Por Daniel Enz
(de ANALISIS DIGITAL)

Uno hasta se imagina esa sonrisa socarrona del cura ya canoso, como símbolo de victoria de todo este tiempo, porque, hasta ahora, ganó más su estrategia y sus pactos con los hombres poderosos de la curia paranaense, que el dolor de tantas víctimas. Esa sonrisa cínica era la misma que se figuraba en su rostro cada vez que esos niños llegaban de visita de fin de semana a sus casas de campo y él ya estaba en la mesa con sus padres, para bloquear cualquier intento de denuncia familiar, sobre los abusos que venía cometiendo puertas adentro del Seminario. Es la misma imagen de cura perverso que quizás reflejaba en la pantalla de su computadora, cada vez que les fue enviando un correo electrónico, desde la sede del Vaticano -hasta donde fue como “premiado”, para sacarlo de escena a mediados de los ‘90-, a esos chicos que violaba cada noche, para tratar de convencerlos de que lo que había hecho era parte de un acuerdo con Dios y la Virgen, a los que no había que traicionar.

Hasta ahora, pese al esfuerzo inquebrantable de víctimas, abogados querellantes, fiscales y algunos otros hombres y mujeres probos de la justicia entrerriana, Ilarraz viene ganando la batalla. Ganó la chicana judicial, el escrito justo a tiempo, la apelación llena de citas históricas y la parte de la biblioteca a favor de la prescripción. Ganó el que sigue avalando los abusos del abusador enfermizo, que nunca le importó el dolor de esas víctimas ni de su familia. El que sigue reclamando en los foros de internet “por qué no denunciaron antes y recién lo hacen ahora, 20 años después”, como si los traumas se solucionaran por arte de magia de un día para el otro.

La gran mayoría de los abusos a menores y más los cometidos en lugares de poder, fueron denunciados 20, 30 y 40 años después por las víctimas, tras convivir toda una vida con ese dolor y desafiar esos monstruos que fueron carcomiendo su alma y su corazón. A todos les resultó buena parte de su existencia sacar desde sus entrañas ese grito de libertad, con el que fueron luchando cuerpo a cuerpo y en silencio. Porque siempre fue una batalla desigual y con uno mismo.

Con Ilarraz hubo un pacto de silencio y complicidad. Y el cura abusador, ahora residente en San Miguel de Tucumán, se ocupó de mantener ese pacto en el que el cardenal Estanislao Esteban Karlic -en primera instancia-tuvo mucho que ver y al que luego también adhirieron los arzobispos Mario Maulión y Juan Puíggari. Karlic fue el que les ordenó y les hizo firmar a esos pequeños de 12, 13 y 14 años, un papel donde dejaban establecido que las aberraciones de las que fueron víctimas, jamás podían ser contadas. Con eso tuvieron que convivir 20 años, hasta que los hechos salieron a la luz.

¿Alquien tiene dudas sobre cuántas veces deben haber hablado en estos dos años Ilarraz, con Karlic y Puíggari, para que nada más se sepa? ¿Alguien duda de las instancias en que Ilarraz debe haber advertido de las cosas que podía contar en sede tribunalicia si la conducción de la Iglesia de Paraná le suelta la mano y termina en una celda, como debería haber sucedido?

El pacto de poder está claro. No es casual el paso de más de 700 días. Al punto tal que ni siquiera la contundente voz del Papa Francisco, condenando los abusos de la Iglesia a menores del mundo, pudo aún revertirlo. Eso es lo grave y preocupante en estos dos años. Hoy no son pocos los abogados y magistrados que están dispuestos a seguir cubriendo a Ilarraz, más allá del Papa o las víctimas. Son los mismos que van a golpearse el pecho todos los domingos a la Iglesia; los que se sientan en primera fila como fieles soldados, para mostrarse orgullosos en esta causa. Los que siguen pensando en los pecados de los otros y no en el propio.

Mientras tanto, las víctimas siguen esperando. Fue importante la decisión de siete de ellos, que no dudaron en denunciar las atrocidades cometidas por Ilarraz. Que no se conocían entre ellos, porque son de diferentes generaciones, y a los que el cura abusador les hizo casi lo mismo, como repitiendo un libreto perverso y que prácticamente terminó con sus vidas. Muchos de ellos se alejaron de la Iglesia, no pudieron formar familias ni cumplir con ese sueño que tuvieron de niños, servir a Dios. Y todo este tiempo lidiaron con las pesadillas de ese infierno bosquejado por Ilarraz en esas noches de frío y silencio en el Seminario.

Hay más de 40 víctimas esperando para declarar; decididas a contar también el calvario que vivieron y que viven en todo este tiempo. Depende de los señores magistrados. Los mismos que todos los días, como cada persona, se miran al espejo al levantarse y antes de acostarse. En manos de ellos están tantas víctimas que solamente buscan justicia. No más que eso. Solamente justicia. Ellos también quieren mirar ese espejo y encontrar la imagen de alivio que todavía no pueden hallar. Al fin de cuentas, uno es lo que ve en ese espejo cada día. No quieren más sombras en ese reflejo diario del vidrio; sueñan con alguna luz que les de paz. Y es justo que así sea.