Por Daniel Tirso Fiorotto (*)
Es el paisaje el que nos despierta. El camino de Paraná a Gualeguay y Larroque está festoneado de ceibales en flor. ¿No es esa flor el mayor símbolo comunitario?
Soberanía particular de los pueblos en confederación, dice el ceibo, con el color elegido por José Artigas, pero resulta que esa flor precede al hombre en cientos de miles de años, en estas comarcas. Entonces no es difícil interpretar a la cultura y al territorio dentro del torrente milenario de la biodiversidad, y desde esta conciencia, mirar con otros ojos los problemas del siglo XXI.
Rojo de ceibos, alegre de fútbol, Gualeguay. Jorge Burruchaga, Mencho Medina Bello, Licha Martínez… ¿de dónde les vino la habilitad con la pelota? En los aledaños de Gualeguay se formaron comunidades milenarias reunidas en montículos, quizá del mundo arawak, y en ese universo se jugaba antiguamente el batú, un precursor del fútbol.
Allí también los guaraníes, que compartían el manga ñembosarái, con pelotas elásticas construidas a fuerza de habilidad y paciencia con resinas de nuestras selvas. Estos juegos están registrados siglos antes de que en Gran Bretaña se hablara del fútbol. Y es que en el Abya yala (América) jugábamos a la pelota con los pies y las caderas y la cabeza cuando en Europa lo hacía con las manos. Es por eso que algunos estudiosos estiman que el fútbol tuvo orígenes aquí, en nuestras regiones del Abya yala.
Los juegos, como los saberes, las lenguas, las artes, las luchas, encuentran sus fuentes en el fondo de la historia y no es sencillo adjudicar el nacimiento a un lugar, a un grupo, a una persona. Son las comunidades las que modelaron las artes, los saberes, a través de los años y los siglos, lejos de la costumbre moderna de patentarlo todo. Esto que estamos escribiendo es fruto de aportes de miles de personas, y la modernidad nos obliga a ponerle nombre de autor, con lo cual nos confundimos de entrada nomás.
Aire fresco
Registrar los saberes, las obras, las cosas, es propio de un mundo en decadencia. De ahí que el universo comunitario viene a nuestro auxilio, como una bocanada de aire fresco, para despertarnos.
En Puerto Ruiz, la juventud vuelve a construir canoas, donde los pueblos ribereños vivieron por miles de años usando esas embarcaciones. Distintas ahora, porque los maestros buscan materiales baratos para que sean accesibles.
Para ello han llegado a un acuerdo los vecinos Carlos Weber, Cristina Arias y funcionarios de Educación; entonces los estudiantes asisten al área protegida Santa Adelina para aprender a armar sillas con maderas y fibras, y canoas con maderas y chapas. A la vista, pues, la recuperación de los sentidos comunitarios, un torrente histórico que da respuestas antiguas a problemas actuales.
De estas cosas conversamos en la Biblioteca Mastronardi, de Gualeguay, el jueves pasado, invitados por esa institución y por la Asociación SEA (Solidaridad, Educación y Ambiente), con gente de la vecindad, entre quienes estaban Zélika Alarcón, Julio Benítez, Rolando Menescardi, Matías Demarchi, y Weber y Arias, por nombrar algunos de tantos. ¿El tema del encuentro? Raíces de las entrerrianías. Los aportes que se hallan en una intersección de saberes para darnos un panorama nuevo de nuestro territorio. “Memoria del futuro”, apuntamos, en homenaje a una frase de Bartomeu Meliá que dice eso del sistema económico guaraní de reciprocidad.
Y empezamos con una comparación: hace pocos días, un grupo de científicos (entre los que se encuentra el paranaense Rafael Lajmanovich), demostró que la comunión de herbicidas, insecticidas y fungicidas da sustancias distintas, xenobióticos, extraños a la vida, capaces de producir alteraciones en los seres vivos, y peor con los cambios climáticos. En la sequía todo se potencia. No se trata entonces de una suma, de un cóctel, sino del surgimiento de otra cosa que no estaba prevista, y que daña más de lo esperado, según los estudios realizados en los embriones.
De la misma manera, hemos tratado de estudiar los diversos conocimientos en biología, historia, economía, literatura y distintas artes, para dar con una noción nueva de entrerrianía, muy alejada de la que podría esperarse en la historia más divulgada.
Ancestrales
Y empezamos por la presencia de chanás, guaraníes y charrúas en la región, a quienes la historia presentó durante siglos como extinguidos y hoy, con otras miradas y otros datos, sabemos que pudieron superar las persecuciones y el etnocidio para continuar en las grietas, es decir: somos nosotros. Y se nota bien con el florecimiento de comunidades que plantan bandera para decir ¡estamos vivos! ¿Cuánto hay de esas culturas de la tierra en todos nosotros? Difícil discernir, y más difícil si el sistema ha ordenado que a las persecuciones y el etnocidio le siga la invisibilización. Es decir: lo que no murió, que no se vea.
Gracias a distintas investigaciones accedimos a largos listados de personas con apellidos guaraníes, charrúas y de otras etnias, de gente que vivió en nuestro territorio y cuyos descendientes somos nosotros; listados en Cayastá, en Concordia, en Concepción del Uruguay, sea en las reducciones de comunidades ancestrales o en los nacimientos, bautismos, casamientos, defunciones…
¿Cuántos descendientes habitan hoy el territorio, quizá bajo apellidos españoles, italianos, alemanes? Algo parecido ocurrió con las familias africanas embarcadas por la fuerza y esclavizadas, con muchos descendientes en la población actual. Unos y otros quizá acriollados, por ahí manteniendo tradiciones propias, por ahí dando otra sustancia social en la que las distintas vertientes se potencian; eso que llamamos entrerrianía, por ejemplo.
Y bien: el resurgir de los grupos y los saberes de nuestros pueblos, esa conciencia de la presencia ancestral hoy, entra en intersección con la tendencia mundial a revalorizar la ecología. Hay saberes ancestrales y ecológicos que conversan para alumbrar otros saberes. En Entre Ríos, las asambleas de Paraná, primero, y Gualeguaychú luego, en defensa de los ríos contra los represamientos y las pasteras, dieron el puntapié inicial. En alguna medida, organizaciones como SEA en Gualeguay y Mingaché en Larroque, son frutos de esas movidas sociales.
Los yerbócratas
Mientras dialogábamos en la Biblioteca sobre estos asuntos corría el mate en el auditorio. Eso nos llevó a señalar un antiguo insulto que nos dedicaron los sectores coloniales a los entrerrianos que nos resistimos a dar guerra al Paraguay: éramos los yerbócratas. Ese adjetivo peyorativo se convierte hoy en una identidad: yerbócratas, claro, y a mucha honra. Porque nos reconocemos en la región, porque abominamos de la guerra al Paraguay, y porque nos sentimos a gusto en la rueda de mate como fuente de conocimiento y fuente de amistad.
Esa conciencia regional entra en intersección con los saberes ancestrales y ecologistas y sus luchas consecuentes. La mirada integral, la mirada de cuenca que nos anima, está abonada por una tendencia de los sociólogos recientes llamada movimiento Modernidad Colonialidad, que nos ayuda a advertir las vías diversas de la continuidad colonial, por ejemplo en la manipulación de la historia, o en el ocultamiento de la diversidad cultural. Y está abonada también por un resurgir de la revolución federal que tiene como principal objetivo la soberanía particular de los pueblos en confederación, y que incluye los saberes ancestrales, si consideramos que entre los guerreros artigueños han estado en primera fila los guaraníes y los charrúas, entre otros; y que Andrés Guazurarí fue el guerrero más leal.
Tratábamos estas intersecciones en Gualeguay, donde floreció la conciencia revolucionaria con Bartolomé Zapata a la cabeza, que continuó en el fuego de Francisco Ramírez en defensa del ideal autonómico; y donde los saberes, las luchas y la idiosincrasia regional quedaron expresados en la literatura, desde un ramillete de autores presentes en la obra plástica que el artista Nico Benítez nos regaló en la velada, bajo el título: “Gualeguay neurodivergente”.
El oriental Marcos Sastre y el entrerriano Martiniano Leguizamón se inspiraron en el conocimiento hondo de nuestro territorio para recordarnos que las cualidades principales de nuestras familias han sido la hospitalidad y la minga, es decir: el trabajo colectivo y festivo. Lo cual coincide con estudios posteriores de autores en comunidades guaraníes, por caso, en donde resaltan el sistema económico llamado jopói (yopói), manos abiertas mutuamente.
Situados en Gualeguay no es difícil comprender la acepción que dan ciertos pueblos de Colombia a la biodiversidad: “territorio más cultura”. Allí, como en Larroque, escuchamos anécdotas sobre la supervivencia de tradiciones comunitarias, en una variedad de situaciones, a pesar de las políticas que han desarraigado y desterrado a tantos por un siglo.
Monte, ríos, veneración de la palabra, comunidad, armonía, vida colectiva, celebración, reciprocidad, como una respuesta antigua a los problemas de hoy: hacinamiento, desocupación, desgaste de la palabra, contaminación.
Una resultante de estos aportes es la conciencia de una ancestralidad latente. De un modo propio de configurar el mundo. Es decir: la historia no se cortó, no hubo un borrón y cuenta nueva. Tradiciones de aquí y de otras latitudes expresadas en poemas criollos como los de Romildo Risso, lo confirman. “Si hay leña caída en el monte/ yo no v’ya cortar un árbol,/ po’el aire no puedo dir, de no, ni pisaba el pasto”.
En Talitas
Invitados por la escuela Remedios de Escalada de Talitas, cerca del río Gualeguay, conversamos con una bella gurisada que nos contó de aves, árboles, peces, oficios, lugares, gustos. Unos prefieren el guiso, otros el asado con achuras, otros el pastel de papas, las milanesas con huevo frito… Allí supimos de un abuelo que cosecha sandías y zapallos y reparte en la familia y la vecindad, y hablamos del jopói guaraní. Manos abiertas mutuamente.
El centro fue Minga Ayala y su vida comunitaria, ligada al paisaje, como emblema. De pronto las niñas y los niños empezaron a comentar de las taperas. Les pedimos que explicaran qué son las taperas: “casas abandonadas”, “lugares donde no vive nadie”, “casas destruidas”.
Entonces visitamos con ellos dos taperas cercanas. Verdaderos paraísos en la soledad más absoluta, construcciones notables absorbidas por las arboledas, las enredaderas, los rosales. Claudia, una de las maestras, confesó sus sentimientos: “A mí me duelen las taperas, cómo puede ser que haya gente tan amontonada en algunas ciudades, y acá encontremos tantos sitios abandonados”.
Los docentes no ocultaron su inquietud por cinco hermanitos que no van a la escuela por razones económicas…
La gira terminó en una reunión con la agrupación Mingaché, en Larroque. Allí la conciencia ecológica, el proyecto de frutales colectivos, la valoración de las asambleas y la vida comunitaria, como la veneración de la palabra aquí y en distintas culturas del mundo; allí la preocupación por la dependencia y la colonia y el imperialismo y la manipulación de las conciencias a través de la propaganda y los algoritmos; allí el análisis sincero de las fuentes del desarraigo y el destierro y el hacinamiento en tantas historias de discriminación y racismo.
Esta síntesis al correr del teclado nos muestra entidades, asambleas, docentes, vecinas y vecinos, en una vida honda, bella y solidaria. Las familias de los alumnos nos convidaron unas empanadas de aquellas, y qué decir de la mesa en Mingaché, con música y debates memorables.
Si no despertamos en este paseo por las vecindades del sur será porque estamos narcotizados.
(*) Periodista, publicado en Uno Entre Ríos.
*Nota original en UNO.