
Por Daniel Enz
(de ANALISIS DIGITAL)
La muerte pegó fuerte; casi bajo la cintura, pero en el velatorio de Gustavo hubo cosas mágicas, con su imagen sonriente rondando en cada rincón, en que amigos y familiares se reunían para recordarlo. Pese al dolor, la angustia, lo repentino de la partida, Agustín y Vicky iban y venían por la sala, como queriendo cumplir con un mandato inexistente de su padre, tratando de que cada uno nos sintiéramos como en casa. Eran como la imagen del Gordo, queriendo abrazar a todos, con esos segundos de tristeza, pero también con una sonrisa espontánea. No había necesidad de consolarlos a ellos dos y vaya a saber cuándo harán su duelo. Era como que ambos trataban todo el tiempo, sin ponerlo en palabras y con ese abrazo interminable, de mostrarnos firmeza, de que estaban fuertes y se sentían orgullosos de su padre. Que con los que le dio el Gordo en todos estos años alcanzaba y hasta sobraba. Emilio Ruberto tal vez no se dio cuenta cuando Vicky llegó hasta él, en un momento de la nochecita del martes, cerró los ojos y lo abrazó en toda su cintura, quizás tratando de concretar un gesto que tenía para con su padre. Emilio respondió como ese tío-padre que tal vez tenga desde ahora y para siempre, con un beso tierno en la frente de la preferida de Gustavo.
Las palabras amistad, amor, ternura dieron una y mil vueltas en la despedida de este loco de la vida que siempre se hizo querer. Uno se lo imaginaba caminando por las nubes, con esa sonrisa amplia y bulliciosa, en algún lugar del universo, observando y escuchando las manifestaciones de amistad que había en cada rincón. Se merecía cada expresión, por buen tipo, por mejor padre, esposo, hijo o amigo. Por su sencillez, honradez, generosidad, humildad, sus ganas de cambiar algunas cosas de su profesión. El Gordo no se fue. Anda por ahí, con su cámara imaginaria, buscando postales para el corazón y hasta seguramente le perdonó eso de abandonarlo en una madrugada y troncharle todo lo que aún tenía por dar en esta dura vida.