Capítulo VII: Monseñor

Esa mañana de sábado, la madre del novel oficial se levantó temprano. Lo propio hizo su hijo de 19 años y juntos fueron hasta el Obispado de Mercedes, en la provincia de Buenos Aires.

-¿Está el padre Adolfo? -preguntó la coqueta mujer.

A los pocos minutos, la figura del sacerdote, con los brazos en alto, se recortó por una de las puertas. “Aquí le traigo al nuevo oficial de Infantería, padre. Ya no es más el cadete que usted conoció hace unos años. Ahora es un hombre hecho y derecho de nuestro Ejército Argentino”, le dijo, casi emocionada. El cura lo abrazó fuerte, le dio su bendición y se comprometió a estar cerca de él cuantas veces fuera necesario. “Como siempre estuve con ustedes, que han sido tan gentiles conmigo desde que llegué a esta ciudad”, le acotó el sacerdote, de apenas 32 años y altura considerable. Ese joven no era otro que Jorge Rafael Videla, quien de inmediato se sumaría a la lista de flamantes oficiales que año a año llegaban al regimiento de Infantería de la localidad bonaerense, donde se concentraba buena parte del poder de la zona. La escena sirve para graficar la estrecha relación que existía entre Tortolo y María Olga de Videla, madre del militar, como así también con el militar, lo que se prolongó prácticamente hasta la muerte del sacerdote.

Nacido en 9 de Julio, provincia de Buenos Aires, el 10 de noviembre de 1911, Tortolo se formó en el Seminario San José de La Plata y fue ordenado sacerdote a los 23 años. Su primer destino fue el de vicario cooperador de la Parroquia de Chacabuco; luego la de San Ignacio de Junín y en 1941 -antes de cumplir los 30 años- fue derivado a la Curia del Obispado de Mercedes, donde llegó a ser vicario general. Estuvo allí diecisiete años; no solamente mantuvo una fuerte relación con la familia Videla, sino también con Orlando Agosti, también nacido en Mercedes.

Tortolo llegó a Paraná en 1956. Había sido nombrado auxiliar del arzobispo Zenobio Lorenzo Guillán. El Papa lo promovió al frente del Arzobispado entrerriano el 6 de septiembre de 1962, pero recién en enero de 1963 tomó posesión del cargo. Antes había estado en Catamarca. Cuando asumió en la diócesis paranaense, ya venía con la función de vicario castrense desde agosto de 1956, en que recibió la ordenación episcopal y al mes siguiente fue designado en el vicariato. Al año siguiente de su llegada a Paraná terminó por convencer del ingreso al Seminario a uno de sus más fervientes admiradores: el joven Alberto Ezcurra, fundador de Tacuara.

Seguidor desde joven del cura fascista Julio Meinvielle y del furioso anticomunista Jordán Bruno Genta, en 1957 fue uno de los fundadores del Grupo Tacuara de la Juventud Nacionalista. Tenían como referente ideológico al fundador de la Falange Española, José Antonio Primo de Rivera. En realidad, Ezcurra -nacido en Buenos Aires en julio de 1938- disfrutaba de una particular devoción por el carismático revolucionario del fascismo español. En sus bases, Tacuara “rechazaba las elecciones y el sistema parlamentario, era fuertemente antimarxista, reclamaba justicia social, proclamaba la superioridad de la Patria y de la religión católica sobre cualquier otro valor y exaltaba la violencia como forma de movilización permanente”, según lo definió Daniel Gutman, un estudioso del nucleamiento de ultraderecha. De hecho, el cura Meinvielle fue el primer referente que tuvo la agrupación. Era quien les inculcaba el desprecio al voto universal por considerarlo “injusto, incompetente y corruptor”.

Los jóvenes que integraban el grupo usaban camisas grises -como los falangistas españoles de la década de 1930-, borceguíes con punta de metal, pantalón gris y pelo engominado. El saludo debía hacerse con el brazo derecho extendido y al grito de “¡Arriba Tacuara!” y quien cometía alguna falta, como castigo, tenía que ingerir aceite de ricino, una práctica de los falangistas, pero también de los seguidores del dictador italiano Benito Mussolini. Ezcurra era un joven serio, introvertido, flaco, con lentes, de cejas gruesas; es decir, lo más parecido a un cura de la época.

A comienzos de la década de 1960, Tacuara trascendió Buenos Aires y empezaron a surgir filiales en Rosario, Mar del Plata y Santa Fe. En la vecina capital, el movimiento quedó a cargo de Juan Mario Collins, un estudiante de Derecho, nacionalista católico, cuyo nombre apareció en los diarios en febrero de 1962, al encabezar un grupo que irrumpió a las piñas en un cine santafesino, cuando se estaba proyectando un documental sobre los crímenes del nazi Adolf Eichmann. Veinte años después, Collins era uno de los profesores más allegados al decano de la Facultad de Ciencias de la Educación de Paraná, Carlos Uzín, uno de los referentes locales del fascismo lugareño en tiempos de la última dictadura y siempre ligado al pensamiento tortoliano. A fines de la década del ’90, Collins fue encontrado muerto en su casa de Santa Fe: estaba totalmente atado a una silla y había sido asfixiado con una soga.

Tacuara llegó incluso a presentar candidatos en las elecciones de principios de la década de 1960 y Ezcurra era siempre el principal orador. “Pretenden mandar en esta tierra los sucios judíos de Libertad y Villa Crespo; ellos o sus padres vinieron de los infectos guetos y de los prostíbulos de Londres y París. Los judíos se infiltran por todas partes, pero formando una sola organización, que abarca tanto la derecha como la izquierda. Y estamos dispuestos a hacer lo necesario para que desaparezcan”, sentenció, al hablar en la esquina de Corrientes y Uruguay, en Capital Federal. A veces, Ezcurra llevaba en el bolsillo una especie de obleítas en las que había hecho una versión personal de una publicidad de insecticida de la época que decía Pif al mosquito. El cura lo transformó en Paf al judío, dibujado a la manera de las caracterizaciones nazis, con barba larga y sombrero.

El grupo cobijó a varios referentes del peronismo del país y logró la simpatía de conocidos hombres que luego hicieron historia en Entre Ríos, en los últimos tiempos -como Augusto Alasino, entre otros- se terminó de quebrar en 1964. Ya estaba dividido en dos grupos -uno, liderado por Ezcurra; el otro, por Joe Baxter-, pero dos hechos provocaron su agotamiento: la caída en prisión de los asaltantes del Policlínico Bancario y de los asesinos de Raúl Alterman, en Buenos Aires. Los implicados provenían del grupo.

Ezcurra Uriburu decidió retornar a su vocación religiosa, que había intentado desarrollar antes de crear Tacuara. No le fue fácil encontrar seminario: era un personaje de protagonismo público, que se había declarado como enemigo de los judíos y de la democracia. Como no podía ser de otra manera, quien lo cobijó en Paraná fue Adolfo Tortolo, quien tenía una fuerte vinculación con varios de los allegados a Tacuara. De hecho, el Seminario de Paraná estaba considerado como uno de los más retrógrados en pensamiento del país.

Cuando se ordenó sacerdote, en 1971, Ezcurra optó por dar su primera misa en Buenos Aires. Eligió su colegio secundario, el Champagnat, y tuvo invitados ilustres ligados al fascismo argentino. Entre ellos, estuvo el fundador de la UNES y de la Alianza Libertadora Nacionalista, Juan Queraltó, pero el mayor protagonismo se lo llevó el cura antimarxista Julio Meinvielle, quien ofició de monaguillo. “El nacionalista que ve sólo la realidad material de la patria y que olvida la realidad del espíritu tiene camino para cualquier desviación. Puede terminar su camino en el marxismo o en la delincuencia común. Tenemos muchos ejemplos”, dijo en esos días el cura instalado en la capital entrerriana. Demostraba así que más allá de su nuevo rol como cura, estaba dispuesto a seguir militando fuertemente en pos del pensamiento de ultraderecha.

Entre fines de 1974 e inicios del ’75, Ezcurra elaboró un informe a pedido de Tortolo. Se llamaba De bello gerendo (o sea, De la conducción a la guerra) y más abajo decía: Trabajo realizado a pedido de monseñor Tortolo, en ocasión de los sucesos guerrilleros del ’70. Eran quince hojas realizadas con una máquina de escribir, donde el cura trazaba un panorama de lo que sucedía -con especial hincapié sobre lo que ocurría en los montes tucumanos y la proyección que existía de grupos revolucionarios en diferentes puntos del país-, que dejaban muy claro el pensamiento del referente tacuarista, pero también la estrecha relación que había con el vicario castrense.

Por eso fue incluso que en 1975 participó activamente en la organización del levantamiento de la Fuerza Aérea Argentina contra el gobierno de Isabel Perón. De hecho, el ideólogo fue Jordán Bruno Genta, profesor de varias generaciones de hombres de la aeronáutica, quien también pasara por Paraná. El líder del levantamiento, el brigadier Jesús Orlando Capellini, se escondió en el establecimiento Mazaruca, en Islas del Ibicuy, a partir de gestiones de Ezcurra, quien en días previos fue a Aeroparque a dar misa para los rebeldes.

El referente fascista pasó unos pocos años de formación en Roma y luego retornó a Paraná, para nuevamente ser uno de los principales colaboradores de Tortolo, en tiempos de la dictadura, en que el arzobispo y obispo castrense gozaba de poder e impunidad. Ezcurra se puso al frente de la revista Mikael, fundada en el seminario de la capital entrerriana. Desde esa tribuna eclesiástica, que marcó a varios presbíteros de esta región, justificó que el Estado, en plena dictadura, no se fijara “límites legales ni morales para combatir a la guerrilla” y, obviamente, no dudó en emprender contra quienes reclamaban por los desaparecidos. Pero fue más allá, al protestar contra “los daños psíquicos y espirituales” provocados por el psicoanálisis y volvió a reivindicar la propaganda antisemita. “Las víctimas reales y supuestas del Holocausto han sido astutamente capitalizadas para construir un telón de horror y dolor, apto tanto para cubrir las piraterías del sionismo internacional como delitos políticos, económicos y comunes del mártir Jacobo Timerman”, indicó en 1981, en la revista financiada por empresarios ligados a la Iglesia de Paraná.

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No era casual el rol de Tortolo como uno de los grandes anunciadores de la profundización del Terrorismo de Estado en la Argentina. “Siempre estuvo al tanto de todo”, recuerdan algunos de sus ex colaboradores y ex amigos. El mismo día en que asumió como vicario castrense -el 8 de agosto del ’75, aunque había sido nombrado un mes antes-, delante de la presidenta Isabel Martínez de Perón, pidió “por el renacimiento espiritual de la vida de las tres armas”, aunque un día antes, en un comunicado, habló del “quiebre moral” que existía en el país y dijo que ello solamente se solucionaría “llevando a los más altos cargos a hombres incorruptos que aún se dan entre nosotros”.

El 20 de agosto de 1975, los obispos entrerrianos emitieron una severa advertencia contra la educación. La Juventud Radical de Paraná le contestó a los tres días, también por una solicitada: “Si fuese verdad que quienes creemos que el Estado tiene mucho que hacer y controlar en la educación, somos marxistas. Si fuese verdad que los que piden estatizar establecimientos privados son marxistas, sólo nos queda señalar -para demostrar lo injusto, lo absurdo de tal calificación- que el arzobispo de Paraná, monseñor Adolfo Tortolo, al día siguiente de la declaración que nos ocupa, publicó una carta al señor Presidente interino de la República, doctor Italo Lúder -antiguo y notorio reformista, por ende incurso en el marxismo-, en la que, razonablemente, reclama por la pronta integración al Estado nada menos que de la Facultad Católica de Ciencias Económicas de Paraná. O sea que ni el Estado es tan demoníaco ni los que piden estatizaciones, tan marxistas”.

Pero el arzobispo también se dio tiempo para operar en función del quiebre institucional. En noviembre de ese año, encabezó no menos de tres reuniones que se hicieron en una coqueta vivienda de Paraná, ubicada en Rivadavia al 200, donde vivía un ex integrante de la Armada Argentina, cuyo hijo era funcionario de la Justicia Federal. Tortolo tenía la misión de convencer a la conducción de la Marina -liderada por el almirante Emilio Eduardo Massera-, que debían participar del golpe y estar en la Junta Militar desde 1976. Bajo absoluta reserva, el propio Massera llegó a la capital entrerriana para las reuniones, al igual que José Martínez de Hoz, quien luego sería el ministro de Economía del gobierno de facto. Ningún medio lo difundió y eran no más de diez las personas que conocían el dato de las visitas.

No fue lo único: cuando Videla estaba diagramando el golpe, en diciembre de 1975, le pidió a Tortolo que fuera a entrevistarse con la entonces presidenta, Isabel Martínez de Perón, para solicitarle que abandonara el sillón de mando.

-Los militares quieren defender la Constitución, pero la condición es que usted se vaya del cargo -le dijo monseñor.
-No puedo hacer eso; a lo sumo podría cambiar íntegramente el gabinete.
-Mire señora: la única cosa no negociable es que usted debe alejarse del poder (1).

En la cárcel de Gualeguaychú el régimen penitenciario cambió radicalmente la misma noche del 3 de diciembre al conocerse el asesinato del general Jorge Alberto Cáceres Monié y su mujer, en la zona de Villa Urquiza. En principio, la Gendarmería Nacional se hizo cargo del control del penal y lo primero que hicieron fue ponerlos de a uno a cada detenido político. De inmediato se ordenó una requisa en cada celda y únicamente se les dejó el colchón que tenían; hasta la pava del mate les sacaron. No pudieron llevarles las radios, ya que apenas escucharon lo que había sucedido con el operativo de Montoneros casi todos los presos políticos optaron por esconder los aparatitos en algunos embutes que habían hecho en las paredes, ubicados detrás de cada una de las camas y que se tapaban con una pasta fina de madera. Las pilas también eran escondidas en envueltos de cigarrillos, de papel de aluminio, para que no se humedecieran. Desapareció el régimen de visitas, se censuraban las cartas que iban o llegaban y las puertas de las celdas se abrían una hora por día, mientras que antes estaban de par en par durante ocho horas diarias. Ahí fue también cuando comenzaron a aprender, lentamente, el idioma de los sordomudos, para comunicarse entre las ventanillas de los calabozos.

Eran no más de las diez de la noche del 23 de marzo de 1976 cuando algunos presos políticos se sorprendieron con el aviso que les llevaba el guardiacárcel: “Los busca monseñor Tortolo; quiere hablar con algunos de ustedes”. No fueron más de cuatro los convocados; entre ellos estaban Aldo Bachetti y Daniel Irigoyen, a quienes conocía de antes. Con Bachetti había tenido un enfrentamiento muy duro en 1968, cuando Tortolo embistió contra quienes estaban enrolados con los curas tercermundistas. Bachetti llegó a enfrentarse a cadenazos en las escalinatas de la Catedral de Paraná con varios de los seguidores del arzobispo, que tuvo que salir a mediar y a partir de allí se generó una relación de respeto. Con Irigoyen también había un trato amistoso. Cuando lo detuvieron por primera vez, en 1974, y fue derivado a las celdas de la Delegación Paraná de la Policía Federal, Tortolo acudió en persona a verlo y le regaló un rosario. Incluso trató de mediar con uno de los jefes de la institución, el comisario Osvaldo Luis Conde, para que no le confiscaran todos los libros que tenía en la casa del barrio San Agustín.

-¡La mayoría son de índole religiosa! -les recriminó.
-No todos, monseñor, tenemos uno que está escrito en clave -le acotó un subordinado de Conde, mostrándoselo.
-¿Usted nunca se dio cuenta de que esto es un fragmento que está al revés, porque le pusieron mal el carbónico? -preguntó Tortolo.
-No, la verdad que no. Disculpe.

No fue una reacción perspicaz del obispo; Irigoyen ya le había advertido de la situación que le venían imputando en esos días.

Esa fría noche de marzo el vicario castrense iba en el automóvil del Arzobispado, con su chofer, desde Paraná a Buenos Aires y había optado por pasar por la Unidad Penal de Gualeguaychú. Vestido con la clásica sotana, un rosario en sus manos y casquete rojo, Tortolo los recibió solo en el salón de visitas y les anticipó el golpe de Estado, con casi veintisiete horas de antelación. “Vengo para advertirles que no pongan bandera de remate porque se viene un cambio institucional en el país. Es un golpe de Estado, porque esta situación no va más. Pero esto va a ser beneficioso para ustedes; en seis meses van a salir en libertad, si es que se comprueba que son inocentes. Y quédense tranquilos, porque quien asume es un Flaco que es oro en polvo, a quien conozco de joven, porque estaba en mi Diócesis, en Mercedes, en la provincia de Buenos Aires”, les dijo, sin dejar espacio para alguna pregunta o comentario. Fue un monólogo, en esa piecita de luz tenue, donde era como que todos tenían el aire contenido por el relato pausado y sereno de ese obispo de 64 años y demasiado poder a cuestas.

-Pero monseñor… -trató de interrumpir uno de ellos.
-Hijos míos, no tengo mucho tiempo y viajo enseguida. Les pido que no se desvíen; que no resistan. Porque primero van a tirar a matar; después preguntarán o dispararán al aire…

Tortolo saludó uno por uno y se fue como llegó a la cárcel. El golpe estaba en marcha.

Notas

(1) Diálogo publicado en el libro El dictador, de María Seoane y Vicente Muleiro.

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