Violencia, una bestia que muta

Por Carmen Ubeda
(especial para ANALISIS DIGITAL, desde Santa Fe)

Situados en este razonamiento, la globalización es una ilusión. La cara que se vende como progreso de la humanidad es sólo el mascarón de proa. La otra, la oscura, es la real, aquella que unifica la tragedia en un barco que se hunde. En un principio constituyó un fenómeno real que sacó de la pobreza a miles de personas, pero inmediatamente lo único que se globalizó fue la miseria mientras se concentraba cada vez más pétrea, la riqueza. Sirve, aun para el agnóstico, usar una gráfica etimología teológica: es lo diabólico (lo que separa) que impide lo simbólico (lo que une). Recuerde el lector estas aparentes digresiones aplicables, sin embargo, a todo lo que aquí se afirmó y se afirmará.

Si esta “diagramación” geopolítica que tiraría por tierra el concepto aún utilizado de globalización responde a los hechos, otros más acotados también precisan nuevas denominaciones. Ya Francisco se ha atrevido a nombrar la presencia de una tercera guerra mundial en fases, contraviniendo todas las convenciones del pasado para aludir a ella. Quizás la peor, precisamente, por su inabarcable diseminación. Y muta como una bestia larvada: allí donde hay un polo de poder, se despierta, explota. Es el agua ni siquiera en estado líquido ni sólido sino inasible, como en su estado gaseoso. Resulta extemporáneo describirla como guerra de estados contra estados, de aliados contra ejes…, pero aprieta, ahoga, extermina indiscriminadamente.

Todo lo que acontece precisa de nuevos nombres para reconocerlo, aún con miedo, con mayor valentía. En particular, este pueblo del confín de la tierra debe aceptar que está asistiendo a una guerra civil reactiva (¿en fases sería también aplicable aquí?) cuya continuidad o detención depende de múltiples factores, pero en lo inmediato, de algunas acciones urgentes. Sus manifestaciones son distintas a las que los siglos XIX y XX definían como tal, es larvada, latente o comprobable al igual que los otros fenómenos antes mencionados. No son sólo los dirigentes los que deben avizorarla, es el mismísimo pueblo que la protagoniza. La mera observación con un mínimo de reflexión hace que se detecte en todo el territorio nacional la existencia de dos, de tres, de cien “ejércitos irregulares” con la aparente voluntad de ponerse en pie de guerra. La intención de lo que se afirma no es alarmar ni ejercer terrorismo verbal. Es advertir. Cuatro de cada 10 familias (por recurrir a los datos más mesurados, otros llegan a 7 de cada 10) poseen armas registradas. El RENAR consigna 2.000.000 y un número semejante en el mercado ilegal (¿se investiga su procedencia? Hubo varias denuncias sobre robo de armas y proyectiles que luego fueron borradas por el tiempo, además, de otros indicios sospechosos). En un solo año se registraron en el país cerca de 3.000 muertes por su uso. Una grosera aunque tímida proyección llevaría a concluir que en un quinquenio podrían ascender a 15.000, número superior, en el mismo lapso, a las pérdidas durante la última dictadura junto con la guerra de Malvinas. Poder de fuego. Armas, muertos y heridos. Cualquier ciudadano medio, sin afán especulativo, tendría la representación mental instantánea de la palabra guerra. Sin embargo, la intención de estas líneas no es el registro meticuloso en números de armas o muertos. Hay observatorios de sobra para precisarlos, aunque constituyan un dato necesario -no suficiente- con el fin de desentrañar el fenómeno analizado.

Riñas domésticas por la sopa fría, por una compra demás, por llegadas tarde, porque los chicos lloran, por presuntas infidelidades… pueden llevar a asesinatos múltiples. Fuera de la casa, entre vecinos, el volumen de la música, la ubicación de la basura, un auto ajeno en el garaje propio, una medianera en arreglo, ruidos molestos de talleres cercanos, los bombos de las comparsas, el ladrido de los perros… culminan con heridos o muertos, a veces, sin mediar violencia verbal. La enumeración sería interminable y asombrosa y sus detalles lindantes con la morbosidad por aberraciones incomprensibles, lamentablemente, para cada vez menos ciudadanos. Peor aún, el número frío y su constante descripción hacen que se borren por completo los límites entre normalidad y anormalidad.

En los ‘60, hechos de esta naturaleza eran tipificados desde la sociología como violencia horizontal para diferenciarla de la otra insipiente en la década, la vertical. Durante los ’70, una vanguardia crítica difundía la legitimación de la violencia vertical frente a la injusticia o a los estados espoliadores. Las explicaciones apelaban a argumentaciones de Lenin, León Trotski, Ernesto Che Guevara y hasta Santo Tomás de Aquino. Esta legitimación se concretó en el país desde los Uturuncos, sabrá el lector reconocer la táctica del foco que después de la revolución cubana se fue instalando en toda América Latina y otros países “colonizados”. Luego, sobrevino una serie de episodios cruentos durante dictaduras que ejercían el terrorismo de estado. Sin embargo y frente a una sospechosa reticencia por mencionarlo, muerto Juan Perón, democracia vigente, se desató en el país una sangrienta y cotidiana guerra civil entre facciones de distintos signos o también un terrorismo de estado que se continuó en el ’76 (elija el lector la categoría que más se ajuste a su juicio). Hoy, aquella diferenciación se vuelve insuficiente e inapropiada, especialmente, con respecto a la violencia vertical... Aun así, es innegable el crecimiento pavoroso de la violencia horizontal, acciones insospechadas y reacciones desproporcionadas contra pares. En cuanto a la otra, políticos, comunicadores, dirigentes sociales lanzan bocanadas de encomios hacia la democracia recuperada, sobre todo, porque “impide la violencia política”. Mientras tanto, convierten en normal la agresión, la descalificación, el agravio con cataratas de insultos mutuos. Al mismo tiempo que juzgan como magnicidio la muerte todavía no esclarecida del fiscal Alberto Nisman y otras tantas dudosas, trompadas, balaceras en las viviendas de políticos y claras amenazas de muerte, dicen, con extrema incoherencia, “en democracia, por lo menos, no nos matan”. Aunque se dé por superada, la autocensura prevalece contra la proclamada libertad de expresión. Se teme llamar a las cosas por su nombre y se señala con indignación a aquellos que lo hacen: hay una guerra civil silenciada que incluye la violencia social y la política cruentas.

“¿Qué es la guerra, manito?”, su compañero apostado en la cima de una montaña rocosa durante la revolución mexicana, no le contestó, sólo echó a correr una pequeña piedra que al precipitarse arrastraba a las otras. “Esto es la guerra, manito, lanzada una, caen todas las demás… lo normal es la muerte, manito.” Es el diálogo, más real que ficcionado, en una de las novelas magnas de Carlos Fuentes. Cuántas piedritas se están lanzando en el país para que caigan todas las demás y con cuánta normalidad se asume la muerte. Los pronósticos forman parte de la especulación, aunque lo deseable sea que la normalidad vire a favor de la vida. Lo cierto es que la percepción actual no engaña. No es una mera sensación, la experiencia desgarradora e in crescendo de estos días, así lo prueba.

Entremezclado, furibundo y acuciante, el delito con epílogo de muerte es lo normal. Sin embargo, la relación entre víctimas y victimarios no describe una parábola simétrica, más bien errante, caótica, aleatoria. Gente y gente atrincheradas detrás de rejas, defensas electrificadas, cámaras, dispositivos igualmente violentados. Cuánto más aquellos que no los poseen. Obligados con palos, piedras, agujas de tejer al momento de encaminarse a tomar un colectivo para cumplir sus tareas. Es azaroso saber quiénes, cuándo, cómo y dónde. Esos quienes pueden ser familiares, amigos ocasionales, vecinos, desconocidos, hinchas de futbol, integrantes de fuerzas del orden, “narcos” en disputa, sicarios... El dónde, el cuándo y el cómo resultan imprevisibles. Es impensado para un cirujano en un quirófano, un tiroteo, para un cura la puñalada por un objeto sagrado, para un anciano la pérdida de su dedo a cambio de la jubilación, para una adolescente bella, una mejilla desfigurada por esa única razón y tantos casos inexplicables desde la conciencia. “Toco, hiero, mato, eventualmente recojo mi botín y me voy”, ¿no recuerda, sólo en su metodología, a la táctica del foco y al sistema de células donde una no contaba con información sobre las acciones de la otra o a una patrulla civil montada en un Falcon verde y ametrallando una casa humilde o fusilando una parejita en la noche?, porque de modo manifiesto la práctica no parece tener una justificación ideológica. Sólo no parece, por ahora… lo que sí se comprueba prima facie es una suerte de unanimidad y contagio entre protagonistas y episodios. Son numerosos, pero sólo para dar un ejemplo recuérdense tres actos criminales ocurridos a pocas horas uno de los otros en Entre Ríos (Paraná, Concordia y Concepción del Uruguay). Víctimas y victimarios idénticos, modus operandi idénticos, consecuencias similares. Endemia que se propaga, se trasmite y se contagia. ¿Responde o no, más allá del feminicidio, a una ya desatada guerra doméstica, social o, francamente, civil?

Este punto atrevido del texto necesita apelar a una metáfora significativa. En una casa abandonada y ruinosa la telaraña es difícil de erradicar sin la acción de una limpieza profunda y, a veces, no basta. El país es semejante a esa deteriorada construcción y la telaraña excesiva, oculta, ofrece resistencia y, aún más, mutación, crecimientos inesperados… Los tejidos se entrecruzan, se adhieren a las formas, penetran en las grietas. Así, las 6 patas de la araña no dejan de tejer: delincuentes míseros y rasos, policías deshonestos y codiciosos, narcos abominables y asesinos, funcionarios desnaturalizados e incompetentes, legisladores viles y oportunistas, jueces venales y extorsionadores. Todos tejen y las excepciones en ascenso, por ser optimistas, no disponen de las herramientas y el tiempo urgente para combatirla (combatir: palabra bélica si las hay y ellas no mientes, ahí está el peligro). Al decir de Aldous Huxley “cuanto más se prolongue la violencia, tanto más difícil le resulta a los que la emplearon encontrar la forma de realizar actos compensatorios no violentos”. En el extremo, opina el mismo autor que se crea una tradición de violencia y lamentablemente la sociedad entiende esos actos como heroicos, obligando a veces a las instituciones a la necesidad de emplear mayor violencia.

Se dijo que los episodios del panorama descripto, pavorosos y aberrantes, no portan una intencionalidad ligada con ideologías claras o, al menos, con idearios. Sin embargo, están circulando por las redes y los medios algunos videos cuya estética (ya es necio separar estética de ética) se asemeja a las filmaciones de grupos tales como los del comandante Marcos, en México, los de la FARC, en Colombia, Sendero luminoso, en Perú o algunos locales de otros años. La única diferencia es la precariedad del uso lingüístico, pero entre barboteos y vulgarismos deslizan cierto odio de clase con otras configuraciones de límites más difusos a los cortes tradicionales. Más bien, se refieren a nuevas castas: la de los políticos, la de las fuerzas policiales y otras de mixturada conformación. ¿Es quizás “la violencia” una búsqueda de la identidad y el sentido?, como diría Marshall McLuhan o “el último refugio del incompetente”, según Isaac Asimov. Acá se acuerda, nuevamente, con Aldous Huxley que ella es la última expresión del miedo. Búsqueda del sentido, miedo, recuperación de la identidad, incompetencia son faltas legadas por una democracia que olvida las instituciones. En este caso, conviene centrarse en dos sistemas, el de la educación y el de la justicia. Rápidamente, una visión pragmática paliaría la tragedia con tres pilares arquitectónicos: una nueva política poblacional erigiendo ciudades a la altura del hombre, numerosas escuelas de excelencia con doble escolaridad ubicadas donde la necesidad y la vulnerabilidad se hayan enquistado y cárceles modelo alejadas de los centros urbanos (de lo contrario los comandos del delito están “a la mano”) que apliquen la sanción –ley sagrada, en su raíz original - y rehabiliten la dignidad del individuo en el trabajo y la socialización. Ese pragmatismo de la urgencia que excluye la vulgaridad de “lo políticamente correcto” debería edificarse sobre valores si no absolutos, menos transitorios o sujetos a los tiempos (no todo lo nuevo es bueno). La oleada de relativismo arrasó con ellos. La historia no se repite, pero una revisión ligera de sus procesos da señales de que el extremo relativismo es el puente seguro hacia el extremo despotismo.

Foto ilustrativa.

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