La educación es un instrumento de paz, no comprenderlo es renunciar a una herramienta formidable para la promoción humana integral.
Por Nahuel Maciel
En la Argentina se celebra el 11 de septiembre el Día del Maestro, fecha alusiva al fallecimiento de Domingo Faustino Sarmiento.
A su vez, el 17 de septiembre –por separado del Día del Maestro- se conmemora el Día Nacional del Profesor.
Pero, curiosamente no se tiene tan presente que todos los 5 de octubre, se celebra el Día Mundial de las y los Docentes, haciendo referencia al día en que se suscribieron la Recomendación de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la UNESCO relativa a la situación del personal docente.
Dice la UNESCO con buena memoria: “Esta Recomendación establece criterios de referencia en cuanto a los derechos y responsabilidades del personal docente y normas para su formación inicial y perfeccionamiento, la contratación, el empleo, y las condiciones de enseñanza y aprendizaje. La Recomendación relativa a la Condición del Personal Docente de la Enseñanza Superior fue adoptada en 1997 para completar la Recomendación de 1966, abarcando así el personal docente y de investigación de la enseñanza superior”.
Sin duda es un día para celebrar y reflexionar. Es indudable que las y los docentes son trabajadores de la educación que transforman la educación y con ella la realidad.
Es un buen momento para que la propia sociedad se interpele en cuanto al apoyo que necesitan las y los maestros para potenciar y extender sus talentos, fortalecer sus vocaciones, y acompañar el crecimiento de las personas.
Se habla mucho de crisis educativa. Pero, en rigor, la definición de crisis siempre remite a algo temporal. Nadie puede desarrollarse y crecer en medio de crisis permanentes. Por eso, cuando a las crisis se les pierde su rastro, su origen, en rigor lo que debería hablarse es de decadencia. Entonces, no se vive en medio de una crisis educativa, sino en una decadencia educativa; en la que todos los sectores han sido partícipes por acción o por omisión.
Del mismo modo, salir de esa decadencia también será una tarea colectiva, nunca meritocrática y mucho menos individualista.
Si hay una crisis que afecta a la civilización llamada occidental, esa es la falta de diálogo que impide la cultura del encuentro. Quienes no dialogan en esta contemporaneidad, son claramente pre democráticos.
Es evidente que hay un divorcio entre la familia y la escuela; entre el directivo y el docente; entre el docente y los alumnos; del mismo modo entre padres e hijos; la pérdida del diálogo generacional; la ausencia de diálogo entre cultura y naturaleza; entre Estado y sociedad. No es casual este contexto de grieta, que es el antónimo de la cultura del encuentro.
Si a esto le sumamos las incesantes como vertiginosas transformaciones tecnológicas y globales, la incertidumbre y la sorpresa por las crisis sanitarias, los discursos del odio y las acciones propias de los violentos; todo agravado porque más que nunca en la historia, las desigualdades sociales es una realidad hiriente; del mismo modo que es una realidad por la degradación ambiental, las guerras religiosas, económicas, por los recursos naturales y las ansias de poder; se concluirá que nunca como hoy la humanidad necesita de instrumentos de paz.
La educación es un instrumento de paz, no comprenderlo es renunciar a una herramienta formidable para la promoción humana integral.
Carl Jung alguna vez expresó: “Uno recuerda con aprecio a los maestros brillantes, pero con gratitud a los que tocaron nuestros sentimientos”.
Reflexionar en una fecha como la de hoy implica reformularse también la necesidad de suscribir un nuevo contrato social, que fortalezca el corazón de los sistemas educativos para consolidar una educación inclusiva, equitativa y de calidad para todos y sin excepción.
Siguiendo a Jung, se puede decir: “Pero el espíritu no vive de los conceptos, sino de los hechos”.
Los desafíos del siglo XXI implican –entre otros- resolver los desequilibrios que genera el cambio climático, pero también las crecientes como injustas desigualdades; y democratizar el acceso a los cambios tecnológicos.
Ver al desafío no como un impedimento, sino como una oportunidad, es comenzar a transitar nuevas congruencias para mejorar en términos colectivos.
Por eso –una vez más- la educación está llamada a ser central para lograr las transformaciones positivas que se requiere como sociedad. Y con ella, la necesidad de jerarquizar a las y los trabajadores de la educación.
No se puede aspirar a una mejor educación, sin mejores salarios. Pretender el desarrollo con salarios paupérrimos no sólo es una contradicción sino una hipocresía.
La prioridad es fortalecer al colectivo laboral educativo, que se empodere cada vez más en su vocación y en su profesión, que estén debidamente capacitados y motivados junto a los anhelos de las familias.
En Entre Ríos preocupa que los docentes que se jubilan sean más que los que egresan. Ese dato de la realidad obliga a jerarquizar la carrera docente –no hay otro camino-, justamente para que un mejor futuro sea una aspiración posible del presente.