Un módico triunfo y una gran derrota

Por Joaquín Morales Solá (*)

Javier Milei ganó la Capital. Ese es el dato indiscutible. Una vez más, la política argentina mostró que la unión entre una inflación con tendencia a la baja y un dólar relativamente barato son imbatibles en cualquier elección. Los méritos de la economía no pueden desconocerse en el análisis de lo que pasó en las urnas. Pero, al mismo tiempo, el Presidente se dio un gusto inverosímil: batió seriamente a quien fue su principal aliado en el casi año y medio de gobierno que lleva. Se trata de Mauricio Macri, que por primera vez en más de 17 años perdió de mala manera en el distrito que lo vio nacer como político y lo aupó hasta la presidencia de la Nación. Macri lo acompañó a Milei (demasiado apresurado, debe consignarse) en la segunda vuelta electoral en 2023 frente a Sergio Massa; lo ayudó a sacar las principales leyes que le permiten gobernar a un presidente sin Congreso y, sobre todo, contribuyó a que las cámaras parlamentarias no rechazaran los vetos del jefe del Estado a iniciativas legislativas que hubieran desnaturalizado las políticas oficiales de fondo.

Sin embargo, el entorno presidencial (sobre todo, la hermanísima Karina y el superasesor Santiago Caputo) urdieron una campaña destinada a terminar con Macri y con Pro; el peronismo kirchnerista les importaba menos. Usaron para eso procedimientos anticonstitucionales que no se habían visto hasta ahora, durante 40 años de democracia, en los procesos electorales. Lo que sucedió en las últimas horas, cuando se conoció hasta un video trucho hecho con inteligencia artificial para hacerle decir a Macri cosas que nunca dijo, fue claramente una violación de la veda electoral, un intento de manipulación de la opinión pública de la peor manera posible y, en definitiva, una derrota de los métodos democráticos. Ni el peronismo había llegado a tanto en los muchos años en los que gobernó. Menem aceptó pacíficamente la victoria electoral de la entonces Alianza en 1997 y luego en 1999. Y los Kirchner reconocieron que el patriarca de la familia, Néstor, perdió frente a Francisco de Narváez en la provincia de Buenos Aires en 2009. Tanto Menem como Kirchner recurrieron a deplorables maniobras electorales (basta recordar la operación de Néstor Kirchner y Alberto Fernández para destruir la candidatura a jefe de gobierno capitalino de Enrique Olivera en 2005), pero nunca llegaron a cometer violaciones tan flagrantes en horas de veda electoral.

Una victoria es una victoria, pero todo tiene sus matices. Manuel Adorni sacó un porcentaje módico de votos (apenas el 30,14%), pero le alcanzó para acariciar el triunfo. En una elección en la que el porcentaje más alto fue el del ausentismo, porque casi el 50 por ciento del electorado porteño no fue a votar, debe concluirse que el malestar social goza de buena salud en el país. O que a una enorme mayoría no le importaron unos comicios locales, casi municipales, que la dirigencia política decidió agigantar inútilmente. A todo esto, Adorni nunca renunció a su cargo de vocero presidencial tras ser ungido primer candidato a legislador porteño, aunque ese cargo en el gobierno nacional le permitió una presencia cotidiana en todos los medios de comunicación. Competencia desleal: los otros candidatos no tenían esa ventaja. En los últimos días, además, el Presidente le permitió a Adorni hacer anuncios populares, como la quita de retenciones a los productos industriales; la entrega gratuita de pañales por parte del PAMI a las personas mayores; la rebaja de los aranceles para la importación de teléfonos celulares, y, por último, una reforma a la ley migratoria junto a la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, que terminará con el fácil ingreso al país de extranjeros con antecedentes delincuenciales. “Eso es corrupción institucional”, describió, rotunda, la periodista catalana Pilar Rahola cuando se enteró de que Adorni hacía esos anuncios siendo candidato del oficialismo en la Capital. No importa. Milei no se detiene en los requisitos de la democracia.

El peronista Leandro Santoro se quedó con el segundo puesto solo conservando un porcentaje aproximado a lo que los herederos de Perón cosecharon siempre en la sofisticada y antiperonista capital de la Argentina. Aunque muchas encuestas pronosticaban un triunfo peronista en la Capital después de 32 años (el menemista Erman González fue el último candidato de esa fuerza en ganar elecciones legislativas en 1993 en la Capital, también gracias a una exitosa política antiinflacionaria), al final Adorni lo superó a Santoro por menos de 3 puntos. Poca diferencia a cambio de muchas transgresiones. Santoro recurrió a la astucia de no mentar al kirchnerismo ni al peronismo en territorio hostil, y Cristina Kirchner, jefa formal del peronismo nacional, tuvo la perspicacia de no participar de la campaña capitalina. Nunca dijo una sola palabra sobre Santoro, ni sobre las elecciones en la Capital ni sobre la Capital en sí misma. Nada, nadie, nunca (Saer dixit). No obstante, eso le sirvió a Santoro solo para aproximarse a los votos que sacó hace apenas dos años como candidato a jefe de gobierno; entonces, logró el 32,27 por ciento de los votos, casi 5 puntos más que en las elecciones de ayer. Si el oficialismo no hizo una gran elección, el peronismo tampoco.

La novedad de las elecciones fue el escaso porcentaje de votos (15,92%) que logró Pro, el partido que gobierna la Capital desde 2007 y que hace dos años, en 2023, alcanzó un porcentaje del 49,7% en las elecciones para elegir jefe de gobierno. Un derrumbe. La notable derrota del oficialismo capitalino debe analizarse desde distintos ángulos. El primero de ellos es la fuga de Horacio Rodríguez Larreta del partido que él mismo ayudó a crear, Pro, y su distancia con respecto al líder, Macri, al que acompañó a gobernar la Capital durante ocho años. Rodríguez Larreta obtuvo el 8,08% de los votos, lo que significa que Pro unido habría sacado en principio el 24 por ciento de los votos. Hubiera sido un porcentaje menor, pero mucho mejor que el que se vio en la víspera. Las culpas de tales rupturas nunca están de un solo lado; también Mauricio Macri deberá hacerse cargo de su impotencia para retener en Pro a dirigentes que fueron esenciales en la construcción de su poder. Ninguna culpa puede, en cambio, recaer sobre Silvia Lospennato, quien aceptó por obligación partidaria y moral una candidatura que no necesitaba. Es diputada nacional y tiene mandato como tal hasta 2027.

Otro ángulo que Pro deberá examinar es la gestión de Jorge Macri. Puede ser que el “olor a pis” en las calles, que denunció Rodríguez Larreta, haya sido una exageración, pero es obvio que la administración capitalina del primo de Mauricio Macri no tiene los mismos estándares de las dos gestiones anteriores de Pro (Mauricio Macri y Rodríguez Larreta). La excesiva confianza política es una mala compañía, porque los porteños son fastidiosos para votar. Nunca están totalmente conformes y siempre reclaman algo más. Jorge Macri debió tener en cuenta esa historia de los capitalinos. También Pro debe terminar con la inexplicable manía de llevar y traer dirigentes bonaerenses y porteños. O son dirigentes y funcionarios de la provincia de Buenos Aires o lo son de la Capital. Jorge Macri era intendente de Vicente López en la provincia de Buenos Aires, y se había convertido en un referente bonaerense de Pro antes de aparecer, repentinamente, como un político porteño.

Nadie del arco republicano tuvo la sutileza indispensable como para percibir que Juntos por el Cambio sigue siendo una opción necesaria en la política argentina. Es la alternativa sensata, institucional y respetuosa a lo que expresa Milei, sobre todo en economía. Es la versión liberal, bien entendida, de la política. Si las cuatro franjas de lo que fue esa coalición, y que compitieron ayer, se hubieran unido en una sola oferta electoral, el resultado hubiera sido aproximadamente del 29 por ciento de los votos, sumados los módicos sufragios del radicalismo (en el distrito donde fue invencible durante 30 años); de la Coalición Cívica, que también ganó varias elecciones capitalinas; de Pro, que gobierna el distrito, y de Horacio Rodríguez Larreta, que lo gobernó en nombre de Pro durante ocho años. Esa alianza que no ocurrió hubiera estado más cerca de Adorni que de Santoro. La irresponsabilidad institucional tiene un precio que ellos deberán pagar.

No es, de todos modos, el fin del mundo para nadie ni tampoco la gloria de ninguno. Ni Milei está en condiciones de mostrarse como el dueño de una victoria abrumadora, ni el peronismo sacó más de lo que la historia le dio en la Capital, ni el macrismo se terminará porque perdió malamente una elección local y aislada del resto del país. La dirigencia política, la que gobierna y la que no gobierna, debería poner atención en el dato del ausentismo más que en los triunfos y las derrotas. El electorado de la Capital es el más cosmopolita, informado y exigente del país, pero es también el que suele adelantar el estado de ánimo de la sociedad nacional. Y decidir no ir a votar, como decidió la mayoría de los porteños cuando la concurrencia al cuarto oscuro es obligatoria, constituye solo un síntoma de algo más grave. El fastidio social que terminó con Milei en el poder no desapareció, a pesar de que un sector importante de los argentinos (no todos) se siente mejor económicamente. El Presidente debería reflexionar sobre las formas violentas de su personalidad, porque tal vez ahí esté la razón de la distancia que ponen con él importantes núcleos sociales.

(*) Periodista, publicado en La Nación

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