Parir sin violencia

Edición: 
1105
Los altos índices de la Violencia Obstétrica y las luchas en Entre Ríos

Natalia Buiatti

Virginia se mueve lento. Agarra la mano de su madre. El contacto piel con piel le provoca una sensación de seguridad, como si calmara un poco la ansiedad y le suspendiera de modo intermitente el dolor. Está casi desnuda en la sala de un hospital. La bata que le dieron se anuda atrás, pero deja toda la espalda y las piernas al aire.

El dolor de Virginia empezó unas horas antes siendo una molestia, pero lejos de disiparse volvió cada vez con mayor frecuencia. Ahora se siente como una cuchillada fría que cuando se produce, se expande con rapidez por todas las fibras corporales.

Entonces la mujer se detiene, deja de caminar, respira profundo, cierra los ojos y aprieta los dientes, siente que su cabeza se pone como un globo rojo a punto de reventar. Piensa en el hombre con el que engendró al hijo que está por parir. No sabe nada de él, tampoco le importa porque no está sola.

Los espacios por los que deambula en el hospital se sienten fríos como siempre. Muchas veces estuvo allí, cuando le controlaron la gestación. Invariablemente le hicieron saber que el parto sería un trámite, algo sin demasiada importancia, que el nacimiento de su hijo sería un proceso que debe resolverse rápido bajo protocolo, aunque pueda fallar.

En el pasillo por el que camina Virginia, las enfermeras van y vienen. Ella sólo ve pasar ambos monocolor. Parecen hormigas laboriosas que llevan y traen elementos. Cada tanto, alguna le pregunta:

–¿Y mamita? ¿Cómo vamos?

Ella no sabe qué responder, es un torbellino de emociones, tiene ganas de gritar, de llorar, de agacharse y quedarse en cuclillas.

–¡Ah no! Arriba, vamos que así le vas a hacer mal a tu bebé. Andá y recostate ­– le ordenan.

Virginia no quiere ir a la camilla. Sospecha que si pone su cuerpo de forma horizontal, todo será peor. Pero hace caso, está temerosa. Allí todos saben cómo resolver la situación. Hacen cientos de partos por año.

Arriba del catre le hacen tacto. Una enfermera mete los dedos en su vagina y dictamina que el cuello uterino no está lo suficientemente dilatado. Entonces se desencadena una serie indeseada de acontecimientos. La enfermera busca un suero y prepara una droga. Virginia se paraliza, no quiere que le pongan nada y pide por favor que no lo hagan. Lo hacen igual. Al suero le inyectan oxitocina, una hormona que se usa para provocar contracciones uterinas e inducir el parto.

Ahora Virginia está con náuseas y se descompone. Pregunta para qué pusieron eso en su suero y nadie responde. La situación la enoja mucho, la pone loca. Ella no quería droga en su cuerpo. Pidió por favor que no lo hicieran pero nadie la escuchó.

Una enfermera le dice que no se mueva, que se quede quieta. Después se acerca a la camilla otra vez con una jeringa. Virginia dice que eso no, que le hace mal. Repiten la oxitocina. La mujer pierde conciencia sobre su cuerpo, se marea y vuelven las náuseas. Se pelea con la enfermera y la obstetra. Les dice que no la respetaron, que no la dejaron conectar con su cuerpo, que le prohibieron caminar todo lo que ella necesitaba, que le inyectaron droga sin su consentimiento.  

En medio de esa situación Virginia fue llevada al quirófano en soledad. La ataron de pies y manos y le hicieron una cesárea sin que ella quisiera.

Ocho años después, a la mujer todavía le cuesta superar el trauma. No quiso parir más. Pero se encargó de luchar para que se cumplan varias leyes: la Nacional N° 25.929 de Derechos de Padres e Hijos durante el proceso de Nacimiento; la Nacional N° 26.485 de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales; y la Provincial N° 10.035 de adhesión a la que establece el Derecho de Padres e Hijos durante el proceso de Nacimiento.

(Más información en la edición gráfica 1105 de la revista ANÁLISIS del jueves 26 de septiembre de 2019)

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