades de las situaciones. Por ejemplo, tratan de la misma manera el caso de una persona que sustrajo una cartera en el subte sin violencia que el caso de que aquel que también sustrajo una cartera, pero mediante golpes y empujones. De hecho, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, el 28 de octubre de este año, les recordó a los jueces aquella obligación en el caso “Vidal”.

Otra razón del desequilibrio se vincula con el divorcio que existe entre los hábitos judiciales y la dinámica de la vida real del siglo XXI. La forma vetusta en que los funcionarios judiciales llevamos adelante los procedimientos muchas veces conspira contra el éxito de las investigaciones. Esto es importante. No siempre hay mala fe o comportamientos deliberadamente ilegales de los funcionarios públicos. A veces la cultura jurídica frustra genuinos intentos de aplicación de la ley. Esto no es una excusa, es un síntoma que explica el enorme desafío de encarar programas de actualización para cambiar la forma en que se administran los procesos.

El caso paradigmático es el de los celulares robados. Las víctimas se acercan a los estrados judiciales y a las oficinas de las fuerzas de seguridad a realizar la denuncia y a proporcionar la ubicación exacta del aparato, porque el servicio telefónico les suministra el dato. Sin embargo, la burocracia insume tanto tiempo que los delincuentes logran disponer del artefacto antes de que la justicia se mueva para recuperarlo. Algo similar pasa con las personas que cometen pequeños delitos y son liberadas para esperar el juicio en libertad. Concretamente, la lentitud de la justicia para hacer los juicios permite que los comportamientos delictivos se repitan. Así, se comenten muchos delitos y ninguno de ellos son enjuiciados. Si no hay juicios no hay condenas. Sin condenas firmes, todos los ciudadanos son inocentes. Es un círculo.

La aplicación en abstracto de la ley, los hábitos de otros tiempos y, en general la cultura jurídica que envuelve a nuestro sistema judicial, son tópicos que ayudan a comprender el fenómeno de la “puerta giratoria”. Además, explican por qué muchas decisiones de los jueces y fiscales, aunque son legales, la sociedad las percibe como injustas. Incluso, a veces la ciudadanía se rebela contra las propias instituciones públicas por esa tensión entre la ley y la justicia. Se trata, en definitiva, de la naturalización de un fenómeno que hinca sus raíces en el uso privado de la estructura institucional. Me referí al tema en República de la Impunidad (Ariel 2020).

Uno de los caminos para reconciliar a las leyes con las sentencias pasa por trabajar en la formación de los funcionarios judiciales para conciliar las cláusulas generales y universales de la ley con el sentido común. Las sentencias tienen que reconocer el “aquí” y el “ahora”. No se pueden desentender del mundo de la vida. Cuando eso pasa, el sistema judicial se aleja de la sociedad y, en el mejor de los casos, la práctica judicial se convierte en un ejercicio académico. Pero el diseño institucional asigna a la justicia la función de expropiar los conflictos sociales tipificados como infracciones y resolverlos de acuerdo con la ley. Una aplicación de la ley que tiene que embridarse en el ethos social.

Nada nuevo. Aristóteles en su Retórica advertía que existían dos clases de leyes. Las comunes, que son las reconocidas por todo el mundo como los derechos naturales, y las leyes particulares. Dentro de esa categoría distinguía las leyes escritas de las no escritas, que son las “definidas por cada pueblo en relación consigo mismo”. Las normas no escritas son, precisamente, parte de las dimensiones del sentido común que muchas veces desconocen nuestros magistrados quienes, a menudo sin querer, dictan sentencias legales pero injustas.

 

(*) Federico Delgado es fiscal federal y este artículo de Opinión fue publicado originalmente en el portal eldiarioar.com.

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