Luis María Serroels
Nunca debió haber sido un nosocomio de Paysandú el lugar para que un vate popular, inspirado músico (ejecutaba guitarra y arpa), exquisito compositor, militante comprometido con las causas sociales y eterno andariego de la dimensión de Aníbal Sampayo, exhalara el suspiro final.
Si él hubiese sido consultado sobre el sitio predilecto, seguramente hubiera pedido fragmentarse en múltiples trozos convertidos en pequeñas clonaciones, para quedarse posado en donde su pluma y sus pentagramas prendieron con toda su fuerza de creador genuino, de auténtico luchador por la cultura popular.
Una anécdota lo pintó de cuerpo entero cuando en sus andadas en su tierra uruguaya y acarreando elementos para los militantes tupamaros que irían a almacenarse en las tatuseras (excavaciones a modo de escondite) fue detenido por fuerzas de seguridad ante quienes se presentó como un traidor. Llamado a explicar esa sorprendente adjetivación, respondió que el término derivaba de una deliberada deformación del verbo traer, es decir, la condición de persona que vivía trayendo -obviamente en forma clandestina- lo que sus compañeros en esa lucha requerían.
Luego, la cárcel de Paysandú y el penal extrañamente llamado Libertad donde después de purgar nueve años recibió detención domiciliaria. Después la fuga hacia Brasil y el exilio en Suecia con su familia: Estela, su mujer, y Tabaré y Selva, sus hijos. El varón murió ahogado hace unos años en España, hundiendo un puñal muy duro.
Si algo lo distinguió, amén de las hermosas melodías que con tan especial cuidado asociaba a sus poemas (no era un simple letrista), es que utilizaba la metáfora de un modo excepcional. No con figuras que rayan en lo alambicado y que pocos terminan comprendiendo, sino con frases cargadas de originalidad pero no exentas de comprensión y belleza a la vez (“Una garza es un pañuelo, con sed de cielo lejos se va / como un capullo que el viento le arrebatara al algodonal”, expresa en Cautiva del Río, una de sus más logradas piezas grabada por Los Trovadores del Norte hace más de cuatro décadas).
Pero en su extensa nómina de bellísimas canciones, mencionemos también su emblemática Río de los Pájaros (“El Uruguay no es un río, es un cielo azul que viaja”), el mismo que hoy estamos defendiendo con tanto fervor del atropello contaminador, Ki chororó, La cañera, La chamarrita, Garza Viajera, Canción de verano y remo, Cielo en flor, Señor de Montiel (dedicado a nuestro gran poeta comprovinciano Delio Panizza) y Cieguito Cantor, junto a Oscar Valle, aquél de los Quilla Huasi…
Hay mucho más pero no podemos soslayar sus dos últimas obras. A una de ellas la llamó Cerro de la Matanza, que alumbró luego de andar por Victoria en una de las tantas giras que realizó con su “cómplice” de cabecera Miguel Zurdo Martínez y que sirvió para que este periodista conociera a Sampayo a quien admiraba desde siempre. La otra canción exhibió un mensaje premonitorio al titularla La última remada, con su letra y la música de Martínez en fraternal sociedad.
Decíamos al comienzo que su última ilusión hubiese sido repartirse en tantos lugares donde llegó a sentir el aroma de la naturaleza y sus habitantes más queridos entre el cielo y el agua. Pero Aníbal Sampayo, que como certificado de defunción decidió irse a poco de que la empresa Botnia empiece su devastación ambiental y para no ver su Río de los Pájaros herido de muerte, también eligió que de todo su cuerpo, su gran corazón siguiera latiendo allí nomás, en esa región fronteriza donde dos pueblos del Plata supieron de su inconmensurable obra.