El inquietante punto de confluencia entre Cristina Kirchner, Álvaro Uribe y los Bolsonaro

Cristina Kirchner en un acto político en Ensenada.

Cristina Kirchner en un acto político en Ensenada.

Por Ernesto Tenembaum (*)

 

El lunes pasado sucedió un hecho grave en América Latina. El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, luego de un triunfo arrollador en elecciones parlamentarias, destituyó a la sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia. El episodio generó una natural inquietud en la oposición y en organismos de derechos humanos, pero también un gesto de solidaridad muy contundente. Eduardo Bolsonaro, el hijo del ultraderechista presidente de Brasil, tuiteó: “El Presidente del Salvador, Nayib Bukele, tiene una mayoría de parlamentarios en su apoyo. Ahora, el Congreso destituyó a todos los ministros de la Corte por interferir con el Ejecutivo. Los jueces juzgan los casos. Si quieren dictar políticas, que salgan a la calle para ser elegidos”.

Los dos episodios no son excepcionales. En agosto del 2020, la Corte Suprema de Colombia envió a prisión domiciliaria al ex presidente Álvaro Uribe. Como se sabe, Uribe es el hombre fuerte del país y uno de los líderes de la derecha en América Latina. Esta semana, jugó un rol protagónico al alentar la represión a la protesta social que provocó la reforma fiscal promovida por su aliado, el actual presidente Ivan Duque. Cuando la Justicia se atrevió con él, Uribe reaccionó: “Cuidado que ellos van a la guerra jurídica tomando segmentos muy importantes de la Justicia y pueden llevar al país a esas versiones del socialismo Siglo XXI. Me duele por la democracia colombiana… Me dicen que respete a las instituciones. Pues que las instituciones primero se respeten a sí mismas”.

Esa idea, según la cual la Justicia actúa como una corporación que persigue a los líderes populares, recibió un envión más esta semana, cuando la vicepresidenta Cristina Kirchner acusó de golpista a la Corte Suprema. Kirchner presume de estar en las antípodas ideológicas de Bukele, Uribe y, sobre todo, de Bolsonaro. Sin embargo, repitió los argumentos de este último, casi palabra por palabra. “Digo yo… para poder gobernar, ¿no será mejor presentarse a concursar por un cargo de juez al Consejo de la Magistratura o que un Presidente te proponga para Ministro de la Corte?”. El viceministro de Justicia, Juan Menna, lo copió mejor aún. “No está mal que los jueces quieran gobernar. Tienen que renunciar al cargo, formar un partido y presentarse a elecciones”.

La excusa para amenazar a los jueces fue el fallo que le dio la razón al jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodriguez Larreta, en la disputa acerca de quién debe decidir si la escolaridad debe ser presencial en la ciudad de Buenos Aires en tiempos de pandemia. Pero el conflicto viene de muy lejos. De hecho, en la última campaña electoral Kirchner se manifestó en contra de la independencia del Poder Judicial porque, dijo, “es una rémora de la monarquía”. Bukele, el presidente salvadoreño que ganó popularidad exhibiendo fotos de jóvenes detenidos desnudos en los patios de las cárceles, despliega una y otra vez la teoría de los “poderes fácticos” que arrinconan a los gobernantes elegidos por el pueblo. Sus palabras son calcadas de las de la vicepresidenta argentina.

Desde la asunción del Gobierno, en diciembre del 2019, el asedio al Poder Judicial se transformó en una política de Estado que difícilmente tenga precedentes en la historia democrática argentina.


El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, luego de un triunfo arrollador en elecciones parlamentarias, destituyó a la sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia.

Estas son solo algunas cosas que les dijeron desde la cúspide del nuevo poder político: “Parecen vivir al margen del sistema republicano”. “Poder podrido y corrupto”. “Disfrutan de privilegios que no goza ninguno de los miembros de la sociedad”. “Son responsables de lo que pasó y de lo que pasa”. “Contribuyeron a que ese gobierno ganara las elecciones e hiciera lo que hizo”. “Mujeres masacradas en crímenes espantosos y jueces y fiscales que no hacen nada”. “Una Justicia contaminada por servicios de inteligencia, operadores judiciales, procedimientos oscuros y linchamientos mediáticos”. “¿Qué busca el presidente de la Corte?”. “Se fotografiaba con el juez Moro y con Claudio Bonadio”. “Jueces escribas del poder económico”. “Hay que meter mano en la Justicia”. “Funcionarios que parece que constituyen una aristocracia”. “Actúa con una discrecionalidad pasmosa”. “Cambian o se van”. “Uno de los dueños del estudio jurídico cuya cartera de clientes está conformada por los principales grupos económicos nacionales y extranjeros en el país”.

Pero esos escraches, insultos y amenazas ni siquiera arrancaron en 2019. Muchísimo antes del fallo sobre la presencialidad, el fallecido juez de la Corte Suprema, Carlos Fayt, o el entonces procurador general Esteban Righi, entre otras personas honradas, sufrieron el mismo tipo de hostigamiento por parte del sector político que responde a la vicepresidenta de la Nación.

Esos métodos se originan en dos motivos distintos, que se realimentan entre sí. Uno de ellos es la bronca ante la sucesión de investigaciones que se han realizado en la Justicia sobre las conductas de la propia Cristina Kirchner y de algunos de sus funcionarios. Kirchner sostiene que ha sido perseguida. Es una afirmación discutible, dado que vivimos en un país donde personas muy poderosas, como Carlos Menem, Domingo Cavallo, Diego Maradona, los hermanos Rohm o Ernestina Herrera de Noble, por poner algunos ejemplos, estuvieron detenidos. Ella, apenas, sufrió algunos procesamientos. Pero lo que importa aquí no son los hechos sino sus percepciones, y esa percepción, la de ser perseguida, motiva algunas de sus reacciones. Cristina Kirchner tiene un problema personal con la Justicia. Ese problema no figura en las angustias diarias de ningún argentino. Pero como se trata de un problema de Cristina, y ella creer que sus problemas deben ser atendidos como se debe y antes que los del resto, eso genera conflictos que, realmente, no deberían existir.

Pero hay algo más profundo, que es una concepción del poder, donde sólo tienen legitimidad aquellos que son elegidos por las mayorías y, entre ellos, solo algunos. Justamente, el sistema político llamado democracia liberal, que nació en la Revolución Francesa, imaginó un mecanismo por el cual las autoridades surgidas del voto de las mayorías deben tener límites, y el encargado, muchas veces, de establecer esos límites es el Poder Judicial. Desde la época en que gobernaban Santa Cruz, los Kirchner arrasaron con esa idea. Hay un hermoso trabajo que el Centro de Estudios Legales y Sociales, presidido ya entonces por Horacio Verbitsky, publicó en 2003 acerca de cómo funcionaba la Justicia en esa provincia austral. Luego volvieron a la democracia liberal en los primeros años de su Gobierno, en ese momento magnífico en que crearon una Corte independiente. Era la primavera kirchnerista, cuando se atrevían a dejar de ser ellos mismos. Progresivamente desde 2008, pero ya con total franqueza y agresividad desde su segundo mandato, Cristina ha vuelto a la teoría de que se trata de poderes fácticos y rémoras de la monarquía.

En ese punto, no es raro que coincida con Bolsonaro, Uribe o Bukele, que tampoco se sienten cómodos con los límites que estableció la democracia liberal para dejar atrás las rémoras de la monarquía. No sería la primera vez que el sistema democrático resulta asediado por personas que utilizan retórica de izquierda o de derecha. En ese sentido, el camino que recorre Cristina es peligroso, pero principalmente para sí misma. ¿Qué sucedería si un partido de derecha gana las elecciones en tres años y pasara por encima de la Corte, porque se trata de un poder fáctico? Si, en ese contexto, se aplicara su teoría, ¿ella tendría más o menos garantías?


Eduardo Bolsonaro, el hijo del ultraderechista presidente de Brasil.

La Corte Suprema argentina, como la de cualquier país democrático, tiene defectos muy evidentes, pero sus defectos son los de la democracia y, particularmente, los del peronismo. De los cinco miembros de la Corte, uno -Juan Carlos Maqueda- fue designado durante el mandato de Eduardo Duhalde, dos -Ricardo Lorenzetti y Elena Highton- durante el de Néstor Kirchner y otros dos -Carlos Ronsenkrantz y Horacio Rosatti- durante el de Mauricio Macri. Uno de estos últimos, Rosatti, es de origen peronista y fue ministro de Justicia de Kirchner. En todo el proceso de designación de los jueces, el Senado ha jugado, como está establecido, un rol clave: ese cuerpo fue gobernado por el peronismo desde el mismísimo 10 de diciembre de 1983. En los antecedentes de esta misma Corte figuran decisiones que han enojado al gobierno de Mauricio Macri, en temas tan sensibles como aumentos de tarifas o distribución de fondos con las provincias. Solo mentes muy conspirativas, o muy interesadas, pueden llegar a la conclusión de que es golpista o que “juega para Rodríguez Larreta”.

Una de los detalles delicados de este conflicto es la posición del Presidente Alberto Fernández. Algunos de sus afectos personales más cercanos, como Esteban Righi, fueron agredidos de la misma manera que hoy lo son los miembros de la Corte, y por las mismas personas: Cristina Kirchner, Amado Boudou. Fernández se cuida de no proponer el derrocamiento de la Corte o anular la independencia del Poder Judicial, pero suma sus propios insultos y advertencias y así, se mimetiza.

Hace muchos años, un dirigente llamado Martín Sabatella fue incorporado al kirchnerismo porque representaba algo distinto. Luego se mimetizó. Lo pusieron a ejecutar algunas de las políticas más controvertidas y contradictorias con su pasado. Obedeció. En la evolución posterior de su carrera hay una moraleja muy contundente.

 

(*) Esta columna de Opinión de Ernesto Tenembaum fue publicada originalmente en el portal de Infobae.

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