Manifiesto sobre la impunidad, la memoria y el derecho

Por Eugenio Zaffaroni y Guido Croxatto

Un aire gélido invade las calles grises de esta ciudad destruida y vuelta a reconstruir. Berlín es vibrante y multifacética. Pero también, una ciudad vacía. En Berlín hay muchas palabras, pero también hay silencio. Hay cultura, conciertos, recitales, pero también silencio. Están Doblin, Celan. Es de noche. En invierno, en Berlín a las cuatro de la tarde es de noche cerrada y la gente desaparece rápidamente. Los bares están repletos. Pero la calle permanece vacía. Desierta. Desconocida. El silencio de Berlín es, como los monumentos grises que recuerdan el Holocausto (Denkmal für die ermordeten Juden Europas, a escasos diez pasos de la Puerta de Brandeburgo, en el elegante barrio de Freidrichstadt, donde alguna vez estuvo la residencia de los presidentes de la República de Weimar), un silencio incómodo. Pesado. Simbólico. Irresuelto. Ese silencio es la noche pendiente que interpela al hombre y a la sociedad. Que obliga a tomar partido. No al argentino, o al alemán, sino a la humanidad misma. Al hombre. El silencio es el gran drama de la sociedad, y del derecho, el silencio de nuestra conciencia, decía Sartre. La pregunta. Ese silencio es nuestra libertad. Pero también es nuestro compromiso. Nuestra obligación. Nuestro imperativo.

Contra el silencio se alza la memoria. Lo que nosotros decimos. Un silencio que todavía no ha terminado de cerrar o saldar sus heridas (no deja de ser notorio que el monumento al Holocausto, diseñado por Peter Eisenman -que costó más de 20 millones de euros y es un campo inclinado de 19.000 metros cuadrados con casi 3.000 losas de hormigón negro- sea un enorme muestrario de montículos grises en una plaza enorme de Berlín, cerca de la Embajada de los Estados Unidos, pero esté elegantemente separado del modesto monumento a las víctimas homosexuales del nazismo, otro monumento menor que permanece disimulado, a unos pocos metros de allí, en medio de un bosque oscuro, entre los árboles grises, donde nadie va, un monumento con el cual el otro monumento no quiere mezclarse, como si hubiera dos sociedades, dos mundos, dos holocaustos y no uno, como si hubiera todavía víctimas de segunda; seguimos pensando con la vieja lógica de víctimas de primera y víctimas de segunda, como si hubiera que pelear, incluso, por eso, por ser la mejor o más víctima, o la primera víctima más victimizada).

Seguimos segregando y diferenciando la humanidad en nuestros corazones. Esa es la primera impresión que uno tiene aquí. Que el trabajo del derecho todavía no está hecho. Está a medio camino. La humanidad es la única especie que ha tardado más de 2000 años para llegar a la conclusión o al descubrimiento de que todos los hombres son personas. Y que las personas tienen derechos por el solo hecho de serlo. El animal no necesitó declarar solemnemente que todos los animales son animales. El hombre sí. Necesitó declarar que todas las personas son personas. Porque para muchos, muchas no lo eran. Eran escorias, parásitos, enfermos, deshechos oscuros. No humanos. Por eso era fácil matarlos, asesinarlos, gasearlos. Destruirlos. Porque no los mataban. Estaban rebajados a otra categoría donde no existe la muerte, fuera de la humanidad. Esos hombres y mujeres y niños habían dejado de existir antes de ser asesinados. Ese “antes” es el antes que le importa al derecho, publicó Tiempo Argentino.

En Berlín, en esta ciudad representativa y simbólica de las contradicciones del siglo, de la modernidad, de la cultura, de la política, de la libertad y del horror, de poetas como Paul Celan, intelectuales, políticos, juristas, académicos, periodistas de todo el mundo se han congregado esta semana fría de enero para respaldar, como se hizo en Madrid, en Plaza del Sol, en abril de 2010, con Almodóvar, hace más de dos años, al destituido y perseguido y denostado juez Garzón, que cometió el único error o el único pecado, o el peor de los pecados que un abogado o funcionario de la Justicia española puede cometer: tener memoria. Recordar. Pensar. Y querer que esa memoria viva se convierta (como ya se convirtió en la Argentina) en derecho. En España están luchando por esa memoria. Por ese derecho. Por esa palabra no dicha. Ausente. Obligada. La paradoja de Garzón es la paradoja de una justicia que no se atreve a ser. Que no quiere justicia.

En Argentina se ha conquistado, legislado, aprobado, el derecho a la memoria histórica. Hemos conquistado un derecho nuevo. Es un derecho que habla por sí solo. Es un derecho que los argentinos hemos conquistado después de mucho sufrir y de mucho callar. De mucho silencio. El derecho a la memoria es un derecho a la voz. A la vida. A la palabra. A la expresión. A la identidad. Es un derecho para las nuevas generaciones. Es un derecho a las miles de víctimas calladas. A todos los Floreal Avellaneda de este mundo. A su memoria mucho tiempo invisibilizada y negada. El derecho a la memoria y el derecho a la identidad son un mismo derecho a la vida en sus formas más plenas. Sin memoria no hay libertad ni derecho posible. Una persona que no puede expresarse, o que no sabe (aún) quién es, no es una persona. Es un autómata, un espectro (un hijo) con una identidad robada. Una persona sin palabra. Silenciada. Aun cuando habla, lo que sale o emerge de su voz es el silencio. Es desolación. Es pregunta.

Garzón, después de 30 años como magistrado, pretende juzgar como imprescriptibles los delitos aberrantes y harto conocidos del franquismo. Las fosas comunes se descubren cada semana pero a muchos esas fosas, y esos crímenes, no los inmutan. No les dicen nada. Son los que apresan a Garzón. Y no a los asesinos. La Justicia comete o perpetra la injusticia. Encierra y destituye. En España no se dio el complejo proceso que sí se dio en Argentina. En Argentina fue posible, después del incansable trabajo de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y de distintas ONG de Derechos Humanos, de periodistas, políticos, académicos, jóvenes comprometidos, dar vuelta la historia de silencio que impedía juzgar, hablar, tener memoria. Fue posible la palabra. La historia del hombre no es, sin embargo, una mera página que debe “pasarse”. Las leyes del silencio fueron derogadas no sin resistencia de buena parte de la sociedad y de los medios. Pero la memoria triunfó en la sociedad argentina. Para eso fue necesario democratizar eso que antes de esta ley (y de estos derechos, como el derecho a la memoria) no estaba democratizado: la palabra.

En España, en Alemania, en Argentina, el camino parece ser, después de este siglo atropellado y asesino y oscuro (cuyas víctimas fatales, dice Eric Hobsbawm, ya nadie debe calcular, porque no se trata sólo del cálculo o el número ominoso, que es infinito), el mismo: el camino es impunidad, memoria, derecho. La memoria parece ser la nueva compañera inseparable de ese nuevo derecho humano que estamos gestando pasa a paso, con enorme dificultad, los abogados, poetas, profesores, jóvenes militantes, organismos comprometidos. Hay un nuevo derecho con memoria y volumen. Y hay un nuevo lenguaje: el lenguaje de la memoria. Y los abogados no son sus artífices. Es la sociedad misma. Pero el nuevo derecho enfrenta resistencias en ese camino.

Las enfrentó antes, cuando Jeremy Bentham -el gestor del panóptico, tan empleado en las cárceles y fábricas, cuyo cuerpo permanece embalsamado en Inglaterra y según cuenta la leyenda, aún se lo hace participar de las reuniones del Consejo- decía que los Derechos Humanos eran “meras tonterías con zancos” (boberías formales sin arraigo, Bonald decía que eran una “invención del demonio”, De Maistre, en su Exaltación del verdugo, en su vetusta lógica ultramontana, también denostaba las novedades igualitarias de la Revolución Francesa, contra cuyo igualitarismo “abstracto” y sin tradición reaccionaron Edmund Burke, primero, en Inglaterra, y el nazismo, en Alemania (después, también Heidegger). El derecho tiene enemigos. Siempre los ha tenido. Es probable que siempre los tenga. La situación de Garzón en España es una buena muestra de esas resistencias trasnochadas. De la gente que teme cambiar.

Recordar. Reconocer. Ver. Decir. Asumir. Los enemigos del derecho son los enemigos de la memoria. De la palabra. Y de la vida, que el derecho aún conserva. Hay que luchar por el derecho, decía Rudolg von Ihering, el derecho es una lucha de los pueblos, de los individuos, y de los Estados. El derecho lucha por las condiciones de vida éticas de los demás. Es una lucha por el otro. No por uno. Por los demás. Que no tienen -o nunca han tenido- un derecho. Pero hay muchos que no luchan. Garzón es, por suerte, de los que aún creen que el derecho cuenta, vale la pena, que el derecho tiene algo valioso para decir. Que el derecho (la lucha por el derecho) aún vale la pena. Y que al final triunfa. Por eso apoyar a Garzón es apoyar al derecho. A los Derechos Humanos. A la memoria. A la dignidad. A la cultura. A la democracia.

Muchos afirman que los Derechos Humanos son una mera categoría o “clase” de derechos al lado de otros derechos tanto o más importantes. Piensan que dicen algo nuevo repitiendo en vano lo que ya dijeron, siglos antes, Burke o De Maistre: que los Derechos Humanos son una hoja en blanco y sin sentido. Una formalidad hueca o vacía. En momentos como estos, donde un juez es apresado por el solo hecho de hacer y tener memoria, por el solo hecho de pensar y querer o pretender juzgar lo que aún no fue juzgado, nos damos cuenta de que se trata de mucho más que eso. Los Derechos Humanos no son sólo una bobería formal, como dice Bonald. Una abstracción vacía. Tocan el núcleo mismo de una sociedad que olvida. Que niega. Que no ve. Por eso Garzón es desplazado. Perseguido. Por tener memoria. Por mantener la memoria en alto.

Los Derechos Humanos no son una categoría o “clase” más de derechos formales al lado de otras categorías de derechos. Los Derechos Humanos son un nuevo modelo o nuevo paradigma destinado a pensar y a reformar todo el derecho que conocemos. El derecho está cambiando. Los Derechos Humanos son la voz en alto de todo el derecho público y privado. Son su sentido. Su vocación. Un derecho sin Derechos Humanos ya no es un derecho. Es idealismo. Doble cara. Es olvido. Impunidad. Y silencio. Porque no sirve para defender a las personas de la pobreza, la violencia, el hambre, la soledad, el abandono. Los Derechos Humanos son el contenido libertario, igualitario, de la democracia. Un derecho que sabe que hay cosas que ya no debe tolerar. No puede tolerar la desigualdad, el abuso, la segregación, la tortura, el hambre, la muerte. La desaparición. El asesinato. Se avecina un nuevo derecho y debemos prepararlo apoyando a quienes, como Garzón, creen en él y pagan el precio caro de su memoria y de su palabra (un precio que han pagado tantos) en una sociedad que, como la argentina o la española, o la alemana, muchas veces no ve, o no quiere escuchar al derecho.

El derecho debe juzgar también a la sociedad que fue cómplice. Que calló lo que veía. Pero es muy difícil juzgar a una sociedad que no quiere juzgarse ella misma. El tribunal del hombre es su conciencia, decía Kant. Nadie escapa a ese tribunal privado. Muchas veces la sociedad se niega a ver lo que tiene adelante. Pero los pueblos tienen siempre la oportunidad de ser mejores. El derecho está para recordarles esa posibilidad. Para recordarle al hombre qué posibilidades tiene. Qué obligaciones y qué compromisos. Para recordarle al hombre que vale la pena, después de todo, ser mejor. Más humano.

Heidegger solía usar un concepto, Fragwürdige: lo digno de ser cuestionado. En la sociedad argentina o española hay muchos agujeros y habitaciones que esperan, como diría Heidegger, esa dignidad perdida. Esa voz. O esa palabra, precisamente, ese derecho.

Berlín no es, por otra parte, cualquier ciudad. Berlín era una ciudad marcada por las consecuencias de la guerra fría y atravesada por un muro. El encuentro en esta ciudad tiene por meta y por símbolo mostrar los muros visibles y los menos visibles que el derecho y la sociedad todavía deben derribar para alcanzar su objetivo, la justicia. Todas las sociedades están llenas de muros. Se construyen sobre muros de fantasías y de prejuicios. El derecho ha sido inventado para derribarlos. Donde hay un muro, no hay un derecho. La sociedad debe elegir entre amurallarse y cerrarse sobre sí misma y no ver, como en San Isidro hace unos años (por suerte todavía hay gente dispuesta a derribar los muros), que la alternativa al encierro es la verdad. El muro confina, segrega y encierra y olvida. Sería una paradoja terrible que el derecho hiciera lo mismo. Que el derecho fuera el muro. Que el derecho no vea. Y que los hombres, como el humilde campesino del conocido cuento de Kafka, “Ante la Ley” (o el personaje de “La Colonia Penitenciaria”, que ya no sabe por qué lo condenan), ya no puedan ni quieran entrar en él. Que teman al derecho. Que el derecho se amuralle y se quede solo. Y que los jueces, en lugar de ser sus artífices y defensores, sean, como en las obras de Kafka, sus enemigos.

Siempre habrá una parte de la sociedad que no habla. Que se declara enemiga de todo reconocimiento. De toda verdad. Siempre habrá una parte que elige o prefiere el silencio. Que prefiere la mentira y no la verdad. Que reivindica al más fuerte. El orden establecido. La desaparición. El homicidio. Y la noche. Tal vez por eso existen o nacieron el derecho y la literatura. Porque ambos son la palabra. La palabra es una hendidura para conmover y hacer pensar. Para hacer hablar al que no tiene voz ni derecho. El derecho, como la literatura, humaniza, y le da la palabra al que no la tiene. Le da rostro. Existencia. Y vida. La palabra ilumina, descubre, muestra. Conviene tener en claro que la parte de la sociedad que no habla, que prefiere el silencio, es la parte de la sociedad argentina o alemana que se declara continuamente enemiga de la memoria. Y de la verdad. Es la misma parte de la sociedad alemana (o iraní o argentina) que dice que los campos de exterminio jamás existieron. Que no hubo víctimas. El derecho español no puede decir lo mismo ni pensar lo mismo que sus enemigos. No puede hacerle el juego a quienes sólo quieren socavar al derecho. Privarlo de todo sustento y de todo objetivo. De toda dignidad. El derecho desaparecido es el último eslabón de una tragedia humana. Por eso las personas reclaman por sus derechos. Por su voz.

Si algo ha caracterizado al derecho argentino en los últimos años es el haber recuperado eso que antes el derecho argentino no tenía: una línea. Y una hidalguía. Un compromiso. No presumirse por encima de la realidad cotidiana. Del sufrimiento. O del dolor. El derecho a la memoria, o el derecho a la identidad, forman un derecho que hicimos entre todos y que debiéramos preservar entre todos, para que casos como el de Garzón no se repitan. Para que muros oscuros como los que aquí se han levantado –y cuyos restos aún se conservan– formen un recuerdo vivo en la conciencia del hombre y, sobre todo, una advertencia. Porque hay muchas formas de erigir muros. Pero hay una sola para acabar con ellos. La memoria, la verdad, la justicia. La igualdad, la libertad. Y el compromiso.

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