La guerrita absurda que produjo la inflación más alta en treinta años

Cristina Kirchner y Alberto Fernández en el acto por el centenario de YPF, en Tecnópolis, el 3 de junio de 2022.

Cristina Kirchner y Alberto Fernández en el acto por el centenario de YPF, en Tecnópolis, el 3 de junio de 2022.

Por Ernesto Tenembaum (*)

 

Los debates eternos acerca de las causas de la inflación han recibido un aporte inestimable este último mes, cuando la Argentina consiguió el aumento de precios más alto de los últimos veinte años, el más alto del continente y que representa un salto gigantesco respecto del mes anterior. Los expertos en el tema, naturalmente, debatirán si ese salto de 5,3 en junio a 7,4 en julio se debió a un fenómeno monetario, cambiario, de inercia o de puja distributivas. Pero en este caso, tal vez habría que agregar como un factor determinante algo que no siempre aparece en los análisis: un capricho, una obsecación incomprensible, un sinsentido, una dosis alta de irracionalidad entre quienes conducen el país, una tontería. Para entender el rol del capricho en el salto de precios tal vez haya que prestar atención a la manera en que se produjeron las cosas.

El 7,4 por ciento de julio estuvo 2,1 por ciento encima de la inflación de junio. Esto es, en solo un mes, los precios subieron un 40 por ciento más que el mes anterior. Ni siquiera la inflación mundial producida por la invasión rusa a Ucrania generó un salto similar. Sin embargo, en julio no estalló una guerra que impulsara los precios en todo el mundo, no hubo que emitir para sostener la estructura social durante una pandemia, no aumentó la inflación mundial, sino que más bien bajó. ¿Qué pasó, entonces?

El único factor novedoso que se produjo entre un número y otro fue de orden político: la renuncia de Martín Guzmán al ministerio de Economía. El lector recordará, porque se trata de hechos muy recientes, lo que ocurrió el sábado 2 de julio, cuando apenas había transcurrido un día hábil del mes récord de inflación. Ese día, a las 17.45, la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner mencionó críticamente a Guzmán en un discurso muy agresivo hacia Alberto Fernández. Dos minutos después, a las 17.47, Guzmán le anunciaba al país, mientras Kirchner seguía hablando, que ya no era ministro.

Ese fin de semana fue terrible. Durante largas horas, el país se quedó sin ministro de Economía. El descalabro obligó a Alberto Fernández y a Cristina Kirchner a dirigirse nuevamente la palabra, luego de largos meses en los que esto ya no ocurría. Recién en la noche del domingo, se anunció que Silvina Batakis sería la efímera reemplazante. El lunes, los dólares alternativos habían subido de 240 a más de 300 pesos. Los precios perdieron toda la referencia porque ningún actor económico conocía los valores de reposición. Todo enloqueció. De allí surge el aumento de la inflación en julio.

El salto de julio, entonces, no tiene nada que ver con la guerra, ni con la inflación internacional, ni con los formadores de precios, ni con los grupos concentrados, ni con los especuladores. Obedece, en cambio, a una dinámica política que potenció un problema que complica la vida de todo un país. Guzmán renunció de manera intempestiva luego de soportar largos meses de asedio y agresión por parte de la vicepresidenta y sus seguidores que, una y otra vez, le pedían la renuncia. Algunos dirán que tuvo la culpa él por haberse ido de la manera en que lo hizo. Otros, que fue ella porque no le dio opción. O que fue Fernández que no lo sostuvo. ¿Qué más da?

Lo cierto es que ese conflicto entre Kirchner y Guzmán se podría haber resuelto de distintas maneras. El presidente y su vice podrían haber acordado desplazarlo por otra persona o sostenerlo en su lugar. No sería la primera vez que se va un ministro de Economía. Pero ni siquiera se dirigían la palabra, y entonces no pudieron conducir ni hacia un lugar ni al otro. El ministro, en medio de una corrida que ya se insinuaba, cansado del asedio cristinista y de la demora presidencial en concederle el poder que reclamaba para intentar estabilizar la inflación, dio un portazo tremendo. Y el Gobierno no tenía plan B. Si Cristina pretendía tumbar a Guzmán, ¿no debería haber pensado que pasaría al día siguiente? ¿Y Alberto? ¿No debería haber previsto lo que podría suceder, al menos desde el día que se fue Matías Kulfas?

La consecuencia de ese descalabro político, en un contexto de por sí demasiado volátil, provocó un salto inédito de los precios. Dado que no hay otra razón, se puede concluir que, al menos, ese 2,1 extra de inflación de julio se debe a una cuestión política: la pelea –la peleíta- entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Pero, además, vale hacerse otra pregunta. De la inflación argentina durante el último año y medio, ¿cuánto obedecerá a la misma causa?

La misma pelea explica por qué el Gobierno se demoró largamente en implementar una reducción de los subsidios –que ahora, al parecer, se llevará a cabo--, por qué pospuso hasta el momento mismo de la entrada en default el acuerdo con el Fondo Monetario –cuando haberlo firmado antes habría protegido las reservas--, por qué no logró desarrollar con la precisión que requería una política agresiva de generación de energía, por qué no subió la tasa de interés cuando era evidente que las grandes empresas utilizaban ese beneficio para financiar la compra de dólares.

Un pie trababa al otro cada vez que el Gobierno trataba de caminar. Durante un largo año y medio, la pelea entre los Fernández impidió poner en marcha una estrategia medianamente congruente para evitar que, al menos, la inflación no aumentara. Ese 7,4 es, entonces, una cifra que condensa los principales vicios de un Gobierno, su tara de origen, la incapacidad de sus líderes para construir una relación mínimamente lógica.

¿Tuvo sentido esa guerra entre el presidente y su vice o estaba, en definitiva, impulsada por un hecho menor, es decir, por un capricho?

Desde la asunción del Frente de Todos, hubo dos miradas dominantes sobre las razones del enfrentamiento. Una sostenía que se trataba de una cuestión ideológica. Esto es, que la vicepresidenta disentía con el enfoque económico que aplicaba el Gobierno. Esa explicación se hizo muy visible a medida que Cristina Kirchner acentuaba su ofensiva contra Guzmán. Ella sostenía que no gastaba lo suficiente, que la emisión no generaba inflación, que no se debían aumentar las tarifas, y también proponía un aumento de salarios para impulsar la actividad. En ese sentido, denunciaba el acuerdo firmado con el Fondo Monetario, porque obligaba a una reducción del gasto que sería recesiva. Desde el Gobierno – a veces con mayor claridad que en otras— se le respondía que una política expansiva, en este contexto, era muy riesgosa porque pegaba sobre el tipo de cambio y eso aumentaba la brecha con todos los efectos nocivos de esa dinámica.

Se trataba, desde esta perspectiva, de una disputa por el alma del Gobierno, por la ideología que debía guiarlo. De haber sido así, más allá de quien tuviera razón, al menos tenía una lógica.

Pero había otra mirada según la cual se trataba, apenas, de un problema personal, de un capricho. Por alguna razón, que cada uno de ellos contará a su manera, Alberto Fernández y Cristina Kirchner dejaron de entenderse y empezaron a pelear. Esa pelea fue justificada por ella en términos ideológicos. Pero tal vez esa justificación era una impostura, un relato para que el enfrentamiento no pareciera, apenas, una frivolidad. Había un argumento a favor de esta segunda perspectiva. El maltrato que sufrió Alberto Fernández a medida que el enfrentamiento escalaba –las cartas, las renuncias en masa, los insultos a los ministros delante del Presidente-- no era muy distinto al que padecieron los gobernadores de Santa Cruz que no llevaban el apellido Kirchner o el mismo Daniel Scioli cuando fue candidato a Presidente. La pelea podía deberse a cuestiones ideológicas, pero -al mismo tiempo-, obedecía a un patrón.

Todo lo que ocurrió desde la asunción de Sergio Massa al ministerio de Economía revela que la motivación de la pelea no era ideológica sino personal, no pulseaban por el alma de un gobierno sino, apenas, por un capricho. En los últimos días se anunció un aumento de tarifas mayor al que pretendía imponer Guzmán, y que Cristina frenaba. Ahora no lo frena. Se subió la tasa de interés por encima de lo que alguna vez la aumentó Guzmán. Cristina no dice nada. Se ratificaron todas las metas con el Fondo Monetario Internacional. Nadie protesta. Se produjeron gestos públicos de acercamiento a las principales petroleras del país y a los sectores más concentrados del poder agropecuario. Nada de eso mereció un mínimo reproche de parte de Cristina Kirchner, de su hijo Máximo o de Andrés Larroque, el vocero más provocativo de ese sector. Fernanda Vallejos se mantiene en silencio: no insulta a Sergio Massa como lo hizo hace unos meses con Alberto Fernández, pese a que las políticas del primero son más fiscalistas que las de su antecesor.

Con la asunción de Massa, parece haber homogeneidad en el Gobierno. Todos piensan que hay que subir la tasa de interés, negociar con los “poderes concentrados”, mantener el acuerdo con el Fondo, aumentar las tarifas. Pero, ¿no era eso, más o menos, lo que quería hacer Martín Guzmán? Si este enfoque fuera correcto –cosa que está por verse--, ¿no le hubiera ahorrado muchos problemas al país de haberse puesto en marcha hace un año y medio, cuando la pandemia empezó a aflojar? ¿Habría llegado la inflación a estos niveles, se habrían perdido tantas reservas, se habrían producido las corridas que se produjeron?

Es bastante posible que no. Si las cosas se manejaban de manera madura, ese 5,3 no habría escalado hacia el 7,4. Pero, probablemente, tampoco hubiera existido. Pocas veces se puede ver con tanta claridad la manera en que una pelea irracional en la conducción de un país genera tanta inestabilidad y aumenta tanto la pobreza.

El saldo político de esa pelea muestra a un Presidente agotado y relegado a un rol secundario. Y a una vicepresidenta que, en pocos días, bajó todas las banderas que había enarbolado. Uno cedió a Sergio Massa una parte importante de su poder. La otra le entregó –o parece haberle entregado—el derecho a imponer una dirección al Gobierno exactamente opuesta a la que ella postulaba.

Está claro el daño que causaron, y que se causaron.

Ahora, ¿qué sentido tuvo todo?

Cuando la sangre estaba por llegar al río, se hablaron –pequeño milagro–, acordaron que asumiera Massa e intentara ordenar un poco las cosas. Otro capítulo de la historia parece haber comenzado. Si gente tan importante puede cambiar –aunque más no sea por los efectos que produce el miedo—tal vez no se produzcan daños mayores a los actuales, que ya dejan un tendal.

Pero, ¿quién se animaría a asegurarlo?

 

(*) Esta columna de Opinión de Ernesto Tenembaum fue publicada originalmente en el portal de Infobae.

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